No bastan sólo unas horas diarias de gimnasio para que se pronuncien abdominales, pectorales, dorsales, y bíceps sobre los cuerpos de aquellos varones cuyo cerebro no da para otra cosa que no sea para el culto obsesivo al cuerpo sino que, además, serían necesarias algunas paralelas de cocaína por individuo y por hora, consumidas sobre la cisterna de algún lavabo privado, para creerse los reyes del mambo a lo largo de las interminables noches de fiestas nacionales como los Sanfermines, las Fallas o las distintas ferias andaluzas de tanto arraigo popular.
Si el cerebro se conduce bajo los efectos de la cocaína esnifada y si además se presume de un cuerpo musculoso modelado en un gimnasio de barrio, es cuando se sienten capaces hasta de sostener y transportar un pesado “tablón” durante horas sin apenas notar cansancio alguno, lo que les convierte en individuos tan sumamente peligrosos como cobardes. Se sentirán entonces únicos, soberbios, indispensables, irresistibles y para probarlo filmarán en vídeo, sin ningún escrúpulo, sus estúpidas hazañas que luego terminará siendo colgado en las múltiples redes sociales que les ofrece Internet.
Sin embargo, existen otros tipos de individuos que, a la chita callando y sin llamar nunca la atención, -entre otras cosas porque no les interesa la popularidad-, también suelen pulular entre el inmenso gentío que, por distintas razones, termina dándose cita obligada tanto en los Sanfermines como en las Fallas o como en la popularísima Feria de Sevilla, por poner sólo unos ejemplos coincidentes con La Manada.
Poco después de la violación y mientras La Manada andaba celebrando su estúpida “hazaña”, en una plaza dura cercana, un tipo de apariencia insignificante, discreto pero resuelto, avanzaba por la acera que circunvalaba la zona en dirección a ellos. Una vez hubo llegado a su altura, sin detenerse siquiera, con su mano enguantada extrajo con celeridad del bolsillo una artesanal hoja corta de vidrio encastada en un rudimentario mango de madera envuelto en esparadrapo para, sin motivo aparente que lo justificara, de un rápido, certero y silencioso golpe, perforarle el hígado al primero por su derecha para, retirando rápidamente luego la mano siempre enguantada, llevarse de nuevo consigo hasta el bolsillo el mango solo de madera envuelto con su esparadrapo que segundos antes había contenido ensamblada la ahora sangrienta hoja de vidrio clavada en el abdomen del violador. Mucho antes de que la víctima y sus colegas pudieran haberse dado cuenta de lo sucedido, el hombrecillo ya había doblado la esquina próxima, desapareciendo para siempre del lugar de los hechos entre la multitud y sin dejar rastro alguno.
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Licenciado en Historia del Arte y Bellas Artes