Desde que abatiera a tiros a aquel hermoso elefante en Botswana, las tribulaciones del rey emérito no han pasado desapercibidas para nadie. Ni siquiera para todos aquellos que en España creyeron que su milagrosa intervención, para evitar un nuevo golpe de estado por parte de un minúsculo sector de la clase militar, resultaría definitiva para la tan esperada consolidación de la democracia en este país. Y en un sentido, podría afirmarse que Juan Carlos ha vivido hasta hoy de la renta moral que le ha venido proporcionando aquella supuesta firme decisión suya del 23 de febrero de 1981, con la que consiguiera abortar la siniestra asonada militar en el Congreso. Como si su postura entonces le hubiera redimido de las múltiples irregularidades en las que se ha visto últimamente envuelto.
Debe sentirse profundamente arrepentido de haber abandonado España a juzgar por su inconsolable deseo de querer regresar, -en estas fechas tan señaladas de finales del año 2021-, al que fuera su reino indiscutible en un momento en el que su hijo y monarca Felipe VI debe ceñirse la noche del 24 de diciembre a un texto tan significativo para las conciencias de todos los españoles para quienes su alocución va dirigida. Aún así, el rey emérito no sólo insiste en regresar, sino que, además, -y en eso consiste su desfachatez-, exige residir en Zarzuela a expensas de un peculio particular a cargo de Casa Real.
No me atrevo a juzgar si la ausencia del emérito Juan Carlos se debió a una invitación de su propio hijo a que abandonara España o, por el contrario, a un destierro voluntario por su parte. En cualquier caso, no concibo el derecho a tanta exigencia en recuperar su hacienda, toda vez que, en ese periodo de tiempo, entre unas cosas y otras, haya podido amasar una pequeña fortuna lo suficientemente generosa como para vivir de rentas para el resto de sus días en el que fuera su propio reino.
Respecto a su tan discutida inmunidad dentro y fuera de España, existen varias y muy distintas lecturas del derecho internacional en relación a lo que exige, -como monarca que en su día fue-, el hoy emérito Juan Carlos. Sin embargo, y a criterio de algunos expertos, la despechada Corinna no puede tampoco exigir a los tribunales ingleses que el que fuera en su día su amante, se sienta obligado, con respecto a ella, a guardar una distancia de seguridad de ciento cincuenta metros porque, para los efectos, a la falsa princesa no le corresponde el privilegio de ese derecho al no ser ciudadana inglesa de hecho.
Desde mi discutido punto de vista sobre el particular, personalmente le rogaría a los tribunales ingleses que, en caso de prosperar la petición de la despechada desde el punto de vista jurídico, la distancia de seguridad entre la supuesta víctima y el rey emérito no debería exceder de unos veinticinco centímetros aproximadamente, porque a partir de esa exigua distancia, don Juan Carlos ya no resultaría nada peligroso para la integridad moral de la señorita Corinna.
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Licenciado en Historia del Arte y Bellas Artes