martes, octubre 8, 2024
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Chicharros fritos

-Quítate de aquí, que voy a freír.

Con esta escueta pero enérgica frase, mi madre me ordenaba que me retirara de al lado de la cocinilla donde ya se calentaba el aceite.

Yo salía del chamizo que teníamos por cocina y me colaba por una puerta que daba a la única habitación en la que consistía nuestra paupérrima vivienda. Una habitación en la que sólo disponíamos de dos camas de cuerpo y medio, separadas por una mesilla de noche y un par de baúles donde guardábamos todo lo que significaba ropa de cama (ajuar), de vestir, etc. De las paredes y paralelas a ellas, sobresalían unas largas barras de madera cruda de las que pendían algunos percheros en los que colgábamos indistintamente tanto la ropa de diario como la de domingo. Los zapatos debajo de las camas, junto al único orinal de cerámica del que disponíamos, porque el retrete era común para tres familias más y se encontraba en el patio del popular callejón Piñeiro de aquel suburbio que por entonces era La Cuesta.

Los chicharros frescos, cuando no bogas, recién comprados a las pescaderas ambulantes, crepitaban al caer sobre el aceite hirviendo, creando un universo de humo y ruido cuyo olor mi hermano y yo percibíamos desde la habitación, sentados al borde de las camas. Hasta allí no llegaba el aceite que siempre salpicaba al freír pescado fresco y que tanto le preocupara a mi madre que nos pudiera caer encima, pero si el deliciosos aroma que nos despertaba aquel riguroso apetito infantil.

Hoy en día y junto a un semáforo en rojo, se detiene un joven, saltando a mi lado sobre la misma baldosa para no perder el ritmo de carrera antes de que de paso el color verde que lo hará desaparecer a toda velocidad entre la multitud para mantenerse en forma; supongo. En todas direcciones corre gente de todas las edades, sobre todo y según dicen intentando adelgazar y es entonces cuando me acuerdo de nuestra infancia en La Cuesta en la que todo transcurría con una lentitud pasmosa y que, además, nos mantenía tan delgados como quisiéramos.

Estos rápidos transeúntes en todas las direcciones, lo que en realidad hacen cada día es empaquetar la ciudad entera con ese papel transparente e invisible con el que lo envuelven todo y, una vez que lo han conseguido, regresan luego ufanos a casa creyendo haber cumplido una misión secreta de regalo para la que han sido cuidadosamente elegidos entre los mejores atletas  de los cientos de gimnasios que abarrotan las ciudades.

Llegados a casa no tengo ni idea de lo que puedan llegar a comer, pero de lo que sí estoy completamente seguro es de que nunca será un plato de chicharros, cuando no bogas, fritos en aceite hirviendo ni en las mismas condiciones en las que me crié durante quince años de mi infancia.

No sé si este relato basta por sí solo para explicar, sin herir susceptibilidades de nadie, porqué no voto nunca al PP ni a Vox. Así de sencillo; y continúo igual de delgado que entonces.

zoilolobo@gmail.com

Licenciado en Historia del Arte y Bellas Artes

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