¿Constituía la práctica del aborto tal vez un delito de sangre? Eso es lo que precisamente las autoridades civiles y eclesiásticas reprobaban de la supuesta mala praxis de don Luis «el médico». Y lo peor para sus conciencias es que, -según contaban-, lo hacía por puro altruismo, no por dinero, y de ello podían dar fe algunas de las maduras prostitutas que se prestaron a la interrupción de sus embarazos sin que nada pudiera demostrarse en contra de don Luis. No obstante, estuvo bastante cerca de ser acusado e imputado por ello.
Pese a todo, el caso de don Luis «el cura», visto desde la óptica de una escala de valores muy característica de la idiosincrasia y de la conciencia ciudadana de aquellos tiempos en La Cuesta, resultaba aún mucho más grave. Sin poderlo probar, todo el mundo sospechaba y daba por sentado que también «el cura» mantenía periódicas relaciones sexuales con una supuesta misteriosa y muy católica dama de la burguesía local, pero de ser cierto ello era considerado pecata minuta comparándolo con la manera que al parecer tenía el cura de enriquecerse; explotando una flota anónima de taxis de su propiedad y conducida por terceros. La población toleraba de buena gana el hecho de que el sacerdote no respetara en absoluto el voto de castidad que le imponía su Santa Madre Iglesia, pero la codicia y el enriquecimiento personal amparado por las autoridades civiles de la época le resultaba al pueblo del todo imperdonable; un verdadero escándalo.
Las aspiraciones de don Luis «el cura» iban mucho más allá que la de ser el simple párroco de una modesta iglesia de pueblo y eso lo sospechó siempre su tocayo “el médico”. Utilizaba astutamente a su propia familia en beneficio propio, implicándoles sin escrúpulos en su estrategia de llegar a alcanzar la categoría de obispo y ocupar alguna vacante en cualquier diócesis que se necesitara. En el seno doméstico de su pequeña organización contaba con la inestimable colaboración de su propio hermano, un grandullón civil, siempre bien vestido aunque con boina negra, que no sólo hacía las veces de secretario particular sino que actuaba también como un tupido filtro entre el pueblo llano y el probable futuro monseñor, de modo que resultaba prácticamente imposible que se dignase a conceder audiencia a cualquiera. Toda la familia vivía a un tiro de piedra de la modesta Iglesia, en la llamada Carretera Vieja de La Cuesta, en una casita de planta baja que también hacía las veces de Sede Parroquial.
Digno de agradecimiento general fue el establecimiento, junto al Callejón Piñeiro y al borde de la carretera general, del bautizado como Hogar Obrero, con el que D. Luis «el cura» habría culminado, costeada de su propio bolsillo, su obra social más emblemática y ambiciosa. Consistía en un pequeño edificio sin pretensiones, de dos plantas y de carácter recreativo-educativo dónde por una módica cuota mensual al alcance de cualquier trabajador de entonces se podía hacer uso de sus instalaciones. En la planta baja, la lúdica, se encontraba un pequeño bar que no expendía alcohol, pero donde se podía jugar a las cartas y al dominó, además de dos mesas grand macht bien cuidadas de billar francés y un pequeño escenario con pantalla sobre la que los sábados por la tarde se proyectaban películas, previamente censuradas, para todas las familias. La segunda planta se destinaba a biblioteca, clases de música y lugar de ensayo de la rondalla de pulso y púa que dirigía magistralmente y sin ánimo de lucro un conocido y responsable ex-seminarista de nombre José Antonio.
Todo el mundo en La Cuesta conocía perfectamente el nombre de la querida de D. Luis “El médico” pero ignoraban por completo cual era el de su esposa. Simplemente la trataban como la esposa de don Luis.
La esposa de D. Luis «el médico» y la querida de éste apenas sí se conocían a pesar de vivir tan próximas. Al margen de la posición social que ocupara, la educación y la total discreción por la que la primera se había ganado merecidamente el respeto, la confianza del barrio, además de su compromiso personal, había hecho de ella la abnegada esposa, madre de dos hijos, sometida a diario a los caprichos de un marido, seguramente destinado profesionalmente como represalia por alguna razón desconocida y en contra de su voluntad a un villorrio de tan especiales características como La Cuesta, cuyo ambiente tan maleado no ayudaba en absoluto a disipar las posibles frustraciones profesionales que perseguían al doctor.
Con frecuencia y ante una emergencia imprevista de salud, los pacientes solían acudir al domicilio particular del médico solicitando su asistencia inmediata. En tales casos, era su propia esposa la que les recomendaba sin ninguna acritud aparente que fueran a preguntar a la casa de Luisa puesto que allí no se encontraba en aquel momento.
La razón de que a aquella hora se encontrara en casa de Luisa había que buscarla en los acontecimientos vividos durante la noche anterior en cualquier cabaret barato del Valle de Tabares, donde habría amanecido borracho y luego conducido por algún taxista del turno de noche hasta el callejón sin salida donde vivía su querida y donde acabaría su existencia.
La presencia de Luisa en la vida de la esposa de don Luis «el médico» representaba para ésta última una gran comodidad desde un punto de vista higiénico. Podría haber sido en cualquier otro lugar, pero parecía ser cierto que su mujer, en su fuero interno, agradecía de buen grado que su marido, en tales ocasiones, acudiera a arrojar toda la basura generada en sus noches de juerga al domicilio de Luisa y no al suyo: vómitos, sangre, sudor, lágrimas, perfume barato, Maderas de Oriente, Tabú, Myrurgia, alcohol, tabaco. Ya aparecería algo más tarde, como siempre después de la resaca, a ducharse, mudarse de ropa y a pasar consulta.
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Licenciado en Historia del Arte y Bellas Artes