Viniendo de Ferreirola, a la altura del cementerio nuevo y mirando hacia la izquierda del camino puede verse una roca prominente que los lugareños llaman “Roca de la Mora Luna”. Es posible acceder a ella a través de un paso ya bastante perdido por el desuso y la hierba. Parados al borde del abismo se contempla una interesante vista del barranco a lo que se llama “El Caldero”, en dirección a la Vega de Orgíva, donde las nubes cobran su altura.
Sin embargo, la roca destaca mejor su volumen y magnificencia observándola desde abajo, desde el río Bermejo. Éste discurre vigoroso y alegre desde las alturas de Pitres, y luego de graciosos saltos y rápidos serpenteantes, entrega sus aguas al caudaloso río Trevélez. Se llega a este punto a través del hermosísimo sendero que une Fondales con Ferreirola. Casi debajo de la piedra, existe un pequeño puente. Desde esta posición, la piedra impresiona, ya que se inclina desde su base en un ángulo bastante pronunciado que se acentúa más en la cima, a unos diez metros de altura.
Mora Luna había nacido en un cortijo en los arrabales de Ferreirola. Cuando fue llevada para su bautismo y sus padres dijeron que por nombre llevaría el de Luna, el párroco apenas se molestó en señalar: “Tendrá un nombre cristiano … se llamará María” y así, regresaron los pobres labriegos con su niña en brazos, pero el padre le dijo a su mujer, casi en secreto y con rebelde seguridad: “pues para nosotros, se llamará Luna”.
Y así fue. Creció entre juegos y trabajos rurales, alimentada con soles, agua de fuente fresca, mieles silvestres y apetitosos cocidos alpujarreños. El aceitunado de su piel, y el azabache de sus ojos y su pelo, mostraban claramente que por ella corría purísima sangre mora. Para el pueblo, ella era Mora Luna y poco a poco, la niña se fue convirtiendo en una mujer de singular belleza. Graciosa y alegre, comenzó a disfrutar la atracción que despertaba entre los mozos no solamente de su pueblo. Cuando en el apogeo de las fiestas populares era invitada a bailar en solitario, se formaba un ruedo en torno suyo, salpicando generosamente el arte de su flamenco con cada vigoroso movimiento de sus caderas, o el mágico aletear de sus manos.- “¡Bravo Mora luna!¡qué gracia tienes niña! ”, eran las exclamaciones más frecuentes del improvisado público, de hombres y mujeres, de jóvenes y viejos.
Y un día, esa humilde, codiciada y perfumada flor, despertó una profunda atracción en Pedro, el primo de Sebastián. Pedro era el menor de los hijos de una familia de ciertos posibles del Puerto Jubilei. Sus padres poseían importantes olivares en la ribera del Guadalfeo, y un tío tenía cierta fama por los viñedos que labraba en Campuzano. Cuando el joven fue atraído por el delicado embrujo de Mora Luna, tomó por costumbre cada sábado por la tarde, venir a Ferreirola a pasar la noche en casa de su primo y regresar el domingo al atardecer. “¿habéis visto?- decía Sebastián a sus colegas, mi primo desde lejos nos viene a robar nuestra mejor flor”. Pero a pesar de su encanto, para las mujeres del lugar, no era visto como una posible integrante de sus respectivas familias, sino casi como un peligro de que llegase a calentar la cabeza de algunos de sus hijos casaderos, cuando no la de sus propios maridos.
Es que a pesar que Mora Luna era querida, se la veía diferente al resto. Era común verla cruzar la plaza, descalza, con su cántaro al hombro, y llegar a la fuente de cuatro picos y una vez lleno, todos esperaban que el sobrante del agua fresca, salpicase su blusa y destacase entonces sus formas. También era atracción cuando lavaba ropa en el lavadero público. Los hombres trataban con miradas mal disimuladas, poder captar el momento en que por un descuido de ella y debido al rítmico movimiento del fregado, pudiesen ver y admirar el nacimiento y la turgencia de sus pechos, pero a pesar de su simpatía, de la gracia de su sonrisa, de la negrura y brillo de su suelta melena, de su ojos enormes, profundos y centelleantes, y que con todos conversaba o realizaba improvisados paseos, nadie puedo decir, hasta la llegada de Pedro, que Mora Luna había brindado algo más que sincera amistad a cualquiera de los hombres del pueblo. Su desenfado y espontánea alegría habían marcado su singular carácter que la hacían tan diferente, y esa diferencia iba más allá del simple color de su piel.
Cuando la relación de Mora Luna y Pedro tomó estado público, la tía del muchacho le aclaró: “No quiero tener problemas con mi hermana, tu sabes bien lo que hacer…” A Pedro se le hizo una deliciosa costumbre sus fines de semana en Ferreirola. Enterada su familia, trataron de pensar que era algo pasajero fruto de los primeros arrebatos juveniles del menor. De nada sirvieron los reproches de su madre ni los consejos de sus hermanos: “Mira que no es hembra para esposa; que ya somos comentario en los pueblos”.
Pedro no merecía crítica alguna; durante la semana trabajaba como el que más. Sus familiares y amigos nunca lo habían visto tan feliz, y era común verle con las múltiples labores agrícolas silbando alegre algún aire flamenco. Cierto día, su padre, hombre de pocas palabras, insondable, hermético, tuvo que sonreír al escuchar a su hijo mientras araba unos campos y no sabiéndose observado, cantar a viva voz: “¡Ay Mora Luna, mi dulce mora, bella como ninguna, tu gracia enamora!”.
Cada sábado por la tarde, con precisión cronométrica, aparecía Pedro montado en su mulo por el sendero a la altura de la piedra de la cruz. Mora Luna, parada en la atalaya de su piedra observaba aquel punto diminuto bajando la cuesta, y entonces su corazón rebozaba de alegría. Se lanzaba entonces cuesta abajo, y coincidían en medio del puente romano. Se fundía en un beso profundo y las aristas de los barrancos parecían inclinarse aún más para mirar con curiosidad a los jóvenes amantes. Y entonces, se abría de par en par, el cauce vertiginoso de la pasión que los colmaba. “Mora Luna, ¡Cuánto te quiero!”; “No tanto como yo”, respondía ella.
Era verano y entre risas, pero con precaución, bajaban al río en el punto mismo donde el Bermejo llora emocionado entre magníficos saltos el final de su existencia. En ese lugar de íntima unión de vigorosos cauces, dos cuerpos desnudos danzaban la mágica danza del amor. El agua fresca y pura bañaba a los jóvenes, mientras se confundían en extraños abrazos, en sublimes contorciones, en suspiros aplacados por el rugido sordo del río, que a su vez, al igual que a esta primigenia pareja humana, copulaba con su afluente. Trevélez y Bermejo, Pedro y Mora Luna conformaban una simbiosis exquisita e inefable, dos estirpes, dos razas, dos corazones apasionados que se transformaban en solo uno, cantando a la vida, a la juventud, y sobre todo a la pureza.” ¡Qué bella eres, Luna!” , y el cuerpo mojado de la joven, resaltaba aún más la sensualidad de sus curvas, “¡serás la tierra donde sembraré mis hijos!” y Mora Luna, cerraba la boca de su amante con besos entrecortados con gemidos animales de gozo.
”Hazme producir como la Tierra” exclamaba Luna con una voz que no era su voz, sino el profundo susurro de la sierra, el chillido del águila solitaria y altiva, el eco ancestral del misterio de las cavernas, el estallido del trueno retumbando en los barrancos, el zumbido de las abejas y el delicado trinar de los pájaros en primavera. “Déjame, déjame un instante” decía Pedro, “quiero cerrar mis ojos y pensar que duermo y tengo un dulce sueño de amor, y que esto no es verdad y luego abrirlos y verte y mirarme en el azabache espejo de tus ojos”. Y luego jugaban desnudos en el lecho del río y se perseguían entre risas, ayudándose cogidos de la mano en los rápidos y descansando en los remansos, abrazándose entre los guijarros pulidos por milenios de ser besados por las aguas de las cumbres y a veces se sorprendían por el rápido huir del lomo plateado de una trucha. Por la profunda grieta en la que discurre el río, llegaban cerca del puente de Ferreirola. Allí, las nacientes de Panjuila, se despeñan entre helechos y musgos rozagantes.
Pedro se tendía como un fauno sobre una roca y observaba a Mora Luna que bajo la fresca cascada, se dejaba acariciar por el agua. Su cuerpo moreno adquiría una luminosidad extraña, mágica, irreal, pero indudablemente irresistible. Con las últimas horas del día regresaban al puente. El mulo, harto de hierba, los recibía con un soplido.
Una vez, hicieron el amor sobre esa roca plana que está a la izquierda del puente y junto a la cual el Bermejo toma el último impulso antes de lanzarse al encuentro con el Trevélez. “Luna, eres la vida misma”; “Y tu eres mi sangre” respondió ella “la misma que derramé cuando me hiciste mujer”.
Y los jóvenes tejían su futuro. “Mi tío se irá para América; tienen muy bunas viñas en Campuzano, las mejores. Las pondrá en venta. Es mi intención comprárselas. Se mucho de vinos pues siempre le he ayudado. Tú sabes de la fama de los vinos de mi tío. Todo lo que produce lo vende en Granada. Para empezar, podríamos vivir en el cortijo de las viñas, luego veríamos…” , “¿Y tus padres?” ; “Mis padres, mis hijos, mi futuro, eres tú” y el joven la besó tiernamente. “Cómo harás para comprar las viñas?, deben costar mucho dinero” “Ya he hablado con él; podría pagarle una parte y luego le enviaría el resto cuando ya se encuentre en América. Por mi parte, la única posibilidad de conseguir ese adelanto es ir un año a trabajar a Barcelona”; “¡No!, no quiero separarme de ti”. “Pero mi Luna, es por nosotros, dos, ya verás cuando el vino sea nuestro, ¡ríos de rojo vino!”
Y mientras hacían planes, los fines de semana seguían siendo una fiesta. Un sábado por la tarde, se hallaban sentados en uno de los verdes bancales en los alrededores de la Roca. Las caricias suaves, los leves suspiros, las miradas plenas de ternura componían el profundo dialogo de los amantes. De pronto, Pedro fijó la atención en algo que se destacaba entre los arbustos. Se incorporó y fue hasta el lugar donde se hallaba el motivo de su interés; regresó con un ramillete de blanquísimos y perfumados nardos que comenzó a entretejer con habilidad… Formó con ellos una improvisada trenza que luego de arquearla, colocó con delicadeza sobre la cabeza de Luna, en forma de lograda corona. “Eres mi reina, mi sultana; me has dado el embriagador secreto de la vida y temo con mis manos torpes y ásperas, dañar el terciopelo de tu piel” y Mora Luna le respondió con una voz desconocida que surgía de lo más profundo de su ser, de tierra viva, de hembra en celo: “Hazme gozar arañando con tu aspereza mi tersura; dame el fuego de tu esencia para que la custodie la profunda tibieza de mi cuenco, despliega en mí tu vigor; móntame y verás que mi galope no desfallece!” Abrazados, semidesnudos y poseídos por una pasión desbordante rodaron tumbados y entrelazados cuesta abajo del bancal, hasta terminar enredados entre unos espinos.
Las lacerantes púas los hizo volver súbitamente a la realidad. Un segundo después del ¡ay! De dolor en el que sus bocas quedaron con un beso suspendido, se miraron fijamente con estupor, para luego explotar en una carcajada irrefrenable, casi demencial. Al unísono, como si hubiese estado planeado de antemano y sin soltar el abrazo ni cesar de reír, se dieron impulso y terminaron de rodar hasta liberarse de las matas. Decenas de puntos rojos aparecieron en las heridas, pero ambos, con una pasión desbordada, se lamían mutuamente cada centímetro de piel en un baño ritual, de sangre y tierra fecunda y terminaron amándose hasta el crepúsculo, los sorprendió como dos siluetas jadeantes que ya eran parte de las montañas, los cielos, las nubes, las cumbres nevadas, los barrancos umbrosos y los ríos.
“¡Partiré mañana!”, dijo Pedro un domingo a la tarde. No por esperada la noticia dejó de ser traumática para ambos. “Vayamos a nuestra piedra” dijo ella. Sentados, abrazados y en silencio miraban una de las tantas puestas de sol, y como todas en la Alpujarra, ésta se presentaba soberbia, cambiante, majestuosa. En el horizonte, las nubes bajas, presentando curiosos volúmenes, tomaban formas que simulaban gigantescos animales míticos, que se iban tiñendo de rosas pálidos, rojos intensos, violáceos y azules oscuros.
“Mira”, dijo Pedro, “mi abuela me explicaba que esos rojos es sangre pues el filo del disco del Sol va cortando los cielos antes de ocultarse.”, “Pues la mía decía que efectivamente es sangre” replicó Luna“ pero, de los que han muerto en el mundo en este día y que la devuelven a la tierra. Pedro sonrío “Digamos entonces que es nuestro vino que se está derramando para alimentar a nuestras viñas y que éstas lo guardarán para nosotros”. “¿Pensarás en mi?” “Como en este mismo instante. Cada fin de semana, volveré como siempre a la roca para mirar hacia Campuzano e imaginaré que te veré bajando en tu mulo por el sendero.” “El tiempo pasará rápido, ya lo verás” “Si tardas en volver, conseguiré alas como los pájaros y volaré hacia donde estés… aunque en realidad ni siquiera sé donde se encuentra Barcelona.” “Está en el Norte, junto al mar.” ”¡¿El mar?! … prométeme que un día me llevarás a verlo; de él tan solo conozco un pequeño y lejano trozo azul que se ve desde las alturas de la sierra de la Contraviesa.” “Te lo prometo; y ahora acompáñame hasta el puente”.
Antes de partir, Pedro extrajo de su bolsa un curioso collar de hilo negro trenzado que engarzaba con una delicada redecilla un cuarzo translúcido de singular belleza. “Toma” le dijo Pedro mientras sujetaba el collar en el cuello de Luna, “se lo compré para ti a una gitana. Me dijo que es mágico”. Luna tomó la piedra cautiva y trató de mirar a través de ella. Mientras lo giraba lentamente, el color grisáceo del cristal tomaba diferentes matices, y por momentos lo igualó a una gran gota de agua solidificada. “Te veo difuso, lejano; la visión que me brinda me da cierto temor” “Vamos” dijo Pedro tratando de esbozar una sonrisa. “Tampoco es cuestión de creer lo que me ha dicho esa gitana.”. Luna extrajo de un bolsillo de su falda una pequeña navaja, y con ella cortó un grueso mechón de su cabello. “Toma, no tengo otra cosa que darte, pues ya te llevas mi propia vida”, “Démonos el último beso” Dijo Pedro mientras anudaba el mechón antes de guardarlo bajo su camisa. Y así, en medio del puente, se quedaron fundidos en un larguísimo beso que pretendieron prolongar hasta la eternidad.
Mora Luna volvió a concentrarse en las múltiples actividades que le eran familiares; ayudaba a su madre en la casa y acompañaba también a su padre a guardar y ordeñar las cabras, o al cuidado de los olivos, y generalmente pasaba gran parte del día atendiendo el huerto. Pero los sábados por la tarde, indefectiblemente podía vérsela en lo alto de la piedra que escalaba con agilidad felina, mirando atentamente el sendero que como una delgada línea zigzaguea cuesta abajo del cerro. “¡pronto volverá!” decía Mora Luna como hablándole al río “y lo primero que le pediré es que me cumpla su promesa de llevarme a conocer el mar.”
A razón de una vez por mes, recibía carta de Pedro. La niña, con su tesoro en las manos corría entonces hasta la iglesia: “¡Padre, padre!, ¡llegó carta de Pedro” exclamaba con ansiedad, léamela… ¡por favor! y el cura poniendo los ojos al Cielo decía: “Pero hija, ya te he dicho que no es bueno que yo te lea las cartas de Pedro, ¡te dice cada cosa!” ¡Por favor! rogaba la niña con mirada suplicante mientras le extendía el sobre. Está bien, pero esta será la última que te lea, ¿de acuerdo?; ¿has visto qué importante hubiese sido ir a la escuela en vez de andar por esos montes? Y el viejo cura comenzaba entonces cubriendo con un pudoroso manto de censura las partes más apasionadas del texto. En algunos párrafos, detenía la lectura, entreabría la boca por el asombro y carraspeaba mientras acomodándose con disimulo las gafas, miraba de reojo a la niña que esperaba con inquietud la continuación de la frase interrumpida. Se cambiaba entonces el sentido del texto, pero Luna continuaba en su éxtasis porque para ella seguían siendo palabras de su Pedro que le hablaba de los paisajes de Barcelona, de los ahorros logrados, y de la reiteración de la promesa que se había hecho de una vida en común. “Bien, eso es todo”, dijo al finalizar_ y no olvides confesarte este domingo”.
Mora Luna regresaba a su cortijo apretando dulcemente la carta junto a su pecho. La guardaría junto a las otras en su cajita de cartón la cual, como un cofrecito fiel, custodiaba todo un mundo de sueños acumulados en esas hojas que venían del Norte. Pero de pronto, y sin una explicación válida, las cartas dejaron de venir. Para Mora Luna el tiempo se hizo interminable, y los días y los meses se cubrían con el peso de una angustia de plomo, muda, expectante y en todo caso insoportable. Se fue apagando el cascabeleo de su risa, y su paso alegre por las callejuelas del pueblo, se transformó en el sigiloso transitar entre penumbras, tratando de evitar encontrarse con la gente, para que no le preguntasen por Pedro.
Poco a poco fue madurando la idea que tal vez en Puerto Jubilei encontraría respuesta para sus dudas y alivio para su inquietud. Si, pensó “lo mejor será ir y consultar a su familia; ellos sabrán lo que ocurre.” Nunca había estado en el pueblo de su añorado Pedro, pero no era lejos, ni tampoco difícil de llegar, a lo sumo dos horas de marcha camino a Torvizcón. Una calurosa tarde de mayo decidió dar final a su preocupación y emprendió la marcha. Y continuaba su andar con sincronía, sin desfallecer. El camino le mostraba con sus zigzagueos, los múltiples perfiles del paisaje, pero ella estaba inmersa en sus pensamientos.
Por fin llegó al cruce y tomando hacia la izquierda transitó por entre los sobrios encinares del otro lado del cerro. El sol implacable que se filtraba por entre las tortuosas ramas por momentos la cegaba, pero Luna quería ver más allá de su entorno. Pasó por la “Hoya del Cura”, y frente a la cueva del mismo nombre que los pastores suelen utilizar de refugio para sus rebaños. Algunas matas de espinos rozaron sus piernas, pero no pudieron detener su andar. Fue bajando la cuesta guiándose ante la vista lejana de la blancura de Torvizcón, recostado en las estribaciones de la sierra de la Contraviesa. Desde lo alto, y dibujando grandes volutas con su vuelo, un águila la desafiaba con la estridencia de su fuerte y altisonante graznido.
Por fin llegó al borde del escarpado donde nace la escarihuela que lleva hasta el legendario río Guadalfeo que Luna vio discurrir por el valle como una delgada cinta de plata. Descendiendo, el delgado sendero trataba de confundirla, ocultándose a veces entre matas, y Luna debía entonces retomar la huella perdida. Poco a poco, paso a paso, comenzaron a dibujarse los tejados de Puerto Jubilei, rodeado de bien cultivados huertos y montes de frescos naranjos. Los tupidos cañaverales de la vera del río le impedían el paso. Intentó por aquí y por allá, hasta que finalmente su perseverancia tuvo éxito.
El Gualdalfeo se le presentó soberbio, ancho y torrentoso y por un instante atemorizó a la niña. Por fin, y dispuesta a no ceder al final de su camino, Luna remangó su falda y con un alarde de pertinaz imprudencia, cruzó el cauce que por momentos estuvo a punto de tumbarla. Dentro del irregular perímetro del caserío, Luna preguntó a un niño: “¿Puedes indicarme cual es la casa de Pedro?”, “¿Qué Pedro?, ¿el que está en Barcelona?” “Si, ese Pedro” “Pues es ese portal grande que está allí” le señaló el niño a la extraña. Mora Luna se acercó a la puerta, y tomando con resolución la aldaba golpeó tres veces. Unos instantes después sintió unos pasos y la pesada puerta se abrió. Bajo el dintel apareció una mujer de mediana edad secándose las manos con un paño que apenas vio a Luna dibujó en su rostro un gesto de curiosidad y fastidio “¿Qué buscas?” “Quisiera saber si usted me podría dar noticias de Pedro” Al punto, la mujer cesó de secarse las manos y arrojó el paño al suelo y puso sus puños apoyados en la cintura; midió con una mirada desafiante a la niña y adoptando luego un aire de soberbia y desprecio, le dijo: “Pues yo soy su madre … y me imagino que tu deberás ser la Mora Luna…” Si, yo soy Luna contestó la niña en un hilo de voz. La mujer aguardó unos instantes tal vez gozando como goza un animal de presa cuando sabe que tienen a la víctima a su merced, y luego sin saber de dónde se le ocurrió la idea le dijo con seguridad y fiereza:_ “Pedro se casó en Barcelona hace tiempo, y no volverá más, así que olvídate de él”.
La puerta se cerró con violencia. Mora Luna quedó inmóvil y una corina negra y gélida pareció obnubilar su mente por un instante eterno. Luego dándose la vuelta, emprendió el camino de regreso. Sin saber cómo, llegó al río en un punto que no había acertado hallar en su camino de ida. El buen Guadalfeo le presentó un rosario de piedras que le facilitó el cruce y simultáneamente lavó con su agua fresca los delicados y cansados pies de Luna.
Subió la escarihuela que parecía haberse ensanchado, permitiendo que la niña lo hiciera sin dificultad; ¡tan lejos estaba ella en sus pensamientos! Y ahí se la ve, caminando sola a su destino, y el sol muriente de la tarde mengua su vigor para no agobiarla, y se levanta una tenue y fresca brisa crepuscular que acaricia y juega con el lacio azabache de su pelo, como para copiar y luego teñir con él, a modo de mágico pincel, la negrura de la noche que se avecina. Cruzar el cielo bandadas de diminutos pájaros que retornan a sus nidos saludando con graciosos trinos el paso de la niña. El sendero se abre manso y las matas del abundantísimo esparto la acarician con el hilo de la suave seda de sus hojas; los romeros serranos y tomillos en flor, perfuman su paso. Antes de tomar el sendero hacia el puente, un pastor la saluda desde lo lejos y le dice: “¡Luna, tu madre te está buscando!”, y Luna sigue su paso sin contestar, ¿quién es su madre sino el aire fresco de las sierras, el agua de los nacimientos con su carga de frescura y vida, el andar cauto y sigiloso de la zorra, la magnífica destreza de la cabra montés, y el eterno discurrir de los ríos? Llega al medio del puente y se detiene… cierra sus ojos y entrelaza sus brazos y mientras esboza una triste y bella sonrisa, piensa en Pedro, y la distancia se diluye y el tiempo se hace trizas y así se queda un momento como parte del paisaje mientras la tarde va dando sus últimos suspiros. Luego, continúa su marcha ascendente, pero con la cruz de su profunda pena a cuestas y llega al pie de su monumental piedra que la observa con solemnidad. Con agilidad felina trepa hasta la cima. El crepúsculo le muestra su clásico espectáculo de rojos, amarillos y violetas. Mira hacia el sendero … pero en vano trata de divisar la pequeña silueta de Pedro, en su mulo. “¡Barcelona!” exclama la niña en su suspiro, y acto seguido inicia una delicada carrera hacia el abismo, y extendiendo los brazos cual si fueras dos alas se lanza al vacío… Un golpe seco junto a las rocas al bode del río fue el fin del mágico y breve vuelo. Las sombras de la noche cubrieron con un piadoso manto de luto la trágica escena. Un abundante surco de sangre joven se deslizó entre las piedras como si fuera un cauce de generoso vino y el río Bermejo, compasivo, fingiendo estar sediento, se apresuró a beberla; el río Trevélez, luego, se ocuparía de llevar a Luna a conocer la enorme y salobre extensión del mar.
Tomás Cano Pascual
Asesor de líneas aéreas
Delegado para Europa de Air Panama
Fundador de Air Europa