domingo, septiembre 8, 2024

Amigos

Coincidí con Luis en la entrada de la Facultad de Ciencias de la Información. En un intermedio de clases fuimos al bar a tomar un café. Fue un café largo, ya que allí nos presentaron a una panda de ‘estudiantes’ viciosos y jugamos nuestra primera partida de mus.

Nos compenetramos tan bien que antes de dejar la cafetería ya estábamos apuntados en la liga universitaria del juego de taberna por excelencia.

Las notas durante la carrera no fueron sobresalientes, pero, a cambio, reunimos una cantidad importante de trofeos de mus. Pese a nuestras andanzas terminamos los estudios en cinco años.

Ya éramos licenciados. Dos periodistas más en el mercado nacional, y, ¿ahora qué? Solo sabíamos que no teníamos garra ni valor para estar frente a un ordenador ocho horas diarias. Éramos todavía unos jóvenes demasiado idealistas. Soñadores. Unos ilusos e incautos según nuestras respectivas familias. Unos inmaduros, según nuestras sensatas novias.

Teníamos unos deseos exacerbados de conocer mundo, de contar noticias distintas. Relatar historias increíbles, narrar peripecias extraordinarias, describir formas de vida diferentes. Estábamos preparados para viajar por el mundo, conocerlas y después contarlas. Tocar la fibra sensible de nuestro público. Impresionarles. Enardecerles. Sobrecogerles.

Nuestro primer viaje fue a Bosnia-Herzegovina. En concreto a Zenica una ciudad próxima a Sarajevo, en la que los enfrentamientos entre la población eran crueles e inhumanos. Palpamos el dolor y la dura realidad de una guerra sin sentido entre quienes empuñaban las pistolas y los cuchillos. No entendían entonces, ni entendieron después la sinrazón de su odio.

La crónica que publicamos con las fotos nos hizo merecedores de la lectura a través de Internet de un número ingente de lectores. Hasta nuestras familias cambiaron el concepto que tenían sobre nosotros.

Después llegó nuestro reportaje sobre la devastación del terremoto de la capital de Haití que nos valió el premio Lorenzo Natali de la Unión Europea.

Muy poco tiempo después, estuvimos nominados al Premio Mundial de Libertad de Prensa de la Unesco por la crónica sobre la falta de libertades en países como Sudán, República Sudafricana, Somalia, Libia, Arabia Saudita, Eritrea y otros.

El reconocimiento nos animó a seguir en esa línea pese a las protestas de los nuestros. Ellos consideraron que ya habíamos trazado un camino para los jóvenes, para las nuevas generaciones. En nuestra madurez deberíamos hacer trabajos exentos de riesgos, al menos de peligros extremos.

Sin embargo, con la experiencia de casi veinte años afrontamos nuestro viaje a Burundi. El comercio ilegal de marfil nos llevó a investigar la existencia de importantes mafias que estaban acabando con los elefantes. Teníamos que averiguar su modo de trabajar en un parque muy protegido por sus autoridades. Íbamos a adentrarnos en una mezcla de engaño, avaricia y riesgo de extinción de una especie icónica en la naturaleza.

La peligrosidad del viaje demandaba medidas de seguridad extremas. Nuestra experiencia en viajes arriesgados o temerarios, según algún familiar, nos tenía acostumbrados a trabajar con medidas especiales. No debíamos confiarnos, y menos ahora, con nuestras circunstancias familiares.

Luis tiene un hijo de tres años y yo una hija de seis y un hijo de dos. Es evidente que no podíamos correr riesgo alguno.

Contratamos dos conductores con permiso de armas en el país. Al adentrarnos en el parque nacional de Burundi se nos unió otro todoterreno con cuatro guardias del parque. Era imprescindible su refuerzo. Ellos, protegerían nuestras vidas por la retaguardia.

Llevábamos dos días recogiendo testimonios y anécdotas que nos ayudaran a contar las intrahistorias existentes detrás del tráfico de marfil.

Al anochecer de la tercera jornada y poco antes de emprender la retirada nos vimos envueltos en una emboscada. La metralla iba y venía. Refugiados entre las cajas rezábamos lo que sabíamos.

Luis hizo un brusco movimiento. Y de pronto una cara de dolor se grabó en su cara. Una bala le había atravesado su pecho. Me quité la camiseta que llevaba y rasgándola intenté vendarle la terrible herida para impedir la salida de sangre que brotaba sin pudor.

A los cuatro trabajadores del parque se les terminó la munición. Debían ir a por ayuda para reprimir el ataque. Nuestros conductores habían muerto a balazos. Al ver a Luis me animaron a subir al jeep. En su estado no resistiría el viaje. Debíamos irnos de inmediato o moriríamos todos.

Al negarme a subir, Luis me dijo: —Ni hablar ¡Vete! ¡Vete con ellos! Tras dejarles ir me dijo: —Gracias amigo, gracias. Hasta el último momento de mi vida has sido el amigo fiel que encontré en la facultad.

Recordé entonces, de forma apresurada, las grandes ilusiones, retos y sueños que habíamos vivido. Juntos, compartimos decenas de viajes, aventuras y peligros. Habíamos sufrido sacrificios, dificultades y angustias, y habíamos conocido la miseria y la bondad humana, la ira, el odio y la generosidad. Juntos también habíamos llorado y reído.

Y prosiguió a duras penas. Con enorme esfuerzo y sabiendo que le quedaban escasas fuerzas quiso condensar en pocas palabras los muchos sentimientos que tenía: —Nunca pensé que llegaría este momento. Una vez más, gracias, amigo. Ahora, en el último viaje, te has quedado a mi lado, para que no me vaya solo. Pocos en la vida habrán tenido mi suerte: tener un verdadero amigo, leal y único como el que me honro en tener…

Sus palabras fueron interrumpidas por un fuerte silbido. Era el sonido producido por una ráfaga incesante de balas que caían sobre nuestros cuerpos.

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

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