Por fin hemos logrado salir de Llagostera sin apenas contratiempos. Como en cualquier otro sitio, el sol, aquí también sale como cada día por el este pero de pronto parece huir a ocultarse precipitadamente entre las montañas próximas y dejar entonces al pueblo sumido en una húmeda penumbra bajo la que una sombría y persistente niebla comienza a flotar blandamente sobre los verdes campos circundantes sembrados desde siempre de una densa melancolía que en nada justifica el principal motivo por el que este recóndito lugar me atrajo desde un principio.
Los parroquianos andan continuamente doblando esquinas sucias de excrementos caninos en silencio, curiosamente siempre en sentido contrario al por el que yo transito de costumbre, como si quisieran evitar a propósito mi continua forastera presencia en el pueblo. Una espesa nube termina entonces por cubrir el sol de mediodía y una profunda tristeza acaba por instalarse, apoderándose de golpe del ambiente sombrío del pueblo, mientras los niños, sin vacunar todavía pese a la gripe que se avecina, deambulan peligrosamente por la plaza de Cataluña vigilados de cerca por la pereza que supone para sus aburridos padres asistir con ellos al ambulatorio.
Excepto los nacidos aquí, muchos otros llegaron cojeando desde lugares como Córdoba o tosiendo violentamente desde otros puntos como Extremadura, por ejemplo, estableciéndose discretamente en Llagostera por un sueldo digno con el que restablecerse en salud mientras la industria boyante del corcho les aseguraba trabajo hasta la jubilación. Aquí luego se quedaron definitivamente y aunque en la actualidad aún continúan cojeando y tosiendo, todavía conservan salud suficiente para algunos años más a cambio de la alegría de vivir que sólo les garantizaba su risueña procedencia sureña.
Algunos pasan horas desapercibidos, aburridos, sentados cómodamente en el interior del casino, en silencio, sin apenas mirarse entre ellos, pero observando atentamente durante horas el dibujo caprichoso que las vetas de mármol juegan sobre la superficie de la mesa que tienen ante sí. Alguien solicita entonces un agua mineral o un cortado descafeinado interrumpiendo por un instante la atención que mantenía hasta el momento en el fantasioso dibujo frente a él para dedicarle una mueca de sonrisa a la nueva camarera francesa de la que aún no se sabe porque habrá elegido precisamente este inhóspito lugar para venir a trabajar desde tan lejos y a edad tan avanzada pero con cuatro hijos, todavía, por mantener. Quizá fuera por la misma razón que en su día lo hicieran también los murcianos y andaluces a los que los catalanes continúan llamando despectivamente “charnegos” a pesar del tiempo ya transcurrido desde su advenimiento y continuar siendo socios de honor de tan emblemática institución decimonónica.
Dado el alto índice de la edad media de la población, las campanas de la iglesia suelen tocar a muerto con harta frecuencia pero sin un interés mayor que no sea el del propio cura al ver convocados, aunque para un triste funeral, a un número ya muy reducido de feligreses que aún hoy todavía continúan siéndole fieles.
Me habré ido definitivamente de Llagostera sin haber llegado a comprender siquiera por qué los muchos comerciantes del lugar continuaban negándose rotundamente a participar o formar parte activa durante los días festivos de la vida social del pueblo. Jamás se les veía aparecer en la plaza, ni en el bar del casino ni en las asociaciones vecinales, ni a donar sangre, etc., etc. Sólo después de un híbrido fin de semana volvían a emerger como si nada desde detrás de sus lustrosos mostradores aunque sin la menor intención, todo hay que decirlo, de intentar engañar a nadie por adelantado, sobre todo dada la fiabilidad con la que sus modernas balanzas terminaban convenciendo a los clientes más desconfiados.
Me gustaría puntualizar que no abandono Llagostera por resentimiento; ni mucho menos. Más bien lo hago por la poca colaboración que he encontrado por parte de los responsables de ciertas instituciones locales que con su perenne silencio han conseguido introducir en mi delicada conciencia una emoción de frustración tan intensa que ha dado como resultado un profundo sentimiento de castración intelectual y artístico tan grave que ha dejado mi alma sumida en la angustia que provoca la total incomprensión que lleva aparejada también la desidia con la que muchos catalanes se enfrentan a un fenómeno tan condicionante como el que hace ya unos años vienen padeciendo, desde la sufrida declaración frustrada de independencia que todo lo justifica.
Nos vamos cerca del mar aunque no hemos nacido, precisamente, en el Mediterráneo sino en el Atlántico.
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