Viajamos a Madrid tras la llamada de mi hermano: nuestro padre había empeorado en su ya delicada salud. La agravación era preocupante teniendo en cuenta su elevada edad, ochenta y cinco años.
—No debimos llevarle a Madrid a pasar las Navidades, le decía a mi mujer. Y añadí con pesar: —Él había insistido en quedarse en su casa. Nos equivocamos. Le forzamos y el pobre hombre cedió a nuestros planes.
Teníamos que darnos prisa. Urgía llegar a Madrid sin demora. Tenía que despedirme de mi padre.
Una carretera de doble dirección, tres puertos, travesía por decenas de pueblos, tráfico de camiones, firme irregular, carreteras estrechas y cientos de curvas cerradas y mal peraltadas. Y, en ocasiones, cruce de vacas o de rebaños de ovejas. ¡Qué tiempos aquellos! En vez de quinientos kilómetros parecía un recorrido más largo y peligroso que el del transiberiano.
Y llegamos a la capital. Mi padre estaba gravísimo, pero al menos pudimos pasar sus últimas horas de vida juntos. Decidimos cumplir su último deseo: ser enterrado en su Galicia natal.
Viendo cerca su final, mi hermano inició alguna gestión. Llamó a dos funerarias autorizadas para realizar el desplazamiento. Cuando colgó estaba lívido. Parecía que las livideces cadavéricas que pronto aparecerían en el cuerpo de nuestro padre las tenía él impresas con antelación.
Teníamos una enorme pesadumbre. Le habíamos trasladado a Madrid porque así lo acordamos los dos hermanos. Era un padre ‘pin pon’ adelantado a los tiempos. —Ya te contaré después. Ahora acompañemos a padre, me dijo.
Mi padre murió en la presencia de sus dos hijos y su nuera. Habíamos tomado su mano acompañándolo en el trance final de su existencia. Le besamos y nos despedimos de él con pena y dolor.
Tras su adiós, mi hermano tomó la palabra: —Os propongo que vayamos a Galicia en vuestro coche. Han acabado las navidades y el tráfico se ha reducido. No habrá problema. Cuando lleguemos, lo enterraremos tal y como él quería. Y añadió: —Hay que tomar la decisión sin demora.
Y dicho y hecho. Le bajamos en la silla de ruedas. Al traje que vestía al morir solo le añadimos un sombrero que pusimos en su cabeza. Salimos antes de que hubieran transcurrido dos horas desde el deceso.
Entre mi hermano y yo le sentamos en el asiento del copiloto. Dos horas después de nuestra salida paramos en una gasolinera. Al entrar en el bar recibimos una llamada de atención: —No deberían dejar solo en el coche al abuelo. ¡Pobre anciano! Nos miramos y mi hermano volvió al coche, no sin antes agradecer el gesto.
Ya de vuelta al coche, les dije: —En la próxima parada tendremos que hacerlo por turnos. No hay que levantar sospechas. Sabíamos que anochecería pronto, pero no contamos con la ola de frío que se adelantó en horas al anuncio de los meteorólogos.
La nieve caía sin cesar. Una hora después de nuestra primera parada teníamos que hacerlo otra vez. Un pinchazo. Aparcamos en la cuneta. No sin dificultades cambiamos la rueda. Tendríamos que encontrar un garaje para arreglarla o comprar otra. La rueda de repuesto era mucho más estrecha.
Pocos kilómetros después paramos. La nevada era copiosa. Nuestra marcha era cada vez más peligrosa. —Cenamos si os parece. De esta forma podremos continuar el viaje sin más detenciones, siempre que la nieve nos lo permita. Entraron mi mujer y mi hermano tras mi insistencia. Yo aguardaría en el coche con mi padre.
Diez minutos después, aparcó a nuestro lado un coche de la guardia civil. —Buenas noches caballero. —¿Qué hacen dentro del coche? Deberían meterse en el bar. Allí estarán más calentitos. Ahora hace mucho frío, y las previsiones son desalentadoras para viajar. Las temperaturas bajarán bruscamente esta noche. No podrán continuar su viaje. Es imposible. Cada kilómetro hacia el norte se hace más blanco. La nieve cubre por completo los pueblos. ¡Qué decir de la carretera! Mañana será otro día, y además subirán las temperaturas a mediodía. La carretera ya está inaccesible. —Necesita Vd. ayuda con su padre, supongo será su padre. —No, muchas gracias. Ahora vendrá mi hermano a ayudarme. Buenas noches, les dije esperando terminar la conversación.
Cuando volvieron de cenar, les dije que había que salir del coche. Al intentar mover a nuestro padre comprobamos que el rigor mortis era el invitado indeseado a nuestra aventura. Nada podíamos hacer.
Uno de nosotros se quedaría en el coche. Mi hermano insistió para que fuera a dormir con mi mujer. Así conduciría al día siguiente.
En el hostal en el que estábamos nos apremiaron. Debíamos entrar. Si no teníamos dinero ya pagaríamos otro día. Insistimos en que todo estaba bien, pero aceptamos las mantas que nos prestaron.
Con el alba salimos. El coche no arrancaba. Desde el hostal salieron amablemente. Insistían en ayudarnos. Antes se interesaron por nuestro padre y mi hermano. —Si Vds. no tenían dinero para dos habitaciones, ya hubieran pagado más adelante. Quedarse dentro del coche con una noche así es inhumano. Confío en que a su padre no le afecte. Es un hombre mayor, ¿qué años tiene?
—Hay que bajar todos y empujar, añadió. Su padre que no empuje, pero que baje. —No, no le molestemos. Pesa poco. No hay problema, resolvió mi hermano.
Empujando todos, el coche volvió a circular con los cuatro dentro. Íbamos muy, muy despacio. La carretera parecía una pista de patinaje sobre hielo.
No era posible controlar la dirección. Hacíamos eses sin parar. Y con la rueda de repuesto.
Eran las nueve y media de la noche cuando, por fin, llegamos al pueblo. Se cumplían dieciséis horas de conducción ininterrumpida, temeraria y peligrosa.
Al día siguiente dimos sepultura a mi padre.
—Han pasado treinta y nueve años de esta increíble historia. Espero que mi padre nos haya perdonado. Nadie se enteró de lo que hicimos. Mañana, hijo mío, tomarás posesión como guardia civil de tráfico.
Quería contarte lo que sucedió para que conozcas la clase de personas y actuaciones con las que te puedes encontrar… Y, todo, por ahorrarnos unos miles de pesetas de la época.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales
