EL AVIÓN DE AMERICAN AIRLINES levantó el vuelo, tras rodar unos minutos interminables por la pista de despegue de Barajas, a las doce menos diecinueve de un martes de finales de agosto del año 2005. El cielo de Madrid era un cromo. Por el Este aparecían nubes tormentosas, pero la piloto estaba decidida a poner rumbo al sol y aprovechó un claro del firmamento para meterse en él. Zoreyma González, sentada en el asiento 5 J de la primera clase, fijó sus interminables ojos negros en el “Rolex” que lucía en la muñeca de su brazo derecho. Para ella los aviones son una enorme cama; nada más. Lo único que realmente le interesa es llegar a su destino y su destino de hoy es casi divino; la ciudad de Miami. El vuelo fue fantástico, tanto que no se enteró de que pasaron nueve horas y cinco minutos desde que reclinó su cabeza en el espaldar del cómo sillón de cuero. Cuando el morro de la aeronave tocó levemente el finger número 27 del terminal internacional, sonaba por los altavoces de a bordo una vieja canción de Agustín Lara. Zoreyma se preguntó mentalmente “¿no hay marcha en esta ciudad?”. Pensó si las canciones de Agustín Lara podrían bailarse. No imaginaba en ese momento que cinco días más tarde, en una habitación del hotel “Delano” de Miami Beach, ella iba a danzar al ritmo de una de esas dulces melodías.
El autor de esta historia no conoció a Zoreyma en el avión, sino el día anterior, en el casino de Madrid. El escritor es especialista en novelas que él llama interactivas, en las que, adrede, la ficción y la realidad se hacen un lío. Se trata de un estilo nuevo; no es el de Faulkner, ni el de García Márquez. El escritor medita, en el propio avión que le conduce a Miami y sin saber tampoco lo que le depara el destino: “los críticos se pasan los años comparando; quieren saber quién es mejor que el otro; nadie es mejor que nadie, sino que todo es cuestión de suerte y de imaginación; pero sobre todo de suerte”.
El escritor y Zoreyma se sonrieron en el pasillo de la primera clase; qué casualidad, ayer se cruzaron un par de miradas ante la ruleta y hoy coinciden en un vuelo de American rumbo a La Florida. “¿Quién es ella?”, piensa él, midiendo con una mirada sus bellas piernas morenas que supuestamente terminan dentro de una minifalda vaquera. No sabe que la joven, de 31 años, necesita sentirse querida: su padre murió a los 17 años, atropellado por un coche en La Habana; su madre se hallaba entonces en cinta de Zoreyma. Los hombres acostumbrados a idealizar a las mujeres con historias, sobre todo los hombres con cierta capacidad para componer relatos. El escritor pensó si una corta vida oculta tras aquel bello rostro moreno sería capaz de generar material para una novela; se adelantó en sus pensamientos la magia de Miami, con sus canales, sus cocodrilos, su vida de lujo y pasiones y la extraña manía que le ha entrado a la gente de vivir echada en divanes. Porque ahora el género humano toma las copas postrado en blancos sillones y el retozo horizontal se hace dueño de la vida cotidiana.
Ya hemos dicho que el Boeing 767 de compañía americana se posó en una de las pistas del aeropuerto de Miami, el tercero de los Estados Unidos en número de pasajeros, tras Nueva York y Chicago. El comandante era una mujer: el escritor se cruzó con las cuatro barras de sus galones cuando abrió la puerta del baño; ella salía del pequeño recinto. Pensó inevitablemente: “esta aviadora tiene un polvo”. Zoreyma, que había entretenido a su desconocido compañero de asiento con un monólogo inconsciente y divertido sobre Fidel Castro (siempre hablaba mientras dormía), vio la mirada lasciva del escritor sobre la piloto, y sonrió. Los dos salieron juntos del avión, los dos se sometieron al mismo tiempo a las descaradas preguntas del funcionario de Inmigración y ambos se dirigieron, cada uno en un taxi, al mismo hotel. Coincidieron en la recepción del “Delano”, situado junto a la playa, dicen que propiedad de la cantante Madonna y decorado por Phillippe Starck, y ella le extendió la mano, decidida ya a alimentar con un saludo las casualidades: “Soy Zoreyma”, indicó con descaro. El atribulado escritor estrechó los dedos delgados y largos de la joven y sólo acertó a decir: “Y yo un hombre muy afortunado”.
Él sabía que si era capaz de componer el primer capítulo de cualquier trama que le llegara a la mente, la obra estaría en las librerías al cabo de dos meses. Pero había ido a Miami para aparcar su rutina, a gastarse el dinero de sus rentas y a evitar cualquier amor y cualquier desamor, que ambos extremos del querer producen daños irreparables en el ánimo de los seres humanos sensibles. No había viajado para escribir una novela parecida a las que había publicado antes, con éxito. Sólo entraban en sus planes descansar y olvidarse de lo mal que iba el mundo.
La china que les asignó las habitaciones tampoco podía haberlo hecho con más exactitud: a él le dio la 608 y a ella la 612, es decir, casi juntas. El escritor, con el sexo disparatado desde la fugaz visión de la comandante, pensó: “seguro que escucharé sus gemidos, porque a ella la esperará alguien de esta ciudad”. Zoreyma llevaba una maleta de Loewe, con ruedas. No quiso que nadie la ayudara. Ella sola tomó el ascensor que la elevó hasta el sexto piso. Se tiró en la cama, nada más llegar, con la vista en el blanco techo del recinto: “yo quiero una alcoba como esta en mi nueva casa”, dijo en voz alta, deteniendo la mirada en los recortes de colores suaves que Starck había trazado, bordeando el cabecero, los muebles y las barras de las persianas, todo de una simetría perfecta, incluso el brillante piso blanco de la estancia.
La joven Zoreyma se fijó también en una apetitosa botella de diseño, fabricada en Noruega, marca Boss, situada sobre la cómoda, igualmente blanca; la botella estaba metida hasta la mitad en un cubilete de hielo. Se levantó de un salto y se sirvió un vaso de agua. Su rostro se reflejó, difuminado, en el sudor del envase. Se acordó, no supo por qué, de su abuela anciana; en La Habana, quizá cargando un balde de agua con gran trabajo; o componiendo un son en el viejo piano de su casa, sitiada por la pobreza. Prendió la radio; y como este es un relato de casualidades, en la 95.7 de Miami comenzó a sonar “Farolito”, la misma canción de Agustín Lara que pusieron en los altavoces del avión, al aterrizar el 767 de American en Miami; y la misma que ella bailaría, desnuda, con un hombre al que apenas conocía en una habitación de hotel. Quizá ofrezco muy temprano los trazos del argumentales de esta ficción, pero no; ustedes no se pueden imaginar lo que ocurrió en ese viaje, en el que uno había renunciado al amor y al desamor y la otra quería echarse fuera de su peligrosa profesión para entregarse a la visión de una ciudad desconocida, al jolgorio y al conocimiento de cosas –que no de gentes– nuevas. El destino los puso a una junto al otro y el propio destino les iba a regalar una historia de amor y desamor de final incierto que justamente comenzaría ese día de finales de agosto en el hall del hotel “Delano” de Miami Beach. Imaginen ustedes lo demás, porque esta es una historia inacabada.