jueves, noviembre 6, 2025
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Una mano tendida

Primero se arremolinó la gente. Alguien le vio y enseguida los viandantes se paraban tratando de ver lo que de inaudito o especial estaba sucediendo allá en lo alto. Entre ellos se preguntaban qué había para que otros miraran. —Un ovni, dijo uno que todavía no se había enterado. Muchos le mandaron callar. —No, dijo otro. Han pillado al ministro de agricultura con una amiga poniéndole los cuernos a su mujer.

En el piso veintisiete del edificio de la Plaza de España se podía ver a una persona encaramada en una de las cornisas.

Minutos después, la policía acordonó la zona desviando a coches y peatones.

Me llamo José. Soy bombero y psicólogo, miembro del retén especializado en rescates en la ciudad de Madrid. En cuanto me llamaron acudí de inmediato y subí para hablar con él.

No era mi primer caso, pero como en los muchos en los que había intervenido sentí al instante pinchazos en el estómago. Mis manos experimentaron el sudor propio de la situación siempre nueva, pues nueva y distinta era la persona en peligro. Debía entablar una conversación con alguien a quien no conocía. Una persona con éxitos y fracasos, amigos y enemigos, amores y desamores. Un ser humano que atravesaba una profunda crisis, viendo sólo lo que de negativo había en su vida. No me habían informado de si estaba o no enfermo, pero yo sabía que atravesaba por algo mucho peor: ¡estaba desesperado!

Se trataba de un hombre de mediana edad y era muy astuto pues había sido capaz de colarse en la habitación del hotel mientras la camarera hacía la limpieza. Al salir la camarera, él saltó.

Alguien le vio desde la calle y avisó al recepcionista del hotel, quien nos llamó de inmediato.

Con la experiencia a mis espaldas sabía que en los primeros momentos un rescatador se la juega. Son los instantes más peligrosos. Cualquier error, por pequeño que sea, puede quebrar la difícil situación a la que nos enfrentamos cada día. Son momentos de alta tensión.

—Hola, me llamo José. He venido para ayudarte siempre que quieras. ¿Cómo te llamas?

—Vete, no necesito a nadie. No te he llamado.

—Si no quieres no me digas tu nombre. Te llamaré ‘amigo’. Fingiré que acabo de encontrarte después de una larga búsqueda.

Me gusta simular que fuimos amigos en algún momento de nuestras vidas. Así, la preocupación por su situación es más real y cercana.

—Siento que nos reencontremos en esta difícil situación… Te conozco desde hace muchos años. ¡cuánto tiempo sin saber de ti! y, ahora…

—Déjame en paz. ¡Lárgate!

Su respuesta no me ha sorprendido. Debo conservar la calma, transmitir tranquilidad y empatía. No deben importarme sus desplantes. Está atravesando una situación límite en su vida.

—No puedes más, lo sé. Lo único que crees te sacaría del terrible agujero en el que te encuentras sumergido es morir. Pero morir también te agobia y acongoja.

Tomé aire, y proseguí:

—Pensar en el suicidio no te convierte en una persona débil, tampoco en un loco o en un cobarde. Podemos hablar como hemos hecho tantas veces durante años.

—Me gustaría meterme en tu piel. Sentir lo que tú sientes ahora. Ayúdame para entenderte mejor. Para que me identifique contigo como el ‘amigo’ que soy.

Es un hombre callado. He intentado varias veces que me cuente algo. Sé que es mejor que él hable, pero poco dice.

—La mayoría de los problemas tienen distintas soluciones. No hay muchas soluciones únicas.

Sigue sin hablar, pero he sentido que me escucha con más atención.

—También podemos hacer otra cosa. Te acompaño a tu casa. Descansas bien. Cuando te levantes mañana, tomas un buen desayuno y lo piensas todo con más tranquilidad.

Tengo que continuar. Debo mantener viva la esperanza de vivir.

—Has pensado en que ésta sea la solución, pero ahora entre los dos podemos encontrar otra.

Y de pronto dijo con voz desgarradora:

—Mi mujer me dejó y apenas puedo ver a mi hijo. Ahora me han despedido. No puedo ni pagar la casa en la que vivo.

Por fin hablaba. Había avanzado poco a poco. Algo pasaba. Quizá ya no estaba tan decidido de arrojarse al vacío. ¡Vamos!, me dije. Tenemos que seguir hablando.

—Una vida sin sentido, no vale nada…

Repasé internamente cómo íbamos. ¿Debía dar un paso adelante? ¿Me precipitaba o debía esperar?

—Sabes una gran verdad: todos atravesamos momentos difíciles en la vida. No querrás que tu hijo deje de verte para siempre. Un niño de siete años señalado en el colegio. Triste y abatido, sin entender por qué su padre se ha marchado de su lado para siempre.

—Una vez te enamoraste. Quien te dice que no vayas a encontrar otra mujer que te ilusione, y te haga recobrar la alegría.

Pensé que iba bien. Y continué:

—¿Viven tus padres? Si son mayores, la noticia de tu muerte será devastadora. Demoledora. No levantarán cabeza. Morirán en vida. Es fácil que se culpen por ello. Cómo ves, importas a mucha gente. Son muchos los que te rogarían que no lo hagas. Muchos ofrecerían sus manos para ayudarte en este momento. Tienes que saltar, pero hacia dónde yo estoy.

Y proseguí: —Todos necesitamos que nos tiendan una mano. Piensa en un amigo: aquel que tuviste de niño, de joven o uno que tengas ahora. Piensa en nosotros. Recuerdas… hace tiempo que no sabía de ti. Un hombre nunca es un fracasado si tiene un amigo.

Seguíamos encaramados.

—Aquí estoy. A tu lado. Siempre que tú quieras.

Tras casi tres horas subidos a la cornisa del piso veintisiete le ofrecí un cigarro. Y por fin me respondió:

—Está bien, hablaré con un psiquiatra. Pero será una visita rápida.

Tendí mi mano para ayudarle a entrar en la habitación. Ya dentro, le dije que le acompañaría al hospital.

Tras ingresar en la unidad de agudos me marché orgulloso de mi profesión. Atrás dejaba la prueba de ello. —Una vida más, pensé y sentí un escalofrío que recorrió mi cuerpo.

Días después un hombre acudió a nuestra oficina: las cocheras en donde se estacionan los coches de bomberos.

Preguntaba por mí. Indagué quién era y me dijeron que no había dejado su nombre: —Insiste en que le conoce y asegura que se alegrará de verle.

Al acudir a la entrada para comprobar la identidad del visitante le reconocí de inmediato. Parecía contento y satisfecho. Tenía buen aspecto. Había salido de la unidad de agudos tras cinco días.

Cuando me vio se lanzó y me dio un sentido abrazo. Lloró. También a mí se me saltaron las lágrimas. —Te debo la vida amigo, me dijo. Y salimos a tomar un café. No dejaríamos de tomarlo a lo largo de nuestras vidas.

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

 

 

 

Un hombre nunca es un fracasado si tiene un amigo.

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