Había ganado las elecciones contra todo pronóstico. Tenía un plan oculto que nadie debía descubrir. Su proyecto le permitiría ganar las próximas elecciones y las siguientes, y las que vinieran en años venideros.
Prometió su cargo como presidente del Gobierno y se retiró. Necesitaba el puente de cuatro días, tiempo imprescindible para decidir los nombramientos de su sorprendente equipo ministerial.
Con la única ayuda de su mano derecha reunieron sobre el papel a todos los colectivos perseguidos y excluidos. Entonces, eligió a su gobierno multi color, multi racial, multi cultural y multi religioso. No había nada en común entre los treinta ministros elegidos: un migrante, un negro, un chino, un homosexual, un transexual, una víctima de violencia de género, un perseguido ideológico, un extremista ideológico, un parado, un vagabundo, un alcohólico, un drogadicto, un ateo, un musulmán y un budista.
El posado ante el palacio de la Moncloa fue un show. Una exhibición llamativa, provocadora y excéntrica, propia de un espectáculo de variedades. Vestidos para la ocasión con sus mejores y estridentes galas los ministros se daban la mano para la foto oficial.
La reacción no se hizo esperar.
Las redes sociales hervían divididas. Mientras que unos aplaudían la composición del nuevo Gobierno por considerarlo excitante y sugerente, otros la criticaban ante el numeroso grupo de personas sin experiencia y sin acreditar el más elemental currículo para afrontar los retos que le esperaban en el ministerio.
El primer Consejo de ministros se celebró y en la rueda de prensa posterior se comunicó el objetivo de cada ministerio para acabar con los males endémicos ya conocidos.
En justicia querían agilizar los procedimientos judiciales, el desgobierno en los juzgados, la sobrecarga de trabajo, la escasez de medios y las sentencias sin ejecutar.
En Interior lucharían por las nuevas formas de criminalidad.
Educación afrontaría el fracaso escolar, la falta de motivación y el acoso escolar.
Tras la exposición leída por los ministros, y sin preguntas, los ministros se retiraron. Establecidos todos los fines se analizaron con inteligencia generativa trillones de datos en cada una de las carteras (economía, defensa, educación…) Elaboradas las conclusiones, éstas volvían a someterse a la inteligencia artificial para establecer las políticas a seguir.
Todo iba razonablemente bien hasta que el variopinto gobierno tuvo que afrontar hechos extraordinarios que ponían a prueba su verdadero valor. Un terremoto de 6.3 grados en la escala de Ritcher, unas riadas torrenciales que anegaron campos de cultivo en distintas provincias y el secuestro de una niña de siete años que mantuvo a la población acongojada hasta su macabro y desgarrador desenlace.
Los ministros continuaron como hasta entonces leyendo los comunicados preparados por la inteligencia artificial. Esa escenografía de ministros con intervenciones limitados a la lectura ante mudos testigos y sin aceptar preguntas dejaron de convencer.
Los discursos de la inteligencia artificial quedaron desbordados por los momentos escalofriantes, angustiosos y terribles. Las alocuciones eran frías. No respondían ante el estremecimiento, conmoción y dolor de la población.
El malestar se apoderó de los ciudadanos abriendo grietas insalvables entre quien ejercía el poder y el pueblo.
La legislatura no sobrevivió. Los ministros y su presidente a la cabeza serían recordados por su inexpresividad, impasibilidad e imperturbabilidad.
Un Gobierno frío e indiferente. Inhumano. Un Gobierno carente de emociones y sin corazón ante sus más hondas preocupaciones o sentimientos.
Había sido un gobierno sin alma, pero al menos habíamos logrado tener por primera vez en nuestra historia algo inaudito: un gobierno inteligente.
Los ciudadanos tenían un reto difícil en la siguiente convocatoria electoral. Elegir entre un gobierno sin alma o un gobierno inteligente, aunque fuera artificial.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales