A LA HORA que mataron al fiscal Danilo Anderson, hecho ocurrido en el centro de Caracas, el agente Isidro Manuel Kamaritán, hijo de armenio, leía una revista de armamento en una comisaría que la Disip, la Policía política, tiene en Chacao. Él mismo escuchó la explosión, inhabitual en el país, porque el último bombazo terrorista se lo habían dedicado sus opositores a Rómulo Betancourt hacía cincuenta años. Sólo pudieron quemarle las manos, para que el viejo adeco no las metiera en el Tesoro Nacional. La muerte de Danilo ocurrió el jueves 18 de noviembre de 2004, a las siete y dos minutos de la tarde. El fiscal había asistido a unas clases de criminología en la Universidad y había dejado a sus escoltas en una parada de guaguas, siete minutos antes. Nadie sabe por qué se había desprendido de sus guardaespaldas cuando llevaba en su cartera de acusador legal los sumarios judiciales de quienes conspiraron contra el presidente Hugo Rafael Chávez Frías, ya fueran los cuatrocientos y pico firmantes del “decreto Carmona”, que disolvía los poderes del Estado y cesaba a sus representantes, ya los generales que se alzaron contra Chávez en la caraqueña plaza de Altamira. El todoterreno del funcionario de justicia voló limpiamente por los aires. Únicamente Danilo resultó elegido por la muerte; ni un transeúnte, ni un ocupante de los dos edificios entre los que explotó el vehículo del fiscal fue herido, ni siquiera levemente. Isidro Manuel Kamaritán se enfundó el chaleco antibalas, agarró dos pistolas y una caja de munición y se dirigió a su coche. Puso el chirimbolo de resplandor azul en el techo del Mazda, sin otros distintivos policiales que la citada fosforescencia, y enfiló a toda velocidad la avenida de Chacao, con dirección al lugar de donde procedía el ruido. Llegó antes que nadie y vio a varias personas correr, unas en dirección al vehículo afectado y otras, presas del pánico, justamente en sentido contrario. Isidro Manuel Kamaritán era el inspector-jefe de guardia en la comisaría de Chacao. Incorporó al fiscal moribundo, en cuyo rostro notó un rictus de respuesta a unos guantes de látex, los del propio Kamaritán, que apartaban la sangre de sus ojos. Luego murió y la autopsia determinó que sufrió poco o nada. El fiscal Anderson, de 38 años, nación en La Vega, un barrio pobre de Caracas, y había sido guardia nacional. Después estudió Derecho, con mucho esfuerzo, y opositó a un puesto en el Ministerio Público. Nadie sabe por qué, el Poder Judicial le asignaba todos los casos de conspiración contra el presidente Chávez. No estaba casado, ni se le conocían amores, dejaba padre, una hermana y otro hermano. Hacía meses que un grupo de once viejas le había increpado, e incluso derribado, en el centro comercial Sambil, de Chacao. Sus guardaespaldas detuvieron a las viejas y a un padre y a un hijo que reforzaron por instantes aquel ejército provecto, que sólo logró arañar la cara de Anderson. El fiscal Danilo había declarado en Unión Radio que a los cuatrocientos y pico firmantes del “decreto Carmona” les esperaban entre doce y veinticuatro años de prisión por rebelión civil. Fue sin duda la suya una manifestación pública impropia de un instructor, que además deja a sus escoltas en las paradas de guaguas antes de retirarse a dormir. Al fiscal Anderson le gustaba llevar ropa cara y su Toyota todoterreno, nuevo, costaba cuando murió, a precio de mercado, unos 50.000 dólares; un lujo reñido con sus ingresos. El inspector-jefe Kamaritán pensaba en todo esto, y en muchas cosas más, cuando vio correr a aquel hombre con pinta de colombiano, o quizá era cubano, negro como un tizón, por la calle lateral del edificio en el que la deflagración había empotrado el vehículo de Danilo. Logró distinguir su rostro, parcialmente. Salió tras él, le dio el alto en nombre de la ley, pero el hombre no se detuvo; Kamaritán se paró en seco, apunto cuidadosamente al hombro derecho del que huía y apretó el gatillo de su revólver calibre 48. El único disparo que tuvo tiempo de hacer antes de que el presunto delincuente desapareciera en la oscuridad impactó en la espalda del balandro, que pareció sufrir un impulso eléctrico tras recibirlo: llevaba puesto un chaleco antibalas. Isidro Manuel Kamaritán no recibió el encargo de iniciar la investigación, a pesar de haber llegado el primero, sino que le asignaron el caso a otro inspector de la Brigada Judicial de Caracas. Pero en Venezuela todo el mundo averigua lo que quiere; y más si es policía. Kamaritán, tras varios días de manejar cientos de datos, concluyó que a Danilo Anderson lo habían mandado a matar entre todos, incluidos partidarios de Chávez, algunos de los cuatrocientos y pico firmantes del “decreto Carmona·, ciertos generales de Altamira y media docena de banqueros implicados en el golpe contra el presidente. Que la escolta del fiscal había sido advertida de la hora exacta del atentado y por eso pidieron sus dos miembros a Anderson que los dejara en una parada de guaguas próxima al domicilio del muerto. Que fueron sicarios colombianos –o quizá agentes cubanos del G-2– quienes prepararon el acto final. Que la trama creada dos días después para detener a los conspiradores era falsa y que un alto mando policial mandó matar a un joven abogado llamado Antonio López, deceso ocurrido en el transcurso de una plomazón iniciada y concluida en la plaza de Venezuela de la ciudad de Caracas, el 20 de noviembre de 2004. Lo mandó matar, no porque se pareciera a un general que perseguía la Policía, como sostuvo la versión oficiosa de los hechos manejada por los medios de comunicación, sino porque a un muerto se le culpa de todo sin que exista la más mínima posibilidad de que alegue algo a su favor. El abogado se defendió arrecho, atropelló con su Honda a un policía, mató a otro y dejó grave a un tercero. Kamaritán supo, un día después de ocurrido el incidente, que la munición que acabó con la vida del agente no procedía de la pistola del abogado, sino del arma de otro policía muy nervioso que participó en la refriega. Y que el atacado aceleró su coche porque dos vehículos sin distintivos policiales salieron a su pasó y él creyó que iban a secuestrarle. Kamaritán no se explica, sin embargo, cómo el letrado muerto llevaba consigo dos pistolas, una de ellas con silenciador. No le libraba de la sospecha ni siquiera su pertenencia a un club de tiro, pues, al menos que se sepa, en esos lugares no se colocan silenciadores a las pistolas. Todo lo contrario. Tampoco resulta coherente que el occiso guardara en su casa un arsenal, incluidos un lanzacohetes y dos kilos y medio del mismo tipo de explosivo C-3 que mató a Danilo. ¿Lo preparó la policía para que su presunta connivencia con los asesinos pudiera ser más que convincente ante la opinión pública? ¿”Plantaron” aquellas armas en el piso del fallecido? Isidoro Manuel Kamaritán no cejó en su empeño de conocer todos los detalles. Se extrañó de que los datos fisonómicos que él había aportado al dibujante de la Policía Judicial, relativos al rostro del balandro que persiguió por la calle cercana al lugar del atentado, no aparecieran en el retrato robot publicado por la prensa; alguien prefirió crear la imagen de otro negro de cara opuesta a la verdadera. El segundo sospechoso se presentaba como un firringallo de tez impersonal: lo mismo podía tratarse de un buhonero del bulevar de Sabana Grande que de un inocente vendedor de cerveza Polar. Es decir, eran personas con rostros equivocados. Kamaritán protestó al dibujante y éste le contestó: “no te metas en esto, Isidro Manuel; gorras más grandes que la tuya me han dado la orden”. Y desapareció para siempre. Unas horas más tarde de esta conversación, el policía de origen armenio descubrió que se habían investigado las centrales de los repetidores de móviles de las zonas limítrofes a las del atentado, pero no específicamente las propias de dicho sector. Luego por este método nunca averiguarían desde qué terminal, si es que lo hicieron a través de un celular, se activó el detonador que mató a Danilo Anderson. Alguien, pues, intentaba que los investigadores no obtuvieran evidencias certeras para descubrir a los verdaderos autores y sí desviar la atención de los sabuesos y del público en general hacia otros hechos que nada tenían que ver con el caso, como la detención de la familia de policías Guevara, afín a los opositores al régimen de Chávez. Se hacían, por parte de las autoridades, verdaderos esfuerzos por meter en la trama a los hermanos Guevara y a otro ex inspector de la Disip llamado Iván Simonovis, unido por lazos de amistad y de afinidad política al ex alcalde mayor, prófugo, de Caracas, Alfredo Peña. Simonovis fue detenido por policías judiciales en el aeropuerto de La Chinita, de Maracaibo, el lunes 22 de noviembre de 2004. Los gendarmes actuantes no disponían de orden judicial. El sospechoso llevaba en el bolsillo de su guayabera un billete sin retorno con destino a Atlanta, Estado norteamericano de Georgia. La noche de ese mismo día, un dibujante de la Policía llamado Jorge Manchón apareció muerto en Catia la Mar, un barrio cercano al aeropuerto de Maiquetía. Él había trazado los rasgos changos de los delincuentes más buscados por media Caracas, la media Caracas chavista. Kamaritán se dio cuenta de que su vida también corría peligro cuando un diario de la capital, “Tal Cual”, publicó que Danilo Anderson no murió en el acto, sino en los brazos de Isidro Manuel, y que éste recibió ciertas confidencias del fiscal, antes de decidir marcharse al otro mundo. Los periodistas persiguieron al agente