Desde pequeño oía embelesado las historias de mi madre: —Naciste haciendo piruetas. Habías ensayado sin parar en mi seno. Eras tan fuerte que tenía que sujetarme a la cama. Me quedaba extasiada con tus incesantes patadas. Veía tus piececitos grabados en mi gran tripa, contaba emocionada. —Cuéntamelo otra vez mamá, le decía.
Crecí con una raqueta en la mano. Mi padre, psicólogo, era mi entrenador. Decidí ser profesional al terminar el bachillerato.
Con esfuerzo, trabajo y mucho sacrificio fui escalando posiciones. Decían que mi ascenso era meteórico. La mejor promesa del tenis español. Tenía garra, carácter y personalidad. Para rematar mis condiciones y perseverancia, nunca me había lesionado.
Las relaciones con mi padre atravesaron una difícil crisis en la adolescencia. Superada, nos entendíamos cada vez mejor. Me llamaba Fernando ‘el correoso’ porque parecía de goma. Era elástico y flexible.
Cumplía dos años de intensa vida profesional.
Terminados los torneos del otoño, volvíamos en coche a casa por Navidad. Pasar una semana en casa con la familia era el mejor regalo para los dos después de viajar durante la mayor parte del año. Celebraría mi veintiún cumpleaños. Me adentraba en la tercera década de mi vida y todo estaba encarrilado. Tenía un éxito rotundo. Era uno de los cinco mejores tenistas del mundo. Alto, delgado, moreno, y ligaba como el que más. Me gustaba gustar a todas. Tenía tanto o más éxito con las mujeres que en mi espectacular y afortunada carrera.
Mi padre y yo nos habíamos acomodado y nos compenetrábamos. Aprendimos a mantener el difícil equilibrio entre trabajo y familia. Como buen psicólogo, mi padre me enseñó a superar las derrotas. —Forman parte de la vida, me repetía.
A cincuenta y cuatro kilómetros de nuestro destino, un camión se saltó un stop y a gran velocidad nos embistió. El choque fue brutal. Solo recuerdo el estruendo.
No fui consciente hasta pasados unos días de lo sucedido. Al despertar en el hospital, el shock fue terrible. Mi padre, mi entrenador perdió la vida en la bestial colisión. Me sentía raro. Cuando me vi me faltaban las dos piernas. No estaban. El camión las había segado.
Grité. Lloré. Solo quería morirse: —¿Por qué he salvado la vida? Prefería haber muerto como mi padre. ¿Qué puede hacer un deportista sin sus dos piernas? Tengo veinte años. Mi futuro no existe. No soy nada. Un sueño roto.
Los muchos y fuertes tranquilizantes que me daban eran ineficaces. Estaba desesperado. Angustiado. Cabreado con el mundo. —Nada, ni nadie me importa, pensaba.
Cumplí veintiuno ingresado en el hospital. No había nada que celebrar. Quería morirme. Dejar este mundo injusto.
Solo pensaba en el alivio que me supondría el merecido castigo del conductor del camión. Le deseaba una muerte lenta y dolorosa, las mayores desgracias. Le aborrecía, y ni siquiera había visto su cara.
Un día antes del alta recibí una visita inesperada. Amelia, amiga de mi madre y una de mis incondicionales venía acompañada de Luis, el presidente de los deportistas paralímpicos. —Debes retomar tu carrera, me dijo Luis con mucho respeto. —¿Cómo? ¿sin piernas?, le respondí airado. —Hemos ayudado a otros en una situación parecida a la tuya. No te dejes arrastrar al abismo. Existen competiciones para tenistas en silla de ruedas. Encuentra la fuerza en tu fragilidad. No mires atrás. Lucha. Si no lo haces solo vegetarás. Es difícil, pero tú nunca has conocido la palabra imposible, respondió con calma.
Siguió hablando durante varios minutos más, pero a mí no me importaba. Quería que se fueran. Que me dejaran en paz. —Nadie les ha invitado a venir. No necesito rollos ni monsergas, pensaba. —Seguro que los ha enviado mi madre. Ella no puede decirme una palabra sin llorar amargamente.
Cuando se fueron, el que volvía a llorar era yo. Me preguntaba una y otra vez: —¿Qué he hecho para sufrir un accidente con tan terribles secuelas?
Nada me importaba. Veía el choque. El camión se aproximaba a gran velocidad y un ruido ensordecedor. Era un bucle inacabable. Solo tenía odio, rencor y animadversión hacia todo.
Antes del accidente era un tipo optimista. No sabía lo que era rendirse. El accidente no sólo se había llevado mis piernas sino todo mi ser. Acabó con mi vida y dejó en su lugar una piltrafa.
De vuelta a casa, mi madre viuda, y mis dos hermanos tuvieron que adaptarse con el ‘sin piernas’, tal y como me autonombré desde el primer día. Renegando tuve que familiarizarme con las dificultades que iba a tener de por vida. Mi madre y hermanos me trataban con un cariño infinito. Pacientes hasta la extenuación con mis malas caras y mis ataques de ira. Todos vivían pendientes de mí, pero yo seguía encerrado en mi jaula. Encerrado y sin encontrar la llave para poder abrir.
Una noche más de pesadillas: el accidente, las enseñanzas de mi padre sobre el fracaso… Tenía que cambiar el rumbo de mi vida. —Ni yo me soporto, pensaba. Recordé entonces mi conversación en el hospital. No podía quedarme llorando y lamentándome el resto de mi vida. Sentí la llamada de mi padre. Recordé que insistía: —El fracaso y la derrota forman parte de la vida.
Me puse entonces en contacto con la asociación de deportistas paralímpicos. Y de repente, descubrí un mundo desconocido. No era el único. Ni siquiera el peor. Conocí muchas y terribles desgracias.
Me hice amigo de muchos, más desdichados e infortunados que yo. Pero, sobre todo, aprendí. Aprendí a no mirar atrás, a aceptar mi realidad y mi nueva vida. Limitada, restringida, condicionada, pero vida.
Mis nuevos compañeros eran lisiados, mutilados y tullidos. Físicamente eran un desecho. La gente los miraba con lástima.
Pero detrás de esos despojos físicos, descubrí a muchos héroes. Hombres y mujeres que se habían arrastrado sobre el polvo y resurgieron de sus cenizas. Con gallardía y coraje se habían transformado en personas extraordinarias, en superhombres y supermujeres. Luchadores, decididos y perseverantes ante las dificultades. Unos titanes inasequibles al desánimo. Los mejores y más valientes competidores con los que me había enfrentado jamás en una pista.
Con su ejemplo y testimonio empecé a entrenar desde mi silla de ruedas. Giraba y giraba. Con mis brazos avanzaba y conseguía llegar al séptimo bote de la pelota. —Es un buen comienzo, me decían. El trabajo no me asustaba y retomé mis entrenamientos. Empecé a conducir un coche adaptado. Era más independiente cada día. Horas y horas de trabajo con el apoyo y ánimo constante de mi madre y hermanos.
Dos años después, el conductor del camión fue condenado a pasar cinco años en la cárcel.
Sentí una total indiferencia. Lo que había perdido, nadie me lo podía devolver.
Como en tantas ocasiones, volví a recordar a mi amigo, a mi entrenador, a mi padre. —Has permanecido a mi lado sin verte. Me has reconfortado en la zozobra. Me has infundido la audacia perdida, el ánimo y la determinación que me faltaba. Me has hecho recobrar la seguridad con la que me impulsabas y el ánimo y la determinación que me suscitabas. He vuelto a experimentar el consuelo y el apoyo incondicional con el que me salvaguardabas. Aunque te fuiste, nunca me dejaste solo. He sentido tu aliento en los momentos más terribles. Me has ayudado a salir del abismo.
Nunca me despedí de ti ¡Padre!
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales