CAPÍTULO II
Sólo después de recobrado el conocimiento, al conseguir zafarse al fin del cinturón de seguridad que lo mantenía fijado al asiento en el único trozo de fuselaje que había quedado en perfecto estado tras el brutal impacto inicial, fue cuando tomó verdadera conciencia de la gravedad de lo ocurrido. No pudo creer que fuera el único pasajero en haber resultado ileso de tan aparatoso accidente. Por fortuna, el combustible debió haberse agotado durante el vuelo, lo que habría evitado, para su suerte, el posterior incendio del aparato. Antes de salir al exterior, se tomó un tiempo prudencial para reflexionar y cerciorarse de que no habría sufrido ninguna fractura ni lesión de importancia que pudiera acarrearle consecuencias trágicas. No se molestó siquiera en buscar su equipaje de mano porque en esa situación lo encontraba del todo innecesario. Sus vestidos estaban hechos jirones pero comparado con la enorme fortuna que había tenido, aquello carecía de la menor importancia.
Una vez fuera, el panorama resultaba visiblemente desolador. Por fortuna, los cadáveres no habían entrado aún en descomposición y se respiraba el sano aire de la cordillera en medio de un silencio local dentro de otro silencio mayor y cósmico: el que proporciona la salvaje naturaleza a esa altitud. Decenas de cuerpos mutilados se hallaban esparcidos en doscientos metros a la redonda, maletas destripadas con las vísceras de algodón, lana, tela, cartón, etc., muchísimos zapatos de un solo pié, trozos de plásticos de todos colores, botellas rotas, asientos desperdigados por doquier con algunos cadáveres sentados cómodamente todavía en ellos, reactores fracturados, el tren de aterrizaje reventado y cientos de piezas del aparato repartidas por la vasta superficie de la cima además de la mayor parte del fuselaje. Sólo una pequeña parte de él se conservaba en buen estado, con sus tres o cuatro ventanillas intactas y algunos asientos en perfecto orden, entre ellos el suyo, que le preservaría de una muerte casi segura.
Reparó en alguien que agonizaba junto a unas rocas asido a un maletín negro de mayor profundidad que un maletín convencional al que, curiosamente, se aferraba con mayor tenacidad que a la propia vida. Se acercó en silencio y comprobó que aquel hombre, de unos cincuenta años, con múltiples fracturas abiertas en su cuerpo y traumatismo craneal severo, cuya mirada incolora parecía ver a través del cuerpo del visitante, balbucía algo que el pasajero ileso no lograba entender. El recién llegado creyó reconocer en su persona a un alto funcionario del gobierno de la nación: un embajador o un nuevo ministro quizás. Luego de arrebatarle el maletín negro y lograr abrirlo sin dificultad, en su profundo interior aparecieron como por encanto, aparte del título de Valija Diplomática que arrojaría entre los escombros, cientos de fajos de billetes de quinientos euros, lo que suponía una grandísima fortuna para alguien que como él nunca tuvo nada. De pronto reparó en el cojín azul que se encontraba a su lado y tomándolo con decisión, convencido en conciencia de ahorrarle el sufrimiento innecesario de la agonía, se lo aplicó en la cara, presionando fuertemente de tal manera con ambas manos que al cabo de cinco minutos escasos había fallecido.
Antes de abandonar definitivamente el lugar, echó un vistazo alrededor para comprobar que nadie más, excepto él, continuaba aún con vida. Inició el descenso no sin dificultad, exhausto, con el negro maletín siempre a cuestas y ante el temor de que los helicópteros de los equipos de rescate localizaran el paradero del aparato siniestrado. Al cabo de unas interminables tres horas de marcha atisbó, por fin, en la distancia a una joven pareja y su manso mulo que ascendían penosamente la cordillera con toda seguridad en su auxilio. Fue entonces cuando aliviado, mirando al cielo, pronunció estas sentidas palabras: ¡Gracias Señor!
zoilolobo@gmail.com
Licenciado en Historia del Arte y Bellas Artes