Era un niño de aspecto rubio y ojos claros. Dulce e inocente. Sus padres eran muy mayores cuando nació y lo mimaron sin pudor. Él se sabía mirado y admirado por todos.
Tras una adolescencia complicada y confusa, cumplidos los diecinueve años, se refugiaba en un bar conocido por homosexuales.
Pese a su frágil apariencia, era rotundo. Nada más entrar, se fijó en él. Allí estaba Jeray. Tenía una cara casi tan bonita como la suya. Diferente, porque era de piel más oscura, pelo negro, suave y liso, grandes y expresivos ojos negros.
Después de hablar emocionados durante horas se fueron juntos hasta su apartamento. Se excitaron hasta el extremo y mientras retozaban en el sofá acabó con su vida clavándole un cuchillo. Después, lo troceó con esmero y guardó su preciosa cabeza en un arcón congelador.
Había conseguido una experiencia extraordinaria. En los días siguientes empezó a deshacerse de los trozos de su descuartizado cuerpo. Viajó sesenta kilómetros, dejándolos en distintos basureros de poblaciones rurales, apartadas de la carretera general.
Su siguiente visita al bar se produjo una semana después, y se quedó prendado de un hombre mayor. Se imaginó al padre que hubiera querido tener.
Al cerrar el bar se fueron a su apartamento, y una vez allí, le invitó a tomar un baño juntos. Cuando estaban metidos en la bañera se excusó. Salió en busca de una bola de espuma y al volver le sorprendió por detrás y acabó con su vida. El agua del baño se tiñó de sangre, y sintió una excitación sublime. Permaneció en la bañera junto a él durante toda la noche.
De madrugada le dio cortes a lo largo y ancho de su cuerpo. Y a media mañana acabó de desmembrarlo y lo metió en bolsas. Los trozos los dejó enterrados en un campo a ochenta kilómetros, pero en dirección contraria a la que había tomado cuando ocultó los restos de Jeray.
Al volver a casa abrió el arcón congelador admirando la belleza de su primera víctima. Era suyo y seguiría siéndolo por el resto de su vida.
Seguía teniendo el control. Se sentía bien. Tenía poder. Era suyo y lo sería por siempre. Se excitaba y gozaba al admirar su bella cabeza. Una belleza, detenida en el tiempo, evocando la misma impresión que le causó al verle por primera vez.
No volvería al bar hasta pasar unas semanas.
Paseando un día por la calle vio a un adolescente de aspecto tímido y vergonzoso que iba solo. Se acercó a él: —Hola, ¿cómo te llamas? ¿Quieres que te acerque a tu casa? ¿Prefieres tomar una copa y me cuentas?
Al principio renunció a todo, pero hora y media después se animó a ir con él a un lugar apartado. Entonces, acudieron a su apartamento. Le sirvió una copa y cuando empezaron a acariciarse, sintió de nuevo un impulso irrefrenable. Tenía que controlarlo. No importaba su edad y su inocencia. Tenía que ejercer su total dominio sobre él.
Cuando levantó el machete, el joven le sorprendió y gritó. Corrió tratando de huir, pero lo atrapó en el dormitorio empujándole encima de la cama. Gritaba, pero no tenía escapatoria. Se defendió, pero su fuerza era insignificante. El machete le hería una y otra vez. Sus gritos se apagaban.
Tras el desmembramiento sobre la colcha, probó su carne. La devoró. Era tierna. Qué placer tan inmenso. Comiendo su propio cuerpo alcanzaba una unión sublime con su joven amante. Su inmaculado cuerpo se adentraba en el suyo. Permanecerían juntos por y para siempre.
Lo troceó y guardó su hasta hace poco vibrante y potente corazón. También guardó sus púberes manos en el congelador. Alquiló una motora y soltó las bolsas con los trozos de su cuerpo desmembrado, el machete y unas piedras en una zona profunda. Los peces harían el resto.
Ganaba en seguridad. Controlaba variadas situaciones. Era dueño de su vida y la de aquellos que le gustaban. Los dominaba y después los mantenía para siempre bajo su influencia y poder.
Decidió entonces aumentar la protección de su apartamento. Revistió las paredes de su habitación para evitar ruidos. Más amparado y seguro, actuó con las siguientes cuatro víctimas: un hombre de mediana edad, un migrante de treinta y cuatro, un hombre de sesenta años e incluso un hombre de noventa y tres, con el que gozó hasta la extenuación. Decidió sobre su vida. Se regodeó con él durante veinticuatro horas en la misma cama privándole del oxígeno que le daba vida, disfrutando de su postración y decaimiento mientras su obstrucción respiratoria aumentaba. Comprobó su falta de pulso en la yugular, su frialdad y la cianosis que se extendía por sus labios, dedos y extremidades.
Transitó entonces por nuevos locales donde no le conocían. Invitó a un grupo de ellos que estaban reunidos tras salir del armario. Conoció a un hombre de color. Era el primero, pero fue un amor a primera vista. Antonio, su nuevo ligue, insistía en ir a su apartamento. Con la excusa de coger su maletín antes, le convenció para acudir solo un momento a su piso. Una vez dentro, y ante su nueva conquista se dio una ducha y le invitó a acompañarle. Le cubrió todo su cuerpo con una densa espuma de jabón y le invitó a retozar en la cama enjabonado. Decidió, entonces, acabar con su vida, pero se le resbalaba. Antonio, logró zafarse y huyó despavorido por la escalera. Corrió directamente a la policía y denunció todo lo ocurrido.
Cuando la policía acudió a su apartamento descubrió a un joven hombre de rostro aniñado colgado en la cocina. El congelador estaba abierto. Había querido admirar por última vez a Jeray, el que había sido su primer amor.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales