Al conocerme en la incubadora mi padre ya hizo su predicción: —Esta niña es una precipitada. Será una acelerada como sus hermanas.
¡Pobre de mí!
No se equivocaba. Desde pequeña era hiperactiva. Necesitaba estar ocupada con algo entre manos. Mi cerebro permanecía en continua ebullición. Hacer, pensar, tramar, enredar. Tenía que liberar la energía para evitar que la olla a presión estallara.
En el colegio fui una revolucionaria. Me encantaba estimular a mis compañeras, incitarles y provocar la protesta, agitarlas y levantar a la clase. La dificultad de un examen, la falta de ventilación del gimnasio… cualquier excusa era buena para encender la mecha y generar el caos.
Al terminar el colegio la directora me despidió deseándome todo tipo de fortunas, la suya la encontró con mi salida.
Mi padre me invitaba al sosiego y a la calma.
Llegó la universidad. Las horas del día eran pocas para disfrutar del divino tesoro de la juventud. Las clases, las fiestas, los viajes, conocer mundo, investigar nuevas formas de divertirse… ¡Había que aprovechar el tiempo! Ya habría momentos para la tranquilidad.
Unos años después, y antes de darme cuenta, me encontraba casada y trabajando. El ritmo, lejos de disminuir se multiplicaba. La novedad del matrimonio exigía aprender a convivir, buscar amigos comunes, hacer planes divertidos, mantener la chispa. En el trabajo, más de lo mismo. Estaba empezando y había que demostrar interés, ganas de mejorar, abrir nuevos caminos, no conformarse con lo que ya existía. Emprender, promover, impulsar, remover, gestionar… Había que arriesgar y afrontar nuevos retos.
Mi padre seguía invitándome, ya sin mucha fe, al sosiego. Pero ¿cómo era posible con la cantidad de frentes que tenía abiertos? No había cerrado uno y ya había abierto el siguiente. Y los que quedaban por venir. Empecé a decirle: —Ya llegará el reposo, ahora no puedo. ¡Tengo tantas cosas!
Cuando parecía que las aguas se tranquilizaban, llegaron los niños. O, mejor dicho, la revolución. Primero uno, después otro, y luego otro. Y sí, fuimos valientes, o insensatos según algunos, y llegó el cuarto. Conocimos entonces el significado más profundo de las matemáticas: “cuatro niños y dos manos”. Había que agudizar el ingenio. Las tareas y los cuidados se multiplicaban. Los horarios, las comidas, los deportes, las actividades extraescolares, los deberes. Y después, la primera explicación de dónde vienen los niños, el porqué de no emborracharse, las salidas nocturnas.
No había tregua ni respiro, era un sin parar. Un reto más que afrontar sin olvidar los anteriores. La placidez llegaría, sin duda, aunque no había visos de que llegara pronto.
Por si fuera poco, tras el vacío que habían dejado nuestros abuelos, nuestros padres empezaban a parecerse a ellos. Sus necesidades se multiplicaban. Había que atenderlos, ir con ellos a médicos, pasar tardes a su lado. Y de nuevo, pensando en relajar la actividad, me decía a mí misma: —Ya tendré tiempo más adelante. Ahora soy madura, vendrán tiempos mejores.
Mis padres se han ido. Mis hijos también.
Acabé mi último año profesional. En los últimos tres meses cantaba la cuenta atrás: 90, 89, 88… Por fin, me había jubilado. Llegó el momento de tener tiempo libre para bajar el ritmo y tomarme la vida con ese sosiego que tanto me había deseado mi padre. O, eso creía. El segundo día de mi jubilación ya pude adivinar lo que me esperaba.
Salí a la calle sin nada qué hacer. Era una extraña sensación. Tenía tiempo libre sin límite alguno. Antes de terminar la larga mañana de relax pensé en esas clases de inglés que había ido postergando por falta de tiempo. Y por qué no el chino también, lo único que me sobra es el tiempo. Aprovechando la lista de cursos que me ofrecían, me apunté también a uno de cocina natural y ecológica, y a un club de lectura. Los deportes no podían quedar fuera de mi vida, así que decidí uno que correspondiera a mi edad y me apunté a natación.
Regresé a casa con una agenda más llena y repleta de la que había tenido en los últimos años. Volví a recordar entonces lo que mi padre me decía: —Con los años los espíritus se sosiegan, las cosas van perdiendo el interés que tenían, todo va encajando, la paz y la tranquilidad inundarán tu vida. Pero, al final añadía siempre con cierta sorna: —Las canas siempre traen serenidad, pero eso me temo que es incompatible con tu esencia.
Y entre clase y clase, decidí que mi casa necesitaba un cambio radical. Los cuartos de baño y la cocina se habían quedado anticuados. Las paredes conservaban las huellas de mis hijos. Era el momento para la innovación y renovación. Una cuadrilla de albañiles entró en mi casa el uno de abril y la fecha quedaría impresa en mi cerebro durante años por lo mucho que tardaron en salir.
En medio de mi nueva vorágine vital conocí a mi primer nieto. Las canas asomaban con descaro en mi cabeza. ¿Habría llegado el momento anunciado por mi padre? Antes de poder responder a mi pregunta llegó el primer puente y la primera escapada de sus padres. El bebé se quedaría conmigo. ¡Qué mejor regalo para una abuela jubilada y desocupada!
Los domingos y las fiestas vienen todos a comer a mi casa: —Mamá estás sola, y así te hacemos compañía. Y cuando los horarios no se lo permiten, recojo a varios nietos en el colegio. Vuelvo a ser taxista.
Acabo de cumplir setenta años. Por fin, soy consciente de mi presente y estoy alarmada por mi futuro ¡Que sabio era mi padre!
Por mi bien y el de todos, Señor ¡dame un respiro!
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales