Con puntualidad suiza, en primavera y otoño desde hacía veinte años, iba a hacerse los controles prescritos.
Primero, le pinchaban y cuatro días después se entrevistaba con el médico para conocer los resultados. Nada hacía presagiar que los resultados fueran a ser distintos a los de los veinte anteriores.
Entró como siempre despreocupado. El médico le esperaba detrás de su mesa con el ordenador encendido con los resultados de la analítica. No advirtió cambio alguno en su cara. Sin embargo, cuando empezó a hablar su mundo se desmoronó.
El médico a duras penas entendía qué podía haber ocurrido en solo seis meses. No había sintomatología alguna, pero el resultado estaba ahí. No se podía negar.
Tras oír los durísimos augurios de futuro, y, a pesar de la insistencia del médico en avisar a su familia, salió de allí solo.
Quería vagar por las calles de Madrid. No se dirigía a ninguna parte, quería pasear y rumiar lo que había oído. Cuando recuperase el orden y la calma se lo comunicaría a su mujer y a sus dos hijos.
Los sentimientos y las imágenes de su vida se agolparon de pronto en su cerebro. Recordó a sus padres fallecidos. Recapituló y rememoró el trato que les había dado desde su juventud. Impidió que su madre le acompañase al altar el día de su boda. Ni siquiera la invitó.
Su padre había sentido verdadera adoración por él, pero tampoco le correspondió. Ni siquiera le habló en los últimos veinte años de su vida. Se negó a verle. Ni muerto, le rindió respeto filial. No acudió a sus exequias, pero sí lo hizo a la notaría para recibir la parte de su herencia.
Había sido el más deseado de los seis hijos nacidos. Tras cuatro hermanas, por fin llegaba el varón. Después de su nacimiento aún llegaría otra niña. Él era el único. El deseado. El hombrecito que esperaron con anhelo e ilusión.
Mimado y cuidado entre algodones. Malcriado. Contemplado y consentido hasta el extremo. Lo encumbraron sin motivo. Desde lo alto, sus soflamas anulaban las palabras de sus cinco hermanas.
¿Qué había sucedido entonces? Estaba viciado. Resabiado. Encaramado en su pedestal, miraba con desprecio a los que le rodeaban. Se había hecho grosero y descortés. Envilecido, seguía reclamando atención, fervor y devoción. Exigía ser idolatrado.
Cuando nació su primer hijo despreció todo el entorno que le había privilegiado. Prescindió de su padre. Le arrinconó primero para después abandonarle y apartarle de su vida. Repitió la experiencia que había tenido con su madre. También, por supuesto, con sus cinco hermanas, a las que no necesitaba.
Ahora, llegaba el momento de rendir cuentas antes de dejar este mundo. ¿Se avergonzaba de algo de su vida? Sus respuestas eran más simples que su propia vida. No. ¿Por qué iba a hacerlo? Su proceder siempre había seguido los mismos patrones. Él era la única estrella de su limitado y constreñido mundo.
Ni siquiera viendo la muerte de frente sentía el más mínimo arrepentimiento. ¿Remordimiento? Ya no están, pero si vivieran no había razones para volver a ver a sus padres. Menos aún a sus hermanas… De pronto, un taxi dio un repentino frenazo, y le pitó. Absorto en sus pensamientos, había estado a punto de meterse debajo de las ruedas del coche. Tras el susto, en vez de disculparse, le increpó. Le insultó por desconsiderado y descortés.
Enojado con el mundo, continuó su camino. Deambulaba sin sentido. Sus hijos tendrían que vivir sin él. Un padre ejemplar. ¿Por qué tenía que morir él habiendo tantos seres miserables y despreciables cuya vida nada valía…? Entonces, pensó en volver a su casa.
Mientras balbuceaba maldiciones varias, el bullicio se había apoderado de las calles de Madrid en un precioso día de primavera. Un brillante cielo azul y una temperatura cálida animaba a los renuevos de los árboles a brotar con ímpetu. La felicidad asomaba abiertamente en las caras de niños y mayores. Pero, nada de esto le afectaba. Se sentía amargado y resentido.
Continuó merodeando por las calles sin rumbo. Las horas pasaban. Sintió el murmullo del móvil, pero no lo cogió. Ni siquiera le preocupó quién podía llamarle.
Recorrió avenidas que nunca había visto. Se cruzaba con gente desconocida. Ya había atardecido y decidió volver a casa.
A dos manzanas de su casa se dispuso a cruzar una calle más. Como en otras muchas ocasiones a lo largo del día, ni siquiera miró la dirección de los coches ni el color del semáforo. Cuando había dado tres zancadas, un coche frenó causando un gran estruendo con el choque. Salió volando y cayó aplastándose contra el suelo.
La gente que esperaba a que el semáforo cambiara, se abalanzó a socorrerle. Aparentemente no respondía a estímulo alguno y tenía heridas de consideración. El conductor, un chico joven bajó aterrorizado del coche con las manos en la cabeza. El peatón se le había echado encima. Todos lo habían visto. El pobre chico no entendía qué había ocurrido. Quería ver qué había pasado. La gente intentaba calmarle, pero él quería ver qué le pasaba al hombre al que había atropellado.
Cuando finalmente la gente se lo permitió vio horrorizado la cara ensangrentada de su padre muerto.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales