La casa del pueblo le había tocado en el reparto de la herencia. Había sido un afortunado. No era el bien inmueble más valioso, pero sí el que evocaba más nostalgia de su niñez.
Allí se reunía la gran familia. Recordaba con añoranza el paso de tres generaciones. Sus abuelos, su madre y sus tres tíos con sus respectivas familias. Dieciséis primos de edades similares habían disfrutado viviendo grandes aventuras de niños.
Ahora la ocupaban él y su mujer, ya mayores. Sus tres hijos llevaban a sus nietos una parte del verano evocando el tierno recuerdo de lo que habían supuesto aquellas vacaciones. Ellos eran la quinta generación y disfrutaban de la estancia con enorme ilusión.
El verano pasado fue especial. Muy distinto a los muchos vividos hasta entonces.
En agosto son habituales las tormentas. El cielo ruge y brama como si se rompiera en mil pedazos con un enfado estentóreo. Las tormentas sorprenden, pese a ser la consecuencia anunciada después de un calor insoportable y pegajoso.
Poco importa que te gusten o no, que te parezcan un espectáculo mágico o un mal sueño. En medio del campo rodeado de árboles sin nadie en un radio de varios kilómetros, y dentro de una casa en la que reina un absoluto silencio, el intermitente estruendo de los truenos, la iluminación del cielo con los relámpagos de extremo a extremo y los rayos cayendo con arrogancia y desdén, provoca que uno se remueva inevitablemente en la silla donde está sentado.
Los niños habían sido advertidos como en años anteriores de que había un pararrayos. No corrían peligro alguno. Intranquilos, manifestaban su miedo e inquietud en función de su edad.
Todos reunidos en el cuarto de estar con un gran ventanal. La bisabuela Martina con la cabeza perdida se encontraba en su sillón. Había tenido un ictus generalizado diez años atrás del que no se había recuperado.
En medio del silencio aterrador por el miedo palpable y el nerviosismo propio de quien vivía una fortísima tormenta, Martina, de noventa y cuatro años, empezó a hablar. De inmediato, todos fijaron sus ojos en ella. Llevaba una larga década sin pronunciar una sola palabra.
Al principio balbuceó unas frases carentes de sentido. —Qué quieres mamá? ¿Estás bien? Ella contestó: —¡Miradlos, miradlos! Van por ahí, dijo señalando con el dedo. Y, añadió: —Van completamente desnudos.
El primer susto fue oír su voz después de tantos años. Miraron entonces por la ventana. Solo vieron una descarga brutal de luz que iluminó todo el firmamento y decenas de rayos que caían en el horizonte. Ella insistía: —Pero, míralos, miradlos van por ahí. Son un montón.
Todos volvieron a poner sus ojos en el cielo iluminado y de pronto empezaron a ver las figuras que Martina había descubierto.
Solo después, comprendieron por qué la bisabuela había vuelto a hablar. Estaba en shock con lo que veía.
A unos treinta metros de distancia vieron a un grupo de personas de aspecto transparente, parecía que les hubieran arrebatado la piel a tiras.
Si ya era sorprendente la imagen, más lo era el color del interior de sus cuerpos. Sus riñones, pulmones, corazones, hígados, páncreas, arterias, venas, músculos y tendones eran fluorescentes de distintos colores… Todo se veía con una claridad meridiana. Una auténtica lección de anatomía.
Carlos cerró la puerta de la casa y las ventanas y las contraventanas. Solo quedó la del salón. A continuación, llamó al 112 para comunicar la visión que tenían y su ubicación, pero no tuvo suerte. El teléfono no funcionaba. Lo intentó con la policía y con la guardia civil. El resultado era siempre el mismo: ‘El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento. Por favor inténtelo de nuevo más tarde’.
Llamaron entonces a sus hijos, los padres de todos los nietos que allí se encontraban. Tampoco fue posible. El móvil sonaba como si tuviera línea, pero la línea no funcionaba.
Utilizaron entonces sus móviles para lo único que servían. Dispararon cientos de fotografías e hicieron vídeos.
Los niños estaban impresionados. Con su agudeza visual superaban con mucho la visión de los abuelos ayudados con los prismáticos. —¿Podemos salir a verlos? —¿Les decimos que entren en casa?, preguntaban —No, no. Ni hablar. Os dejamos un ratito más, pero después hay que ir a la cama.
—¿Adónde vas Jorge?, preguntó Carlos a su nieto de once años. —Voy al cuarto de baño, contestó. —Muy bien, vuelve enseguida.
Los extraños visitantes daban vueltas delante de la casa como si esperaran a alguien.
Tras la protesta los nietos fueron cediendo y comenzó el desfile a sus habitaciones. —Y ¿Jorge? ¿Dónde está Jorge?
La bisabuela que seguía mirando por el ventanal gritó: —¡Ahí está! ¡Está con ellos!
Apenas pronunció la frase entera Carlos y su mujer, Carolina, salieron disparados en busca de su nieto. Carolina aleccionó a su nieta mayor: —Quedaos en casa sin salir, cierra la puerta y atended a la bisabuela. No abráis la puerta bajo ningún concepto.
Corrieron como si fueran jóvenes. La noradrenalina era su fiel aliado. Volaban, pero al llegar no había nada. Carlos se fue hacia la derecha y Carolina a la izquierda. Al rato, volvieron a encontrarse. No vieron nada. Con fatiga y sobre todo con una angustia que les impedía respirar volvieron a correr. Esta vez, en dirección norte sur. Al cabo de unos minutos volvieron a reunirse. Carlos lloraba. Volvieron a separarse. Después de casi cuatro horas la desesperación, la angustia y el abatimiento se apoderaron de ellos. Abrazados y llorosos regresaron a la casa.
Intentaron una vez más y sin éxito, contactar con sus hijos, la policía y la guardia civil.
Entonces fueron al coche, pero no arrancaba. Se había quedado sin batería. ¿Qué estaba pasando? Era noche cerrada. Era temerario intentar llegar andando a esas horas a la población más cercana. Entraron en la casa. Acostaron en la cama a su madre. Sus nietos pequeños estaban dormidos, pero los mayores lloraban y estaban inquietos: —¿Dónde está Jorge? —No sabemos, respondió Carlos. Rezad por él, mañana estará con nosotros. ¡Tranquilos! ¡Dormid!
De madrugada, Carlos salió andando al pueblo más cercano, y desde allí salió en un coche de la guardia civil. Una hora después se organizó una batida con perros por los alrededores de la casa. El recorrido se ampliaba sin resultado alguno. En tres horas los tres hijos de Carlos y Carolina estaban allí.
Las noticias de la TV informaban del avistamiento de un OVNI desde varios puntos: ‘Unas criaturas extrañas han sido vistas en Cuéllar cerca de una casa. En ese momento se encontraba un matrimonio acompañado de sus ocho nietos con edades comprendidas entre los tres a los doce años. En un descuido, un nieto de once años salió y fue visto por última vez cerca de los posibles extraterrestres. Las intensas búsquedas desplegadas con perros y drones han resultado infructuosas por el momento. Continuaremos informando’.
La búsqueda se prolongó durante meses. Los investigadores nunca se explicaron la falta de huellas y rastro alguno de Jorge.
Hubo un fenómeno más extraño aún que todavía no ha sido explicado. Los cientos de fotografías que hicieron los abuelos y los nietos aquella noche quedaron velados en sus respectivos móviles. Tampoco se encontró explicación a la batería del coche, que funcionó con normalidad pasadas veinticuatro horas. La bisabuela Martina retornó a su silencio.
Ninguna prueba pudo aportarse sobre los extraterrestres que fueron descritos de forma idéntica e inconfundible por todos los habitantes de la casa.
Diez años después, la casa familiar de tan bonitos y amargos recuerdos quedó cubierta por el matorral y la maleza, desapareciendo de la vista de cuántos pasaban por la zona.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales