Con el estrepitoso sonido del portazo que dio mi padre al salir, nuestra vida, que apenas había empezado, cambió para siempre.
Mi madre había sido educada para atender a su casa y ocuparse de sus hijos y, sobre todo, para ser la compañera de su marido.
A la terrible situación del país se sumaba ahora la delicada posición que atravesaba mi familia. Abrumada y sin saber qué debía hacer, mi madre se fue a Costa Rica durante un año para trabajar y sacar a su familia adelante.
Nos dejaba a mi hermana de tres años y a mí de uno al cuidado de una tía durante su ausencia. Sin saberlo se convirtió en mi verdadera madre porque a la biológica pronto la olvidaría. Doce meses después a su regreso no quería estar con ella. Era la gran desconocida.
Tras su vuelta del país hermano, mis padres reiniciaron la convivencia, y un año después mi madre se quedó embarazada de mi hermano. Dos años después de su nacimiento, mi padre se marcharía para siempre con una joven de dieciocho años. Era la segunda vez que daba un portazo a nuestras vidas. Mi madre tenía entonces treinta y cuatro años, y se volvía a quedar tirada en la cuneta.
Desconcertada, desbordada por los acontecimientos y profundamente deprimida mi madre se metió en la cama. No se levantó. Así pasaría cinco años.
Mi hermana mayor tenía nueve años, yo seis, y mi hermano dos.
El primer día mi hermana me dijo: —Haz la comida. Yo había visto a mi madre cocinar, pero no tenía la menor idea de por dónde empezar. Protesté con docilidad. Un poco airada, y sin dar importancia a mis quejas mi hermana elevó la voz: —No voy a hacerlo todo, y hay que comer. Y me dejó sola. Ella también trabajaba mucho y tenía nueve años.
Mi hermano de dos años se metió en la cama con mi madre. Permaneció siempre a su lado. Nosotras no entendíamos qué estaba pasando, él menos. No se movió de su cama. Y así pasaron las semanas, los meses y los años. —Mi mamá está malita y yo tengo que cuidarla, decía triste y compungido.
Durante esos largos e interminables cinco años, mi madre apenas habló. Nosotras, pequeñas e incapaces de comprender ni ayudar, nos acostumbramos a sus complicados y difíciles silencios. No sabemos cómo, pero sobrevivimos.
Cuando se levantó de la cama y salió de su dormitorio yo tenía doce años, y me adentraba en la adolescencia. Gradualmente mi madre fue asumiendo tareas, pero nuestra casa nunca me pareció un hogar.
Con veinte años me enamoré, y mi madre me advirtió: —No te conviene ese chico. Te hará daño. A cualquiera le hubiera escuchado, pero en sus palabras nunca reconocí a mi madre, la gran ausente de mi vida.
Me quedé embarazada y él me dejó. Durante el embarazo la oí una y otra vez: —Te lo dije. No quisiste escucharme. No era hombre de fiar. Fuiste tonta. Tienes lo que mereces.
Procuré evadirme. Intenté no darle vueltas a lo que me decía. Durante meses me prometí a mí misma ser una buena madre. Una verdadera madre. Nunca abandonaría a mi hija. No la dejaría por nada del mundo. Ella era lo más importante de mi vida.
Y nació. Fue una luz resplandeciente al final de un oscuro túnel. La llamé Marisol. Nunca pensé que pudiera quererse tanto a alguien tan pequeño. Era inmensamente feliz con mi niña.
Y cuando más feliz era, tuve que buscar trabajo. Tenía que darle una buena educación. Y las tinieblas se cernieron sobre nosotras. Mi país no me permitía darle la existencia que quería para ella. Tras varios intentos infructuosos decidí tomar la más difícil decisión de mi vida. Me fui a mi habitación y hablé largo y tendido con ella: —Hijita te quiero con locura. Tanto que se me rompe el corazón al pronunciar en alto la decisión que he tomado. Mereces una vida mejor de lo que puedo darte. El sacrificio que me demanda la situación hiere profundamente mi alma. Tengo que salir a trabajar al extranjero. Lo peor, lo terrible de mi viaje es que tengo que dejarte. Pensar en ello me deja al borde del abismo, pero te quiero tanto que debo prescindir de mis sentimientos y pensar en tu futuro y en tu vida, pensar solo en ti. Te prometo que saldremos adelante. Lucharé por ti hasta la extenuación. Con voz entrecortada continué. Mi niña jugaba con un sonajero y una muñeca de felpa que tenía en su cuna: —Ahora te cuento la segunda parte. Aunque me mires con esa carita de no entender a tu mami, te digo que será mi mamá quien te cuidará mientras yo esté fuera. Hablaré contigo todos, todos los días. Te quiero con locura.
Después de dormirla y desearle todas las bendiciones fui a hablar con mi madre. Las circunstancias una vez más trocaban nuestra existencia. Una segunda oportunidad impensable se nos presentaba. Quien no había ejercido la maternidad conmigo podía hacerlo con mi pequeña y queridísima hija. Me sustituiría durante unos años en el papel esencial de mi vida. Se ocuparía de mantener lo más valioso que tenía. Me dijo que sí. Nos abrazamos y lloramos. Volvimos a abrazarnos y a llorar. Por primera vez sentí a mi madre.
Mi hija acaba de cumplir cuatro años. He trabajado y estudiado duramente en los últimos tres años. Lo he hecho a destajo para acortar los plazos.
No he dejado de hablar con ellas ni un solo día. He enseñado por videoconferencia a rezar a mi hija. Le he contado infinidad de cuentos. Hemos aprendido a cantar cientos de canciones. La he reprendido con suavidad y energía. Hemos reído y alguna vez hemos soltado alguna lágrima.
Cuánto he deseado y suspirado por el viaje que ahora preparo. Estoy nerviosa y emocionada. El sacrificio y las privaciones afectivas llegan a su fin. Me siento orgullosa de mi madre. Ha cuidado a mi hija. Ha aprendido con Marisol, su nieta, a ser madre. Y yo la he reconocido por fin como mi madre. Me ha salvado la vida, y ha encontrado una razón para vivir.
Ahora soy yo quien cierra la puerta. Lo hago suavemente hasta la vuelta. Vuelo para reencontrarme con ellas y traérmelas para reiniciar nuestra nueva vida. ¡Volveré con Marisol!
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales