El servicio militar, era una obligación, en mi País. Es una experiencia, que nadie olvida. Unos porque lo pasaron de forma muy divertida, discreta, y otros porque era una verdadera tortura.
Yo fui un pésimo soldado, más bien diría un desastre.
Cuando me incorporé, lo primero que hice fue recoger mi uniforme militar, tanto el de campaña, como el de calle. Recuerdo que un cabo, con una sonrisa, y mirada no exenta de sorna, nos miraba de arriba a abajo, ya que no hay que olvidar que también te dan gorra. Y sin más te daba la dichosa uniformidad, cuando te la entregaba reía a mandíbula batiente, mostrando que le faltaban algunas piezas dentales.
¡Si no es de tu medida cámbialo con un compañero¡
Yo era y sigo siendo un hombre, poco parecido a un «marine«; con lo que encontrar unos pantalones que pudiera utilizar me costó casi llegar a peguntarle al Coronel.
En fin mi paso, como he dicho antes no es digno de mencionar. En el campo de tiro le daba a todo menos al objetivo fijado.
Cuando desmontábamos el fusil de asalto, un Cetme, siempre me sobraban piezas, en fin el famoso e histórico fusil Cetme, no merecía unas manos tan desastrosas.
Por fin llego el día de paseo por la ciudad, nos advirtieron los mandos lo importante de que nuestra uniformidad fuera impecable, de lo contrario la policía militar, podría recogernos por alguna calle y enviarnos de nuevo al campamento.
Y así fue y así sucedió. Salí con mis compañeros de paseo. Abandonar el campamento significaba atravesar un camino de piedras tierra y barro.
Como se pueden imaginar el día anterior había llovido, y ese camino complicado se convertía en un campo de minas, gracias a los charcos. Yo metí ambos pies en uno de ellos, anduve por algunas calles paseando mi magnifico uniforme con unos zapatos que al principio eran negros y ahora marrones.
Los mandos del ejército al frente del campamento de instrucción decidieron ayudarme y consiguieron a duras penas enviarme a sanidad, dónde permanecí asignado a un destacamento militar de la Cruz Roja.
Afortunadamente, a mí me pareció una gran suerte y en parte lo fue porque aprendí a ayudar, curar, trabajar en equipo, y palpar de forma directa los problemas humanos, ayudar en accidentes, en fin fue muy importante para mi moral deteriorada después del campamento.
Recuerdo una ocasión en la que nuestro Teniente, nos ordenó recoger una persona fallecida en el hospital y trasladarla a su domicilio, tarea ímproba porque a veces y recuerdo una en particular, que la camilla no podía subir hasta un cuarto piso y sin ascensor.
Se nos ocurrió sentar al cadáver en una silla, y subirlo planta a planta, y tomar un respiro en cada rellano. Yo iba detrás cogiendo las patas de la silla y el fallecido me miraba, con ojos cerrados yo creo que con temor de que llegáramos a dejarlo caer. En cada rellano que poníamos la silla apoyada en las cuatro patas el cadáver, se inclinaba hacía mi yo le sujetaba poniéndole la mano en el pecho, pero seguí teniendo la sensación de que su movimiento no era más que el de agradecimiento por haber conseguido llegar un piso más arriba.
L a Cruz Roja, es un organismo que merece el máximo respeto, yo solo cuento anécdotas que yo viví. Por otra parte, solo me resta agradecerles que hubieran hecho un hueco a un soldado, que en el campamento era más peligroso que «Rambo«. Ellos me enseñaron a curar y a amar al prójimo.
Tomás Cano Pascual
Asesor de líneas aéreas
Delegado para Europa de Air Panama
Fundador de Air Europa