-Me parece que no creo en Dios, -le revelaba a mi mejor amigo de entonces en el cole no sin cierta preocupación-.
-Que no crees en la existencia de Dios, querrás decir, -puntualizó Chano, que así se llamaba mi compañero de pupitre.
-Yo no mucho tampoco, pero me alegro que alguien coincida conmigo, -me confesó Chano en un mismo susurro en el que apenas usábamos las cuerdas vocales.
Aunque bien es verdad que a esa edad tan temprana y tierna ya nos sentíamos obligados a creer por obligación, merced, sobre todo, a la presión mediática a la que en el colegio éramos sometidos, y que instigados por la influencia de la Iglesia y el Estado, su figura, la de Dios quiero decir, nos daba más bien miedo que otra cosa. En un sentido tanto o más que la influencia del Diablo, en el que tampoco creíamos pero al que, al mismo tiempo, temíamos sin razón aparente que lo justificara porque a aquellas edades en que nos planteábamos este tipo de cosas de carácter más bien teológico, nos sentíamos incapaces de levantar la ira que se decía de Dios, ni la maldad que se le atribuía al mismísimo Demonio. Tal era nuestra inocencia.
-Lo que pasa es que tú no crees en Dios, -era lo primero que oías de tus propios compañeros cuando ponías en duda algunos aspectos o pasajes de la Biblia que sólo leíamos en muy contadas ocasiones. Luego estaban las cartas de los apóstoles, como aquella de Pablo de Tarso a los Corintios, –de quienes jamás habíamos oído hablar– para exigirles, al parecer, la unidad y no sé cuantas cosas más sobre su conducta. Estas cartas de los apóstoles eran utilizadas contra nosotros como acicate para tratar de hacernos creer en aquello de lo que ya muchos dudábamos.
Los mayores, seguramente por miedo a las autoridades, tampoco se atrevían a negar rotundamente su existencia, –la de Dios, quiero decir–, pero si puntualizaban respondiendo que, de ser cierta su existencia, por lo menos, por La Cuesta no había pasado tal Señor; tales eran las condiciones de vida de la mayoría de sus habitantes en los tiempos de la posguerra, del racionamiento y el estraperlo como para ni siquiera caer en la tentación de admitir su milagrosa presencia.
De manera que hoy, muchos niños al igual que fuimos nosotros entonces, tendrán que llegar a preguntarse que habrán tenido que hacer tan mal como para que Dios, que todo es bondad, les haya que tener sometidos ahora a un castigo tan drástico y doloroso como el que provoca una pandemia tan letal como la que venimos sufriendo durante meses y se cobra tantas víctimas, entre las que se encuentran, precisamente, muchos de sus abuelos, aquellos que tampoco creyeron en Dios pero que guardaron silencio y que nunca se lo confesaron a esos nietos que hoy dejan a expensas del milagro del avance de la ciencia sanitaria de nuestro tan católico país.
Cuesta mucho que una civilización tan avanzada como la nuestra, todavía pretenda creer en la existencia de dioses salvadores de nuestros propios excesos.
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Licenciado en Historia del Arte y Bellas Artes