Acabo de cumplir trece años. Nací en el territorio de Masisi, Kivu Norte, en la República Democrática del Congo. Mi nombre es Marié y soy la mayor de ocho hermanos.
De pequeña fui al colegio, pero tras nacer el último de mis hermanos, mi madre, Charlotte, me pidió que me quedara en casa para ayudarla.
Desde entonces, más que una hija soy una amiga para ella. Cumplió veintisiete años dos días antes de que yo cumpliera los trece.
Hablamos sin parar mientras trabajamos. Soñamos… —¿Qué hubiera sido de nosotras si hubiéramos nacido en Europa? —¿Imaginas que hubiéramos vivido en una casa con cuarto de baño? —¿Y si tuviéramos televisión y cenáramos todos los días frente a ella? —¿Será verdad lo que cuentan? —¿Tú crees que algún día saldremos de aquí? —¿Seremos ricas? —¿Podremos comprarnos vestidos y zapatos? —Y…, ¿comer hasta hartarnos? Sería divertido meternos en una gran cama y no poder dormir por estar hinchadas de tanto comer. Siempre acabábamos riendo a carcajadas. —Parecemos unas niñas tontas, decía mi madre. —Dejemos las tonterías y volvamos al trabajo.
Y, volvíamos a la realidad.
Cuido de mis hermanos, voy a por agua y le ayudo a hacer la comida.
En nuestro país hay comidas muy ricas. A diario hacemos fufu, un bollo de harina de mandioca, y arroz. Cuando tenemos fiesta mi madre me ha enseñado a hacer poulet à la moambé, que es un pollo que se sirve con arroz y con una salsa hecha con nueces de palma. Lo sirve con una salsa picante: pili pili, que a los mayores les encanta.
Aquella mañana hicimos fufu y un poco de arroz. Después fui a por agua con otras mujeres y niñas, y al regresar a casa vi que un grupo numeroso de vecinos estaba delante de nuestra casa.
Mi madre en el centro destacaba entre todos. Las mujeres gritaban y lloraban. Pero, mi madre… mi madre se quejaba y protestaba más que las demás. Clamaba e increpaba a los cielos. Se rasgaba sus vestiduras.
Al acercarme comprendí lo sucedido: ¡mi padre había muerto!
La noche fue interminable. Entonces, ilusa de mí, no sospechaba que fuera el principio, el comienzo de mi nueva existencia.
Los días siguientes fueron muy tristes. Mi madre solo lloraba. Antes éramos pobres, pero ahora nuestra situación era desesperada. Descorazonadora. Mi trabajo era doble. Mi madre seguía gritando. Era una queja constante. —¿Qué será de nosotros? Moriremos de hambre. Y rompía a llorar.
A las tres semanas de la muerte de mi padre, mi madre se reunió con un hombre de nuestro poblado. Era un viejo de cuarenta y seis años. Ella reía. —Por fin está contenta, pensé. Estuvieron hablando durante una hora entera.
El hombre salió contento de mi casa, tanto que me tocó. Un escalofrío recorrió mi aniñado cuerpo, aunque acababa de ser mujer. Mi primera regla me había sorprendido una semana antes. ¡Una mujer! Qué difícil es ser mujer en este rincón del mundo. Menos mal que era imprescindible para mi madre.
La ayudé a preparar el fufu que le dimos a mis hermanos y después de acostarlos, me dijo que teníamos que hablar.
—¡Qué bien!, pensé. Cada día soy más importante para ella. Más aún de lo que era. Soy más especial ahora que mi padre se ha ido.
Volvimos a hablar de nuestros sueños. Recordamos la boda de una prima de mi madre con un hombre adinerado, y repasamos la presentación del futuro esposo, la dote, el matrimonio religioso y el don… Su prima estaba virgen en la noche de miel y su esposo envío a su suegra una ropa por haber educado bien a su hija. Nos reímos. Por un momento parecía que olvidábamos nuestra desesperada situación. Despegábamos el vuelo desde nuestra sórdida y mísera estancia. Volábamos. Abracé a mi madre: —Mamá, no sé si quiero casarme…
Y de pronto, mi madre cambio el rictus de su expresión. Volvió a poner los pies sobre la tierra. Una tierra seca de la que con dificultad obteníamos los alimentos para mantenernos vivos.
Me confesó que nuestra realidad era insostenible. Sin mi padre nos habíamos convertido en unos parias. —Ese hombre que ha venido hoy nos ayudará en algo. —¡Qué bien!, le contesté. Sin levantar la mirada continuó: —Te ha comprado para casarse contigo. Mañana traerá el dinero y te irás con él. Al oír eso, me quedé paralizada.
Lloré. Grité. Imploré a los cielos. Me lamenté. Me quejé. Protesté. Me rebelé. Pataleé. Me indigné. Me entristecí… Tanto como había visto llorar, gritar, implorar a los cielos, lamentarse, quejarse, protestar, rebelarse, patalear, indignarse y entristecerse a mi madre con la muerte de mi padre.
Pero, en todos esos momentos estuve sola.
Mi madre se metió en nuestra casa.
Al día siguiente, ese hombre vino a nuestra casa. Intercambio unas palabras con mi madre y le entregó el dinero.
Ese día empecé mi nueva y aterradora vida. Mis sueños se rompieron para siempre.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales