domingo, septiembre 8, 2024
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Inocencia rota

Habíamos merendado y hacíamos los deberes. Eran las siete de la tarde. Mi hermano Carlos, de nueve años, y yo, de trece, recibimos a nuestra madre en casa. Nos presentó a su novio, que venía a vivir con nosotros. No era el primero y pensé que no sería el último.

A los diez días, volvíamos a estar Carlos y yo sentados en la mesa de la cocina con los deberes. Se sentó con nosotros. De pronto, sentí su mano encima de mi pierna. La aparté y él la buscó hasta posarla de nuevo. Me levanté y fui corriendo al cuarto de baño. Encerrada, temblaba de miedo, mi corazón latía a gran velocidad. No me atrevía a salir. Cuarenta minutos después oí a mi madre: ¡había llegado mi salvación!

Salí. Recogí a toda prisa mis cuadernos y le dije: —Mamá, no me encuentro bien. Me voy a la cama. —Toma un vaso de leche, me contestó. —Mañana lo tomaré al levantarme. Adiós, dije sin mirarle.

No conseguí dormir. Lloré. —Por favor, por favor, que se vaya de esta casa, pensaba. Dos horas más tarde, Carlos se metió en su cama. No podía enterarse de nada.

Cuando por la mañana le oí marcharse, salí de mi habitación. Me duché y nos fuimos al colegio. Mi madre se quedaba allí cocinando.

A la salida del colegio volvimos a casa. Puse la mesa para comer lo que cada día nos dejaba. De pronto, sonó el ruido de la cerradura y apareció.

Me pidió que le pusiera un plato a mi lado. Intentaba disimular porque, de inmediato, volvieron las palpitaciones. Se sentó acercando su silla a la mía. Me cogía la mano para que le acercara la cazuela. —Otra vez, pensé. —Por favor, que no me toque. Es un ser repulsivo. Quería irme, pero no me dejó marchar. —Ahora a estudiar aquí. Yo veré la televisión mientras tanto, dijo

De vez en cuando se sentaba en la mesa. Yo intentaba separarme, pero él se acercaba. Mi hermano era tonto. No se daba cuenta.

Llevaba semanas huyendo de él. Hacía cualquier cosa por entretenerme y volver tarde a mi casa. Mi madre, enfadada, me castigó a estar en casa. Y, entonces, aparecía él.

En lo único que pensaba noche y día era si debía decirle a mi madre lo que estaba pasando —¿Me creería? Creo que no. No me atrevo. Seguro que me echará la culpa de todo.

¿Por qué me tiene que estar sucediendo esto? Tengo trece años. Tengo miedo. Me da asco, muchísimo asco. Es un hombre repugnante. Me quiero morir. Ya no aguanto más. ¿Qué puedo hacer? No me atrevo a decírselo a nadie en el colegio. ¿Qué hago? No sé. Solo quiero llorar.

Otro día más. No quiero levantarme de la cama. Me persigue. Siento su aliento en mi nuca. Es una pesadilla. Cuando estoy en la mesa, sigue manoseándome las piernas. Que angustia. Le abomino. Me provoca náuseas. Dejé de sentarme en el sofá.

El cuarto de baño era seguro gracias al cerrojo. También mi habitación lo era, hasta que un día que mi madre llegó tarde se metió en mi cama y eso que estaba mi hermano delante. Le dijo a Carlos: —Vengo a estar con tu hermana. Pobre, le duele la cabeza. De inmediato contesté: —No. A mí no me duele nada. ¡Vete!, no quiero que estés aquí. Sin embargo, dijo: —Pero si te acabo de poner el termómetro y sé que tienes fiebre. Anda, no protestes. No seas rebelde. Ya sabes que no me gusta que me lleves la contraria. Después de dos zarandeos bruscos me encerré en el baño y ahí me quedé.

El sábado, mi madre anunció que se retrasaría. Le dijo a Carlos que viera un partido y me arrastró a mi habitación. De forma infame y repugnante me privó de la emoción del primer beso. Le aparté con temor, pero él me decía: —Si lo estás deseando. Crees que no te veo. Me miras y me deseas. Yo te enseñaré a disfrutar.

Dos días después pulverizó aún más mi integridad robándome, con el uso de la fuerza, mi primera caricia. Los acontecimientos se precipitaban. La vergüenza, la humillación y el miedo se sucedían.

Estaba sobrepasada. Era profundamente desdichada. Nada me importaba. En el colegio me regañaban porque estaba ida. Mi estómago se cerró y no podía comer. Tenía pesadillas. Su grasienta mano se me acercaba. No quería salir. Mis amigos fueron dejándome de lado en sus planes. Mi vida era un infierno. Un suplicio. Me encontraba al borde del abismo.

Por la noche, sola en mi cama daba vueltas sin cesar. ¿Quién está permitiendo lo que sucede cada día? ¿Qué hago? ¿A quién se lo puedo contar? Al final de las preguntas seguía inmóvil. Me dejaba llevar. Yo también me repugnaba. Después, no podía dormir. La noche en la que el cansancio me vencía, volvían las pesadillas.

Aquel viernes mi madre volvería de madrugada. Quise huir. Estaba aterrada. Entonces me arrastró a su dormitorio. Consumó su acto deleznable. Profanó mi infantil, inocente y delicado cuerpo, rompiendo mi espíritu y mi vida.

Sus inmundas actuaciones se repetían. Quebrada y hundida moralmente me desmoroné.

Un día mi madre volvió antes de lo previsto. Nos vio. Estábamos en su dormitorio. Me sentí todavía más hedionda y avergonzada. Mi madre me había visto. Ahora, terminaría el horror que estaba viviendo. Pero no dijo nada.

Confundida, aturdida y angustiada me fui a mi habitación. ¡Era mi madre! ¿Mi madre? Cómo era posible. Estoy desesperada. ¡Dios mío!, que alguien me ayude… Carlos me oyó llorar esa noche.

Tres días después fue Carlos el que nos vio. Gritó diciendo que iba a decirlo en el colegio. Entonces, le di una paliza. —Mentiroso. Eres un mentiroso. No inventes. No hacíamos nada. Vete ¡embustero! Cuando volvió mi madre, le mandó a la cama, y nada pasó tampoco aquel día. Nunca encontraré un chico que me quiera después de todo esto. Me acosté llorando hasta que el sueño me atrapó.

A la vuelta del colegio, Carlos me preguntó por qué no salía a la calle con mis amigos y quería estar siempre en casa. Era en casa donde se repetía lo que era una cruel y aterradora costumbre.

Pocos días después, la directora entró en el aula y me pidió que la acompañara fuera ante el murmullo extrañado de mis compañeros. Semanas después sabría que Carlos había destapado la infamia.

Ya en su despacho, entró una mujer joven. La directora salió. Pasamos a una sala apartada. No sabía que existía. Era acogedora, silenciosa y sin ventanas. Nadie podía vernos.

Después de seis horas con alguna pregunta, tensos silencios y miradas de complicidad, consiguió que estallara y me rompiera en mil pedazos…

—Llora, grita, patalea… Te comprendo Elena, y comparto tu sufrimiento. Mírame. Y sus ojos se pusieron vidriosos primero, reprimiendo a duras penas las lágrimas que luchaban por salir.

No me cogió la mano. No me acarició el brazo, ni mi larga melena. Se mantuvo a distancia. Sin tocarme. Estaba emocionada y enternecida. En esos momentos supe que había vivido lo mismo que yo.

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

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