Los nombres del subtítulo se podrían engrosar aún más con el de Ernesto, Fidel, Nikita, Viacheslav, Mao, Gadafi, Idi Amin, Bokassa, Obiang… es incomprensible que las personas de bien se dejen comer la cabeza por discursos sectarios –religiosos o políticos– que van contra cualquier principio con el mínimo de sentido común.
Como dicen los viejos del lugar: “Desde que el mundo es mundo y desde que el hombre es hombre…” siempre ha habido personas que quieren modificar el comportamiento y las costumbres de los que les han apoyado para llegar al poder. Ningún dictador, monarca, presidente de república o país ha tenido la capacidad de hacer examen de conciencia. Se creen dioses de un mundo irreal.
La diferencia entre un sátrapa y un estadista es muy clara, cuando la brújula que siempre marca el Norte se vuelve loca se cometen injusticias y aberraciones. Olvidan estos personajes que han hecho historia, en muchos casos historia triste, que cuando un líder gobierna un país, lo hace para los que le han elegido y para los que no. Un golpista dictador o un absolutista debería tener en cuenta que es imposible que todos estén de acuerdo e ir en contra de esa situación les convierte en criminales.
Resulta insoportable echar la vista atrás en la historia de la humanidad y constatar los genocidios que ha cometido el ser humano en nombre de la ideología, religión, pureza de raza o por un pedazo de tierra más o menos valioso. Lo más sorprendente es que en pleno siglo XXI, cuando se supone hemos alcanzado unos niveles de bienestar y cultura significativos, ningún organismo internacional haga o diga algo contundente.
Refugiados, inmigrantes, limpiezas étnicas, destrucción del planeta por los poderosos… ¡Ay, que cruz! –Confucio.