martes, octubre 8, 2024
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Un brindis por la vida

Nunca me había faltado nada, ni había presagios de que nada me pudiera faltar. Mi nombre, Minerva, pronosticaba mi carácter luchador y guerrero. Nacida en el seno de una familia de empresarios triunfadores, me separé de la tradición familiar al querer ser enfermera. Y cumplí mi sueño.

Borja, mi novio desde los dieciséis años, estudió ADE. Acabada la carrera, nos fuimos a vivir juntos, y tres años después decidimos casarnos. Solo una balsa de agua en la carretera truncaría nuestros planes dos meses antes de la boda. El accidente, trágico y evitable si la carretera se hubiera arreglado a tiempo, se llevó injustamente a Borja y me dejó sumida en un mar de desolación.

Los meses siguientes fueron terribles. Todo carecía de sentido. Ana, mi mejor amiga, intentaba de mil maneras sacarme del cenagal en el que vivía. Un día, a la salida del hospital en el que trabajábamos, logró cortar mi llanto con una inesperada propuesta. —Vente seis semanas con una ONG a África. —No pierdes nada. La luz de África quizá te permita ver con más claridad. Sin saber cómo, accedí.

Permisos, vacunas y un ingente papeleo precedieron a nuestra subida al avión.

Allí nos esperaban temperaturas altísimas, sequías, inestabilidad política y guerras, además de carreteras infames, infraestructuras inexistentes, pobreza extrema y un sinfín de insectos.

Viajábamos en dos furgonetas medicalizadas por aldeas remotas. Nuestro objetivo era asistir a mujeres unidas a sus hijos hambrientos, que a menudo padecían múltiples deficiencias físicas y psíquicas.

Cada mujer que tratábamos era un ejemplo. Qué diferentes éramos. Sus vidas estaban marcadas por la discriminación y la desigualdad. La violencia, los conciertos matrimoniales y su exclusión laboral. La falta de agua y medidas básicas de saneamiento provocaban diarreas y aceleraban la propagación de otras muchas enfermedades.

En las aldeas, el suministro de agua era tarea de niñas y mujeres. Una tarea impagable, pero vital para sus familias. Horas de una durísima travesía hasta el pozo más cercano con enormes artesas sobre la cabeza. Una extenuante rutina soportada por mujeres inmensas, grandiosas. Ejemplares.

Cumplida la mitad de nuestra misión, pasamos la noche en un hotel. Después de lo vivido, parecía un verdadero oasis en medio del desierto. Volvimos a experimentar sensaciones habituales. Teníamos agua, luz y elegíamos comida. Sin embargo, no era lo que queríamos, parecía que algo hubiera cambiado.

Al día siguiente, volvimos a la aldea. Esas mujeres nos habían contagiado su pasión por la vida, su denodada lucha proporcionándonos emociones nunca sentidas. Nos transmitieron el agradecimiento inconmensurable de aquellos que atendimos, cuidamos y curamos de sus enfermedades.

Mi amiga Ana me salvó la vida. Me sacó de un pozo seco. Sin agua, agostado.

Volví a mi casa renovada. Me preparé un baño rebosante de agua. La tan extrañada agua durante semanas. Necesitaba remojar mi piel reseca y quemada por un sol abrasador. Sumergirme. Empaparme e impregnarme del líquido elemento. Regar cada una de mis venas. Inundar cada poro de mi piel.

Somos agua y el agua nos depura. Nos limpia, nos refresca e hidrata. Humedece nuestros ojos tras haber llorado y nos aporta energía.

Volví a ser consciente de nuestros privilegios y de la injusticia vista y sentida. El destino nos podría haber colocado en su lugar siendo las víctimas de tanta iniquidad y sinrazón. Una inmoralidad que, ahora, me disponía a combatir.

Salí al encuentro de Ana.

En el bar pedimos un vaso de agua y brindamos por ellas:

—Por lo mucho que nos han enseñado, dijo Ana.

—Por lo que nos han dado, añadí yo.

—Por ellas, que no tienen la posibilidad de brindar por la vida con un simple vaso de agua.

—Por esas mujeres que cargarán agua con sudor para traer la vida a los suyos.

—Por ellas.

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

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