Era una niña buena. Así la definían sus maestros del colegio. Una niña tímida y silenciosa. No discutía ni se peleaba con otros niños. Su crecimiento no cambió ni sus rasgos físicos ni tampoco los intelectuales y afectivos.
Fue una adolescente tranquila y reposada. Seguía siendo callada y reservada.
En la universidad se revistió de un halo de misterio. No se apuntaba a las juergas. Asistía a clase y estudiaba.
Terminó la carrera y se especializó en toxicología. Era una experta en toxicocinética, sabiendo separar con maestría las etapas de absorción, distribución, metabolismo o biotransformación hasta llegar a la eliminación de los tóxicos. Y trabajaba como una hormiguita en su laboratorio.
Transcurridos tres años conoció en el mismo laboratorio a su media naranja. Antonio, era un hombre solitario como ella. No era muy dado al compadreo. Prudente, circunspecto. De apariencia hermética. Sin embargo, entre ellos hablaban. Incluso, en ocasiones, parecían discutir sobre cuestiones relativas a los venenos que analizaban día tras día.
Con el paso de los años, todos cuantos la habían conocido a cualquier edad coincidían en su carácter calmado, algo taciturno y misterioso. Alejandra era una mujer que no decía una palabra más de las imprescindibles en una conversación. Poco dada a las compañías.
Se casó con Antonio al año de conocerse. Al principio el rictus de su cara cambió, a juicio de sus compañeros de laboratorio. Parecía contenta y más comunicativa.
Sus compañeros los consideraban raros. Extraños. En su casa no tenían ni televisión. Al año y medio de casarse nació su primera hija. Parecían felices. La niña estaba sana y crecía. A los cinco meses, Alejandra tras la salida de la ducha descubrió a su hija muerta en la cuna. Intentó hacerle una maniobra de resucitación, pero nada funcionó. La policía acudió a su hogar. Tomaron muestras de la casa. De forma especial de la cuna y de los vestidos de la niña. No había razón para la práctica de la autopsia.
De vuelta al trabajo, la tristeza cubrió su rostro. A los ocho meses volvía a sonreír. Estaba de nuevo embarazada. Nació un niño. Estaban felices. Había que olvidar el pasado. Disfrutar de su nuevo hijo. El niño no tenía problema médico alguno. Los padres vivían tranquilos. A los cuatro meses lo acostaron como era su costumbre, ya en su habitación, y al ir a despedirse de él a medianoche, lo notaron frío. Al encender la luz reconocieron con inmenso dolor la evidencia. Su hijo había muerto. La policía volvió a inspeccionar su hogar. Se amplió el número de pruebas, pero los resultados no fueron concluyentes, archivándose la investigación.
En el trabajo los miraban con recelo. Volvieron a concentrarse en su tarea profesional. Parecía que el trabajo les absorbía. Si antes no eran comunicativos, ahora se cerraban y se plegaban sobre ellos mismos.
Alejandra volvió a quedarse embarazada. Una sombra de tristeza se reflejaba en su mirada. Nació un niño. Se comportaban con miedo. Temerosos. Parecían nóveles. Timoratos. En ocasiones eran irresolutos. Lo único que hacían con firmeza era llamar a su médico pediatra. Le abrigaban demasiado. El pediatra les alentaba a ser valientes. Les reconfortaba. El niño engordaba. Los meses se sucedieron siempre bajo la sombra del miedo y la desconfianza. Cumplió seis meses. Por fin, había transcurrido lo peor. Pero, a los seis meses y una semana no se levantó de la siesta. Recostado en el parque se quedó dormido para no despertar nunca más. Un equipo de investigación ocupó la casa entera mientras ellos fueron autorizados a comprobar el examen, reconocimiento e inspección de toda la casa, así como la toma exhaustiva de muestras de toda clase. Al bebé se le practicó la autopsia, siendo blanca. Se hicieron pruebas de tóxicos para descartar aquellos que eran habituales en el laboratorio en el que trabajaban.
Alejandra acudió al médico y se sometió a todo tipo de pruebas. Quería saber qué podía ocurrir para que sus hijos murieran todos aparentemente de muerte súbita.
Y Alejandra volvió a quedarse embarazada. Nació una niña. Colocaron un chivato para oír siempre a su hija cuando no estuviera con ellos. La llevaban al pediatra con más frecuencia de lo recomendable. La niña aparentemente estaba sana. No había nada en el examen a fondo que le habían practicado tras el nacimiento. A los tres meses y dieciocho días la niña murió en mitad de la noche.
La policía detuvo a los padres y la casa quedó precintaba para el análisis forense especializado por los agentes más preparados de la policía.
Durante el largo procedimiento judicial seguido contra Alejandra fue portada en los más importantes medios de comunicación de su país. Un país tranquilo que no ocupaba las portadas de los medios internacionales en los que ahora la cara de la peor criminal de todos los tiempos en el continente se repetía una y otra vez.
Alejandra fue condenada a más de treinta años como la autora de la muerte dolosa de sus cuatro hijos.
A los veinte años, una investigadora de la Universidad de Sidney reparó en una afección cardíaca que podía explicar la muerte súbita del lactante. En su nevera se acumulaban miles de muestras. Ella no sabía a quienes pertenecían, pero sin saberlo logró demostrar la inocencia de Alejandra. Los cuatro hijos de Alejandra y Antonio sufrían una mutación genética que había acabado con sus vidas.
La peor criminal de todos los tiempos en el continente australiano debía salir de la cárcel veintiún años después. Era inocente.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales