domingo, septiembre 8, 2024

Liane

Jamás olvidaré aquella mañana de agosto. Vaya forma más estúpida de comenzar esta historia. Concocí a Liane en la piscina, yo nadaba como un pato. Ella era alemana. Los tudescos aprenden a nadar desde chiquititos. En aquel año se usaban los primeros bikinis, largos de arriba, tan largos que ocultaban todo, y largos de abajo. Eran los sesenta. Ni siquiera habían nacido del todo Los Beatles, que sin ser famosos habían tocado en el “Flamingo” de mi pueblo para una jauría de británicos borrachos y despreocupados. En tales tiempos vivíamos un tanto borrachos y despreocupados. Las clases para obtener el carné de conducir ocupaban mis tardes. Las impartía un tal Sánchez, que gritaba como un poseso por el mal uso del embrague y padecía úlcera de estómago. No digo yo. Y de poco padecía para sus disgustos. Aprobé a la primera porque me encontré las respuestas correctas escritas a lápiz junto al test que entregó Tráfico. Nunca supe quién fue mi ángel de la guarda. Luego tiré tres palos de prácticas, pero don Mario, un hueso, me hizo repetir la maniobra; y también me aprobó. Siempre he sido un hombre de suerte, Liane. Ahora tendrás mi edad, 57. Puede que hayas muerto, o a lo mejor no. Habrás envejecido porque las alemanas se arrugan como pasas cuando superan los cincuenta. Las alemanas son las mujeres más viejas del mundo, todavía más que las chinas, las indias y las peruanas. Siempre pensé en dedicarte un cuento, Liane; ahora entiendo que lo nuestro no era amor, sino sexo. Pero sexo del de entonces, que realmente no era sexo. Nos veíamos en la trasera de la ermita y el muro estaba muy cotizado por los juveniles amantes. Se escuchaban jadeos en el silencio de la noche. Maldecíamos la luna llena y adorábamos el cuarto menguante, no por sentirnos lobeznos sino por la malhadada claridad y la bendita oscuridad. Necesitábamos amarnos a oscuras, lejos de los mirones, sobre todo de aquel señor de traje gris, corbata y bigotito, que patrullaba por la zona y miraba por la ventana de “La Paleta”, un bar liberal regentado por una china, donde nos hacíamos pajas; pajas que yo recuerdo como novias. Cuando se quemó la iglesia nosotros estábamos como ausentes, ni siquiera vimos el resplandor de las llamas, ni escuchamos el aullido de los bomberos: nos amábamos detrás de la ermita y el ruido del mar lo absorbía todo, incluso tus jadeos y mis sudores. Ibas, Liane, y venías de Alemania con tus padres; y me escribías, pero yo no entendía tus cartas y me daba vergüenza recurrir a una amiga con idiomas para que me tradujera tus cochinadas. ¿O eran frases de amor? Guardo esas cartas, Liane, aunque no lo creas. Las guardo en una caja de zapatos, que es el depósito natural de las misivas remotas. Las cartas de juventud huelen siempre a la piel de los zapatos viejos. En el cercano hotel tocaba a veces la orquesta de Renato Carossone, un clásico. Escuchábamos sus canciones, “La piccolisima serenata”, ¿recuerdas?, desde nuestro muro de amor, bendecidos por San Telmo. Era tiempo de gatos blancos, que traen suerte, y de Roberto Carlos, que cantaba a un gato que estaba triste y azul, mi amor. Pero lo más divertido era la piscina, cuando nos tocábamos furtivamente, bajo el agua, y trepábamos a aquella isla de cemento en medio de la pileta. Yo me colaba en el recinto. A veces por el mar, otras aprovechando un descuido de la cajera, que se llamaba Fuensanta y padecía incontinencia urinaria. Cuando mi padre tenía dinero, que no era siempre, me compraba un abono: un abono para verte, Liane. Lucías unos hermosos ojos verdes; los supongo ahora llenos de bolsas y con el brillo de las borracheras. Todas las alemanas se emborrachan; bueno, casi todas. Tu madre cogía tremendas melopeas y reía a carcajadas; no te hacía ni puto caso y tú a ella tampoco, no lo niegues. Por la noche escapábamos al bar de María, de la que también me enamoré. Otra alemana putona y risueña; van a pensar ustedes, y tú también, que yo tengo algo contra las alemanas, pero no. En ese tropel de gente rara en que se convirtió mi pueblo, una vez me apretujó tanto, bailando, una dentista noruega beoda que me faltó aire para respirar y tuve que morderle la lengua para que me soltara. Como era odontóloga habría encontrado el remedio para aliviarse el dolor, pero yo me moría y ella se negaba a aflojar. Te lo conté, Liane, y te enfadaste porque me creías tuyo. En realidad yo nunca he sido de nadie; es un defecto; no, es una manera de defenderme de los demás. Siempre he vivido desconfiado, temeroso, no he disfrutado demasiado ni de aquellos años de exámenes inciertos, ni de los de ahora, porque soy mayor y temo la enfermedad y la muerte. Ta habrás casado con algún compatriota gordo y habrás tenido hijos. Alguna hija se parecerá a ti a los 17; y tú a tu madre. El tiempo es abusador. Me ponía a esperarte, sentado en el muro de cal, mirando al mar sin ver nada. “Recomencemos”, Liane, decía nuestra canción favorita, que tú no entendías porque la cantaban en italiano y en español. Hablaba de los novios que se amaban en las estrellas, en una de aquellas que veíamos brillar cuando la contaminación lumínica no se había apoderado de la trasera de la ermita. Una vez instalaron allí una bombilla y la rompimos a pedradas entre todos los jóvenes amantes. Otra vez pasaron los guardias y tú te subiste las bragas con tal serenidad que el gendarme muy turbado, se marchó en silencio, abrumado por tu frialdad de muchacha liberal extranjera. Tuve miedo y escondí la cara tras tu melena rubia. “No tengas miedo”, me dijiste, “lo que hacemos los jóvenes aquí es natural en mi país”, “Sí, Liane, pero este no es tu país y además mi padre es el alcalde”, te susurré al oído, no sé en qué idioma; fue en inglés, sí, fue en inglés porque entonces yo no me había olvidado de hablarlo. Tenía apuntados todos los verbos en una libreta escolar. Mi tía era una gran profesora; se llamaba Minita, se había casado con un danés, pero hablaba y traducía muy bien el inglés, como tú. Cosas inexplicables. Liane era alta y muy delgada, como yo. Decían que hacíamos una pareja estupenda, pero yo no podía cumplir demasiado con mis deberes de novio porque no habían operado el frenillo y me dolía siempre mucho aquello. Liane se comportaba con mucha delicadeza, esa es la verdad, nunca me hizo sangre. Te lo tengo que agradecer, Liane, donde quiera que estés, pero imagínense los lectores lo que tuve que inventar para explicarle a mi chica lo del frenillo, tan ligado a la abstinencia, o al menos a la cautela. Un día me operé; le dije a mi padre: “Papá, hasta aquí llego; me lo quito”. Mi padre aseguraba que él cumplió con la tradición de intervenirme a los pocos meses de vida, pero el galeno, a la sazón don Isidoro Hernández, me pellizcó mal el prepucio. Me intervinieron dos doctores con éxito, y pasé cinco o seis días con el pito vendado. Esto sorprendió mucho a Liane, que primero se asustó y luego quiso acariciarlo, con gran espanto del narrador de esta historia, por razones más que obvias. Yo era joven y, por tanto, sensible a las caricias; y más encontrándome en tal lamentable estado. Liane, no sé por qué cuento todo esto; si vives, no lo vas a leer, y si lo lees probablemente no te va a interesar nada; además, no lo entenderías porque nunca aprendiste español. Sólo decías, te preguntaran lo que te preguntara, “sí, mucha agua”. Jamás entendía aquella manía tuya de contestar “sí, mucha agua” a cualquier cuestión. Un día de estos me lo vas a tener que contar. Todo ha cambiado, mi amor, pero el rincón donde nos amábamos sobrevive. ¿Cómo no iba a sobrevivir si resistió ataques de piratas y dio cobijo al Cojo de la Burra, el indigente que vivía en una de aquellas garitas y que nos lanzaba sus orines cuando lo insultábamos al pasar? Me he tirado 58 años, Liane, contando cosas de mi pueblo, entre el regocijo de mis amigos. Cuando se quemó la iglesia, y yo no me enteré porque estaba amándote, por el camino de casa encontré el fuego avivado y a mi padre y a mi hermano jugándose la vida, encaramados en la torre con una manguera cada uno en sus manos gritando: “¡Más agua, coño, más agua!”. Los admiré con mayor razón a partir de entonces. Los consideré mucho más valientes que yo, que siempre he sido hipocondríaco, supersticioso y más bien cobarde. Recuerdo que le tenía mucho miedo al tétanos, no sé por qué porque ninguno de mis amigos se murió de esta dolencia; uno murió quemado, otro de cáncer, otro de cirrosis, otro en un accidente de tráfico, pero de tétanos, que yo sepa, Liane, no. Aquella piscina de agosto era un nido de amor; la gente se enamora en agosto y se desenamora con el otoño, que tiene fama de estación deshumanizada y, por tanto, no se siente capaz de guardar las esencias del cariño, sino que las desparrama por entre los pliegues blancuzcos del invierno cercano. A tu padre lo recuerdo como un hombre colorado y bonachón que compró un hotel y mandó componer una canción donde se le nombraba como bienhechor del pueblo; horterísima melodía, no lo vas a negar. Una especie de “Viva España”, pero en alemán y con una letra horrorosa, según supe, porque me la tradujo un tío mío que sabía tu idioma. Tu padre no tenía vergüenza porque trajo a su querida a la inauguración del hotel, una cuarentona de pelo enrojecido, pieles, enormes tetas y tacones puntipicudos, de aguja; llamaba la atención. Mi padre, y todos los de su edad, la misma que yo tengo hoy, estaban fritos por ella; la rodeaban. Tu padre reía, le gustaba que cortejaran a su barragana, seguramente porque se sentía seguro: él la pagaba. Lucía unos collares descomunales, como los de doña Carmen, la esposa del Caudillo; y unas pulseras compradas en las tiendas más sofisticadas de Dusseldorf. Liane, ¿dónde estarás ahora, mi amor?, porque de pronto me he acordado de ti, pero de ti a los 17 años, cuando eras una esplendida mujer de pechos altos y grandes y melena rubia y limpia: olías bien al abrazarme y eso que las extranjeras no suelen oler bien, sino a naftalina. La dentista noruega, por ejemplo, olía a alcohol. Y besabas bien; te enseñó tu primo, que debió ser un cafre el muy cabrón. Las calles del pueblo, ¿recuerdas?, eran de piedra; pasaban los carros, algunos, no muchos, y tú ibas hasta la plaza para ver cómo nosotros jugábamos a los boliches entre las raíces de aquel laurel de Indias, enorme, que la pandilla socavaba para construir los hoyos. Luego ya nos hicimos mayores y dejamos de jugar a las canicas. Cuando mataron a Kennedy, Liane, estaba yo en ese afán. Mi madre gritó desde la ventana que nos recogiéramos porque los rusos iban a tirar cohetes. Las madres creían, en su ignorancia, que las paredes de los hogares preservarían a la humanidad de los misiles soviéticos. Las madres piensan que la casa nos libra de cualquier peligro externo. Yo me pegué a la radio, porque esta afición me puede desde chico. Lo escuchaba todo y luego comentaba con mi abuelo las incidencias del mundo. Y por la noche nos poníamos a sintonizar, a veces con éxito, Radio España Independiente, que emitía desde Praga. Muy bajito, porque mi abuelo, que era de derechas, no quería que el vecindario se enterara de que no lo era realmente. Sino un hombre justo. Liane, echo la vista atrás y recuerdo claramente aquellos afanes radiofónicos, que no te comentaba porque tampoco los ibas a entender. ¿Cómo te iba yo a contar lo de Radio España Independiente? ¿Cómo iba a confiarte tal secreto familiar? Ni tampoco te dije que mi abuela espió para los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, porque yo no sabía en qué bando estabas tú, si en el de los que se sentaron en el banquillo de Nüremberg o si eras partidaria de los otros, de los que formaban el tribunal; americano, por supuesto. Mira, Liane, seré absolutamente sincero; en realidad no te hablaba de nada de esto porque yo iba a lo mío, ¿entiendes?; y tú también, dentro de nuestra juvenil inexperiencia. Aquella vez, un alemán te tiró los tejos y tú le sonreíste, porque ustedes sí se entendían, pero algo insinuó aquel hombre mayor que viniste hasta mí, asustada, y me cogiste la mano con una infinita ternura. ¿Te acuerdas? ¿Cómo te vas a acordar si a lo mejor estás muerta? Y si estás viva tampoco ibas a disfrutar de una memoria tan certera. ¿Cómo son tus hijos? Esta pregunta me genera curiosidad. Porque tus hijos sí están vivos, tendrán veintipico, treinta, algo así. Puede que no sepan nada de esta isla, ni de este pueblo, ni de este mar, ni de nuestros besos, ni de Renato Carossone, ni de Los Beatles que tocaron –menos Lennon, Lennon no estaba– en el “Flamingo”. Nosotros los escuchamos, ¿recuerdas?, un día que te acompañé hasta tu casa en San Borondón. San Borondón existe aún, es decir aquel bloque de apartamentos que rodean una piscina. Allí, en cierta Navidad, intenté ligarme a tu madre, borracha, ya sé que fue una traición, y ella me espetó, sonriendo, lo mismo que se decía a sí mismo Gigliola Cincuetti: “No tienes edad para amarme”. Me jodió no poco. Olvidó tu madre que ya tenía dieciocho años; fui a por ella y me venció con una frase idiota que me perturbó las fiestas. Pero, ¿verdad, Liane?, en aquellos tiempos se olvidaba uno muy pronto de las cosas. Recuerdo las caminatas, ya de noche, por el paseo de Las Palmeras, hacia el mar. No había nadie, quizá algún turista despistado que no encontraba su hotel y que daba bandazos entre los parterres. Yo era muy enamoradizo, me gustaban todas, pero ninguna me hacía caso. También me gustaban las mamás de mis amigos, siempre he sido un poco salido. En mi primer curso de Universidad armé un lío tremendo con un compañero que me había quitado la novia; no, no eras tú, Liane, era otra. Qué follón. Nos peleamos en un patio. Hoy ellos son felices y tienen hijos, no sé si debo citar su nombre; a lo mejor no. Un día hicimos el amor, Liane; fue, como decía la canción, en un “Simca 1000”; tenías la regla. Recuerdo el olor fresco de tu sangre; me manchaste todo, la ropa, las manos, todo. Mi madre se asustó; qué fastidio, me olvidé de esconder los calzoncillos. Mandó ella a mi padre a que me revisara, pero yo se lo conté al viejo y sólo dijo: “No seas cochino; eso no se hace durante esos días; lávate”. Y se quedó tan pancho. Luego le dijo a mamá que se me había reventado un forúnculo en el muslo. Mi padre era mi cómplice, siempre lo fue. Cuánto lo quise. Mi padre era un pinta de mucho cuidado; también lo fue mi abuelo. Ya mayor, o sea, hace unos años, me llamó una vieja criada que había servido en casa; y dijo: “Su abuelo tenía las manos muy ligeras”. La creo. Había engendrado, de soltero, un hijo bastardo, al que llamaban Pepe, y lo mandó a la guerra con mi padre, para que lo cuidara. No se separó de él ni un minuto. Le tenía veneración. En la guerra civil, Liane, mataron a mi tío Andrés, pero esto nunca te lo conté porque las noticias tristes, ¿recuerdas?, no me apetecía relatarlas en los momentos en que estábamos juntos. Es decir, todo el día. Los recuerdos me rebosan la memoria, amiga, y eso que no trato de redactar un testamento, más bien de divertirme, ahora que me duelen el cuerpo y el alma, que ando gordo y torpón y que casi todo me da igual. ¿Te acuerdas cuando me empeñé en filmar una película? Tú eras la protagonista y un compañero de colegio el galán. Tengo la copia, tan cursi. Pero las películas es como nuestra memoria, porque allí están la garita del Cojo de la Burra, las flores de la plaza y las hojas del laurel, las de entonces; allí están las maderas de los balcones perdidos, los gruesos muros de las casas derribadas y hasta los rostros de los personajes muertos. La película es mala, descolorida y lenta, pero guarda nuestra memoria, Liane, y esto me parece fantástico. Tu padre la financió y cuando la proyectamos me dio un abrazo y me dijo: “Mucho bueno”; y me dio veinte duros, que entonces eran una fortuna. Nos los gastamos en el Cintra Club, en la oscuridad, escuchando cantar a los gatos y apretándonos en la pista solitaria, yo con un gran dolor en los bajos por falta de desahogo. He recuperado las viejas fotos de entonces y otras, con mi madre, en el paseo de Las Palmeras, antes de que tú aparecieras en mi vida. Aparecieras y desaparecieras, porque hace cuarenta años que no sé de ti, ni siquiera sé si has muerto o eres viva. Si eres viva te mandaré todo esto por correo electrónico, para que no lo entiendas. No vas a contratar a un traductor para repasar nuestros recuerdos de juventud y lo que he contado del frenillo. Qué va. Cada vez que nos queríamos yo me lo confesaba con el padre Pablo, aquel santo agustino; en cierta ocasión me llegó a decir que no fuera nunca más a contarle lo mismo, que se aburría mucho. Es decir, me perdonó los pecados contigo para siempre y por anticipado. Si el papa se entera suspende al cura. Pero no, por lo que se ve la cosa no llegó al Vaticano porque el padre Pablo siguió repartiendo absoluciones futuras cuando veía buena intención en los penitentes. Yo iba a la iglesia, pero no a seguir la misa de siete, sino a escuchar a las viejas confesarse con el padre Mariano. Como era sordo, aquellas mujeres tenían que gritar y yo me enteraba de sus pecados. Qué putas eran las viejas del pueblo y que sádico era el padre Mariano averiguando los detalles, Liane. Tú no eras católica, luego estabas eximida de la confesión, hecho que yo consideraba bastante cómodo. Una vez le planteé a mi padre hacerme protestante y me mandó a la mierda. Ni siquiera dejó que le explicara algunos argumentos que había reunido; “ponte a estudiar o vete a pasear con la alemana, pero no me digas estupideces”, recuerdo que contestó. Mi padre era resolutivo y lo despachaba todo muy pronto. Cuando lo del frenillo me puso el nombrete de la Momia, por razones también obvias. Tenía un gran sentido del humor y cuando se estaba muriendo, en la UVI, me dijo: ¿Qué coño haces ese cura mirándome?”. Allí no había ningún cura, así que espanté a un fantasma y él se quedó tranquilo; pero de eso no quiero hablar porque me emociono y no está uno para eso, Liane. Puede que tú estés muerta y también que hayas visto un cura en tu UVI, o me hayas visto a mí; ¿pediste a tu médico, o a tu marido, que espantaran mi fantasma? A lo mejor te has convertido en una cincuentona alta, llena de vida y de cirugía estética y estás estupenda, quién sabe. Llevabas camino de ser una de esas hembras centroeuropeas que florecen como florecían los geranios del “Skandinavia”, el local donde venían a ligar los decrépitos de la capital con extranjeras en decadencia, ofreciendo tan patético espectáculo. El amor no tiene edad, pero el amor adulto es cutre y dado al regocijo ajeno. Liane, ahora que me he puesto a recordar, llegan hasta el disco duro de mi cerebro los rincones más recónditos de nuestra juventud, los detalles más nimios, las melodías tan cursis que bailábamos, las conversaciones intrascendentes, los sobresalientes del bachillerato y hasta la noticia de aquel examen de dibujo en el Instituto: suspendieron a Pedro, el pintor, que me pasó la tarea por debajo del pupitre, y me aprobaron a mí, que no sabía dibujar. Por eso digo que siempre he sido un hombre de suerte, pero creo que se me está acabando; lo percibo, Liane, como puede que te haya abandonado también a ti, mi amor, y ya no estés en este mundo. He escrito tanto de mi infancia y de mi juventud, porque no hago otra cosa que escribir muy deprisa, que debo terminar esta carta. Las inglesas, cuando se despidn, ponen al final de sus misivas tantas equis como besos te quieren enviar. Lo sé por Laura, que me escribía desde Inglaterra. Sus cartas están guardadas junto a las tuyas, en la caja de zapatos. No las leo desde entonces. Ella me enviaba muchos besos, tantos como yo a ti ahora, Liane, estés viva o estés muerta. La memoria es la inteligencia de los torpes. No me queda sino la memoria, pero, mira, ha salido un cuento, que tú leerás, Liane… si estás viva, que ojalá sí.

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