martes, octubre 8, 2024
InicioLITERATURALos Luises de La Cuesta (II)

Los Luises de La Cuesta (II)

Por el contrario, D. Luis «el médico» era bajito, algo rechoncho, con un perfilado bigotito, y con la cara, siempre abotargada por el exceso de alcohol acumulado en vena. Pelo liso, negro y engominado. Vestía de manera impecable: camisa blanca, cuello almidonado cuyas puntas sujetaban unas pincitas de oro que cruzaban bajo el  diminuto nudo desde donde arrancaba en arco su fina corbata de seda hasta quedar asida por un pasador también de oro a juego con unos gemelos del mismo metal que sujetaban unos puños igualmente almidonados y que se dejaban ver a propósito por las boca-mangas de la bien cortada  americana. Calzaba zapatos con tacón cubano, de suela fina y de charol sobre los que rebotaba con crueldad la cruda luz del sol a mediodía y la benevolente de los neones multicolor a medianoche. Fumaba Lucky Strike sin filtro que teñían de un amarillo nicotina las yemas de sus frágiles dedos de cirujano y sólo bebía güisqui escocés con muy poco hielo que encendían de bermellón sus fláccidas y mejillas de bebedor empedernido. De todos era bien sabido que cuanto más bebido estaba, tanto mejor ejercía su profesión.

Lo cierto es que ambos, -a pesar de vivir tan próximos, de llamarse del mismo modo y de tratar de asistir a todos los moribundos, el uno en lo espiritual y el otro en lo corporal-, no se tenían ninguna simpatía entre sí.

Desde nuestro oscuro nacimiento, todos los miembros que formaron parte de mi generación estuvimos siempre directamente asistidos en cuerpo y alma por “Los Luises”. Traídos en su mayoría a este mundo por D. Luis «el médico» y en general bautizados al poco por D. Luis «el cura», curados de enfermedades por el primero y ya con uso de razón y una cierta penitencia impuesta, perdonados nuestros pecados por el segundo, fuimos creciendo totalmente acostumbrados a su más que sólida presencia. De modo que por una razón u otra, “Los Luises” con sus virtudes y defectos, estuvieron irremisiblemente vinculados de por vida a nuestro común destino de posguerra que no era otro que el de tratar de sobrevivir bajo el enorme peso de una feroz dictadura de la que tardaríamos más de cuarenta años en sacudirnos de encima.

Luis «el médico» pasaba consulta en su propio domicilio situado en una discreta y tranquila calle sin asfaltar de La Cuesta. Su nombre y su condición profesional de Médico rezaban sobre una placa metálica en la fachada de una modesta casita terrera junto a la única puerta de entrada. Franqueando el umbral se daba acceso a un zaguán provisto de media docena de sillas que hacía las veces de Sala de Espera. Abierta sobre la misma pared de la derecha, según se entraba, una puerta interior comunicaba con su espacioso despacho. Al fondo, otra nueva puerta, por lo general siempre cerrada, conducía al resto de la vivienda propiamente dicha. Con frecuencia, la salita de espera se encontraba por lo general repleta por lo que el resto de enfermos que también esperaban hacían cola en el exterior, generalmente en animada tertulia.

Al comienzo de la Carretera Vieja y en una esquina que daba a un siempre limpio y barrido callejón sin salida, flanqueado en uno de sus lados por los talleres de Obras Públicas, se encontraba el popular bar de Juanito. Algo más al fondo, en la misma estrecha acera, una modestísima casita baja de no más de treinta metros cuadrados de superficie y conocida también como domicilio extraoficial del médico, daba cobijo, junto a su pequeña hija, a Luisa, popularmente admitida como la querida oficial de D. Luis.  Entre ambas viviendas, la oficial y la extraoficial, no mediaba una distancia mucho mayor de ciento cincuenta metros.

La pura casualidad quiso que en un entorno social como aquel coincidieran “Los Luises” y que sólo a uno de los dos se le sumara una tercera persona llamada también Luisa.

Luisa no presentaba en especial ningún atractivo físico que la distinguiera del resto de mujeres del lugar si exceptuamos un prominente trasero al gusto de la época y acentuado a propósito por una estrecha falda de tubo de la que jamás se desprendía. En el argot de la Cuesta se decía que tenía el culo requintado. Sin embargo, vista de frente, su característica física más llamativa la componía su voz. Sus cuerdas vocales, afectadas seguramente por largas noches de insomnio, tabaco y alcohol consumidos durante años como cabaretera le habían proporcionado una dura e incurable ronquera que arrastraría hasta el fin de sus días. Por el contrario, su catadura moral, a juicio de sus vecinos, era impecable: generosa, caritativa, etc. Al parecer, en un momento dado de su aperreada vida, don Luis «el médico» la había retirado a tiempo de su antigua profesión hasta convertirla para siempre en su exclusiva concubina. Nunca nadie supo si la niña que vivía bajo aquel mismo techo y sujeta a la tutela de ambos era también hija biológica del médico.

Aquellas duras condiciones de vida acentuaba entre la población el sentido útil de  una muy exigente tolerancia y ganarse la vida honestamente no dependía exclusivamente de la cantidad o calidad de sudor exhalado de tu frente sino que significaba, -en muchas ocasiones y para sacar algún provecho del riesgo-, colocarse muy cerca del margen que establecía la ley de los hombres si bien tratando en todo momento evitar los llamados y muy castigados graves delitos de sangre.

zoilolobo@gmail.com

Licenciado en Historia del Arte y Bellas Artes

Artículo anterior
Artículo siguiente
RELATED ARTICLES

El destino

Aspecto aniñado

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

- Advertisment -spot_img

ÚLTIMAS PUBLICACIONES