Mi madrina siempre me saludaba con tres expresiones: —Hola guapa. Pero ¡qué pelo!, ¡qué tipo! y ¡qué altura tienes! No puedes pedirle nada más a la vida, terminaba diciendo.
Esas tres expresiones fueron suficientes para marcar mi personalidad. Las creí a pies juntillas. Era consciente de que la naturaleza había derrochado una generosidad sin límite sobre mi cuerpo.
Me casé a los veintitrés. Cuando mi marido me propuso tener un hijo le dije abiertamente y sin complejos: —Búscate a otra. No voy a destrozar mi cuerpo por un hijo. Si quieres, lo adoptamos, o pagamos a una madre de alquiler. Pero, no con mi cuerpo. Conmigo no cuentes.
En muy poco tiempo nos separamos.
Solo dos años después y mientras estaba frente al espejo descubrí mis primeras arrugas. Mi juventud, mi divino tesoro se desvanecía. No aceptaría ni una sombra de la juventud perdida. Estaba decidida a no perder un ápice de mi belleza.
Mi objetivo era claro: Una potente imaginación para conseguir un cuerpo para el pecado. Empecé con pequeños retoques: Me implanté unas largas y espesas pestañas que luego teñí. Y reforcé mi mata de pelo. Botox para eliminar las arrugas de los ojos, las dichosas patas de gallo y el entrecejo.
Después me decía: —Tendré que dejar de reír. Cada sonrisa marca en mí una huella difícil de borrar.
La primera operación me situó al borde del abismo, sentí un gigantesco vértigo. Perdido el miedo las operaciones se sucedieron sin solución de continuidad, iniciando un camino sin retorno.
Comencé con el aumento de pómulos en la cara. Y ¿mi nariz? No iba con el resto. Había que abordarla. Gracias al photoshop preoperatorio pude comprobar cómo iba a quedar mi imagen. Copié la nariz de una modelo a la que admiraba. Mi cara rozaba la perfección y entonces reparé en mis orejas. Se habían despegado un poco, por lo que dieron una nueva forma a mis cartílagos y modifiqué alguno de sus pliegues.
Mis amantes, hombres jóvenes, apasionados y vigorosos reclamaban una belleza explosiva y atrayente. Y entonces empecé a modificar mi cuerpo sometiéndome alegremente a diversas intervenciones. Mis zonas erógenas clamaban. Me pedían un aumento de mamas, e inmediatamente después incrementé el volumen de mis glúteos y mejoré su forma. Reafirmé la zona abdominal reduciendo mi vientre. Y en los dos casos, eliminé grasas y exceso de piel.
El cuerpo estaba preparado. Ahora faltaban los adornos. La vestimenta y el arreglo personal. Y me adentré en mi armario. Pantalones cortos que hacían interminables mis piernas que remataban en altísimos tacones. Escotes voluptuosos, provocadores y sensuales, imposibles de resistir una suave brisa o un ligero movimiento. Lazos sedosos y grandes en mi cabeza que me adornaban y permitían el sublime movimiento de mi melena al viento.
El paso de los años proclamó a gritos la ley de la gravedad de la que no eran excepción muchas partes de mi cuerpo. Detestaba la flacidez de la carne. Mi cuerpo debía estar firme. Turgente como lo estuvo en mi juventud. Cuando me levanté las nalgas y el pecho fui felicísima. Podía atender como quería a los titanes que aguardaban en mi cama.
Mi vida había transcurrido entre entradas y salidas de quirófano. Cumplí cincuenta y cinco años y volví a tersar mi piel, mis tejidos y los músculos de la cara. Recuperé la consistencia, la elasticidad, el volumen y el colágeno perdido. Elevé los párpados caídos. Mi rostro reconquistaba la luz perdida y mi tono de piel conseguía un efecto rejuvenecedor. Por primera vez me adentré en el cuello.
Mi forma de vestir y comportarme inducía a pensar que tenía veinte. Los hombres admiraban mi cuerpo. Solo escondía las manos que no permitían la cirugía, cubriéndolos con guantes finísimos.
Me sentía una mujer joven. Había ganado la juventud de por vida.
La primavera entraba con fuerza. Amaneció un día soleado. Una luz clara, brillante e intensa iluminaba el gigantesco espejo de cuerpo entero que había en mi cuarto de baño. Salí de la ducha y me vi reflejada en él. Y, de pronto, cayó el telón. La pantomima había terminado. Botox, colágeno, agujas de sutura, hilos y silicona se fueron por el sumidero y decidí marcharme con ellos.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales
La belleza exterior no es más que el encanto de un instante. La apariencia del cuerpo no siempre es el reflejo del alma. George Sand