y éste creyó, una mañana, que venían a por él. Sacó su Mágnum del 48 y a punto estuvo de herir a un inocente reportero que le imploraba una declaración. Le salvó su experiencia y sangre fría. “¡El muerto no me dijo una puñetera mierda, hijo de puta”! gritó Kamaritán al atribulado periodista, que echó a correr como un loco hacia ninguna parte, convencido de que se acababa de librar de una muerte cierta, Kamaritán no tuvo la menor duda de que querían liquidarle cuando se dio cuenta de que allanaron su casa durante un día de playa, sin que echara en falta objeto alguno, ni la desordenaran lo más mínimo. Lo supo porque ponía trampas por todas partes, papelitos en las puertas e hilos invisibles entre los muebles del apartamento, que inevitablemente tenían que romper los invasores cuando penetraran en el piso. Todas sus trampas detectaron la presencia de extraños, pero ni una sola huella dejaron los intrusos. Isidro Manuel es consciente de que en Venezuela actúan más de dos centenares de agentes del G-2 cubano, el temible Servicio Secreto de Fidel, y que lo hacen en el entorno del presidente Chávez. Sabe el policía de la Disip que en la rampa 10 del aeropuerto de Maiquetía desembarcan cada día, sin mostrar sus pasaportes, centenares de cubanos; algunos empleados de Inmigración estiman que se trata de médicos para el plan “Bario adentro”, otros dicen que los galenos no son tales, sino enfermeros con formación básica; diversos testigos mantienen finalmente que se trata de agentes de seguridad al servicio de Fidel. Conoce el policía que la guardia pretoriana de Chávez es cubana, ofrecida por Castro, y que manejan sus miembros armas chechas y rusas. No pierden detalle de lo que ocurre en Miraflores y en La Casona, esta última residencia habitación del presidente, y han construido una red invisible de información cuyos resultados no se sabe si llegan a Chávez, pero sí a Cuba. El agente concluye que su país está en manos de Fidel y que los cuerpos de seguridad venezolanos han sido minimizados y apartados de casi todo. Y duda, en este momento de su investigación, si los que volaron al fiscal Anderson eran colombianos a sueldo, como sostiene la versión oficial, o sicarios cubanos, como desmiente con vehemencia el oficialismo. Llegado a este punto, Kamaritán le pareció más o menos normal que unos supuestos asesinos a sueldo merodearan por su garaje una madrugada, con un maletín en la mano. No contaban con que el agente había tomado sus precauciones y un compañero suyo que custodiaba su vehículo los recibió a tiro limpio; se dieron a la fuga. ¿Qué llevaban aquellos sujetos en el maletín, otra bomba lapa? Kamaritán pidió la baja temporal en la Disip, porque el caso le atormentaba y le habían entrado unas ganas inmensas de descubrir la verdad. Sin darse cuenta de que la verdad jamás sale a la luz, porque suele llevar adheridas demasiadas contradicciones y casualidades. Nadie sabe con certeza quién mató a Kennedy porque al presunto autor material, Lee Harvey Oswald, lo abatió Jack Ruby en medio de una legión de policías que le custodiaban; y porque los que estaban detrás de Ruby eran honorables ejecutivos de Wall Street y honrados empresarios norteamericanos. Nadie sabe nunca nada sobre los asesinatos políticos, de larga y complicada trama. Nunca se supo quién mató al fiscal Anderson, pero el policía Kamaritán jamás se reincorporó a su antiguo puesto en la Disip, ni nadie lo echó de menos, ni tampoco lo condecoraron por sus investigaciones oficiosas para descubrir la verdad imposible. Sus colegas de la DEA americana, la agencia antidroga para la que alguna vez trabajó, le señalaban reiteradamente la trama cubana, pero no aportaron prueba alguna de los hechos. Le informaron de que Anderson sabía muchas cosas de personas próximas al teniente coronel Hugo Chávez Frías; le aseguraron que el vicepresidente Rancel había insinuado al occiso que no implicara a la Banca en el golpe de Estado urdido por el depuesto Carmona Méndez. Que Danilo se había negado y que por eso lo mandaron a matar. Para cubrirlo de conveniencia, metieron el cadáver en una urna y lo pasearon de brazo en brazo y de barrio en barrio por la Caracas chavista. Varios sospechosos, siendo como eran inocentes, fueron detenidos. Kamaritán renegó de la Policía y de la Justicia y hoy vive en España, trabajando como jefe de seguridad en unos grandes almacenes.
(Al fiscal Danilo Anderson lo mataron en Caracas en la fecha que se indica. Nadie ha podido descifrar la trama exacta del asesinato, aunque fueron apresados varios sospechosos, que a la hora de escribir esta historia no han sido juzgados. El relato mezcla datos verdaderos con otros novelescos. Mi obligación es decir que cualquier parecido de estos hechos y personajes con la realidad es mera coincidencia)