jueves, enero 16, 2025
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Los Luises de La Cuesta (Capitulo I)

Muchísimo antes de que yo tuviera conocimiento de que en Francia hubieran reinado Luis XIV, Luis XV o Luis XVI, en aquellos suburbios infestados de cuarteles y prostíbulos que formaban parte de lo que entonces se llamaba La Cuesta, reinaban también, por así decirlo, dos Luises: uno sobre los cuerpos y otro sobre las almas; D. Luis «el médico» y D. Luis «el cura», respectivamente.

Antagonistas a más no poder; el primero, ateo hasta la muerte (que es a mi juicio la auténtica forma de ser ateo; sin miedo a morir por ello); el segundo, creyente por conveniencia a juzgar por la ostentación que a la sazón hacía de su patrimonio personal y con el total beneplácito de su diócesis.

Excepto al cura, D. Luis «el médico» le caía bien a todo el mundo. Pese a proceder de una bien acomodada familia, su conocida condición de ateo le aproximaba de manera explícita a todos aquellos que carecían entonces de Seguridad Social y entre los que se encontraban jornaleros, vagabundos, indigentes, cambulloneros, prostitutas, etc., etc., a quienes Dios no había tenido nunca muy en cuenta, negándoles de por vida la menor oportunidad.

A su consulta, ubicada en su domicilio particular, acudían todas las mañanas  los protegidos por la Seguridad Social pero a partir de las cinco de la tarde, gratuitamente, en el Bar de Juanito, lo hacían el resto de marginados a los que D. Luis extendía recetas luego de una breve auscultación ante la barra del bar y frente a un buen güisqui con poco hielo y el fonendoscopio siempre oculto pero a punto en el bolsillo.

Por su parte, D. Luis «el cura» tenía por entonces la exclusiva de Cáritas Diocesanas, y no de la necesidad real de los indigentes sino de su propia voluntad dependía el hecho de conceder o denegar, entre los más humildes, las raciones de leche en polvo o de queso con que la Ayuda Americana abastecía a la parroquia de la que él era su titular. A juicio del cura, las simpatías  demostradas públicamente por los feligreses hacia el médico tocayo así como las ausencias sin justificar a la misa dominical, obligaban a éste a reservarse  el derecho divino de la caridad cristiana.

Pese a todo, D. Luis «el cura» resultaba un hombre atractivo. De complexión atlética y gran estatura vestía siempre de negra sotana hasta el empeine bajo cuyo borde asomaban unos sólidos zapatos negros de gruesa suela. Solía fumar unos espléndidos habanos confeccionados a mano que desprendían un aroma inconfundible de auténtico tabaco fresco. Sostenía con destreza el puro entre el dedo pulgar por la parte inferior y el índice y corazón juntos por la superior, haciéndolo girar cada vez entre sus labios entre noventa y ciento ochenta grados a la derecha o a la izquierda, indistintamente, mientras más de un centímetro de ceniza se mantenía bien firme acumulada en el extremo opuesto al de la vistosa vitola que garantizaba su autenticidad. Mientras, el pulgar de su mano izquierda permanecía embutido en el interior de un diminuto bolsillo de la sotana situado a la altura del vientre y del que nunca supe con seguridad si fue concebido como falso monedero o, precisamente, para esa otra determinada función que tanto contribuía a la prestancia del sacerdote.

zoilolobo@gmail.com

Licenciado en Historia del Arte y Bellas Artes

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