jueves, noviembre 6, 2025
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Tras sus huellas

Desde muy pequeña recuerdo haberle preguntado miles de veces a mi madre: —¿Dónde está papá? ¿Por qué no vive aquí? En mi colegio todos mis amigos lo tienen. Ella, que siempre ha sido muy directa, contestaba con evasivas.

El día que cumplí catorce años entré en su dormitorio y me senté en su cama: —No me moveré de aquí, hasta que me digas algo de mi padre. Soy mayor, necesito saber quién es y dónde está.

Conocía mi determinación desde niña, la obstinación me hacía irreductible al desaliento. Había llegado la hora. Se sentó en la cama frente a mí, y a media voz me dijo: —Te contaré la historia desde el principio. Cumplí veinticinco cuando Nacho quiso que nos casáramos. Éramos novios desde hacía cinco años. Reservamos una iglesia y un restaurante al aire libre. Todo estaba preparado. Los regalos y las felicitaciones llegaban a mi casa todos los días. Gozaba con emoción desmedida cada segundo de la época más feliz de mi vida. Nada podía enturbiar una temporada tan dichosa. Sin embargo, dos semanas antes de la boda, descubrí que Nacho tenía una doble vida. Salía con una común amiga desde hacía cuatro años. A catorce días de nuestra boda, todo saltó por los aires. Yo confiaba en él, estaba enamorada y le quería con locura. Su traición me desgarró el alma. La decepción y el desengaño fueron tan dolorosos que mi corazón se rompió en mil pedazos. No se podría recomponer nunca y lo sabía. Nadie más volvería a pisotearlo. Mi traje de novia quedó colgado en el armario.

Tomó impulso para continuar, tragó saliva, y con sosiego añadió: —Pasaron los años y experimenté el deseo de ser madre. Ese deseo crecía de año en año. No sabía qué camino tomar. Tras muchas dudas, acudí finalmente a un banco de semen. Me fecundaron, y con una suerte enorme me quedé embarazada de ti. Eres lo que más quiero en el mundo. Volvería a hacerlo una y mil veces.

Con todo lo que te he contado, ya podrás adivinar que yo tampoco sé quién es tu padre. Las donaciones de esperma son anónimas por ley. Por eso nunca te he podido decir quién es. No quería mentirte. No lo he hecho jamás, pero tampoco sabía si estabas preparada para oír, entender y aceptar toda esta historia. Lo único de lo que estoy segura es que tú eres lo mejor que me ha sucedido en mi vida.

Se hizo un silencio difícil. —¿Qué piensas?, dijo al rato rompiendo la tensa calma. Permanecí callada. No sabía qué decir. Estaba noqueada. Aturdida por la impresión. Tras recibir un enorme abrazo me retiré a mi habitación alegando un cansancio inexistente.

Cómo había cambiado mi vida en apenas unas horas. Cuando me senté en su cama creí que era mayor, y al retirarme a mi habitación me reconocí débil, desprotegida y vulnerable.

Lloré sin parar toda la noche. Mi padre era un líquido enlatado. Mi madre había ido allí y había pedido un bote de semen. Si al menos me hubiera contado otra historia. Un amor disparatado a primera vista, una locura: —Conocí a un hombre que me enloqueció, tuvimos una aventura desenfrenada, ardiente… y me quedé embarazada; nunca más supe de él. Con su nombre me hubiera bastado.

Ahora, me sentía más niña, indefensa y desamparada. Temblaba. Hubiera deseado echarme en sus brazos. Como deseaba sentirme querida. Le necesitaba. ¿Me querría? ¿Le gustaría conocerme? ¿Qué me diría si me viera? ¿Me pareceré? Me dormí de madrugada pensando en él…

Al día siguiente fui al instituto. Estaba nerviosa y me sentí una extraña entre mis compañeros. Los miraba con disimulo y con una profunda envidia pensando en sus vidas de familia. Prefería no ser tan querida por mi madre, y tener alguien más que me quisiera. ´Si algún día tengo hijos tendrán un padre de carne y hueso´, pensé.

Mi adolescencia no fue fácil. La noticia que había conocido nada más empezarla, tampoco la hizo mejor. Seguí en el instituto. Una espiral de dudas vitales enredaba mi interior sin encontrar la salida.

A tres meses de terminar ni siquiera sabía qué estudiaría. Un día, de vuelta a casa, mi madre me dijo que había recibido una llamada del Hospital. Debía hacerme unas pruebas. —¿Para qué?, estoy bien.

Fuimos juntas. Mi madre había sido advertida previamente del motivo. Un médico nos explicó que el hombre portador del esperma tenía una enfermedad genética que había transmitido a la mayoría de sus hijos. Tenían que hacerme análisis.

Los resultados demostraron que no estaba afectada por la enfermedad, y que, paradójicamente, era una solución extraordinaria para todos los que sí la padecían. Entre ellos, mi padre.

El propio servicio médico y un psicólogo concertaron una entrevista conmigo para consultarme si estaba dispuesta a hacer una donación para combatir su enfermedad.

Mi madre me dijo: —Confío plenamente en ti. Y, le pregunté: —¿Tú qué harías mamá? Con detenimiento puso sobre la mesa las ventajas y los inconvenientes, pero la decisión tendría que tomarla yo.

Después de dar muchas vueltas, puse mis condiciones. Solo accedería si previamente me dejaban entrevistarme con mi padre.

Al cabo de una semana, el mismo equipo que se había reunido conmigo, me confirmaba la voluntad de mi padre para conversar conmigo. Ellos estarían en una habitación contigua por si necesitaba su ayuda.

Tenía dieciocho años. Cuatro años habían pasado desde que conocí su existencia. Unos años difíciles esperando esta ocasión idealizada, anhelada y soñada.

Me cambié cien veces de ropa y otras tantas de peinado. Quería impactarle. Dejarle impresionado. Enternecido y extasiado. Se había perdido mis primeros dieciocho años. Tendría que darse mucha prisa para recuperar el tiempo perdido. Exprimir, en adelante, todos nuestros momentos vitales.

Llegué con una puntualidad exquisita. Él llevaba un rato esperando. El equipo me recibió, y entré en la habitación. Había dos sofás y una mesa en la que nos habían puesto unas bebidas. Al entrar, se levantó para recibirme y me tendió su mano que, nerviosamente, apreté temblando.

Era un hombre alto. Mantenía el atractivo que, sin duda, tuvo en su juventud. Había cumplido cincuenta y dos años. Su profesión empresario. Tenía una próspera y gran empresa. Me dijo que estaba casado, y tenía dos hijos (hijo e hija). Era su hijo el que tenía una edad parecida a la mía. Su hija tenía cinco años más.

En su etapa de estudiante se dedicó a donar esperma. Era una forma de obtener dinero. Fueron tantas donaciones que se costeó sobradamente sus estudios y sus múltiples gastos, viviendo holgadamente.

Nunca pensó en los hijos que con su esperma pudieran nacer. Parece que eso no le importaba nada. Tras una conversación de casi dos horas, solo saqué limpio una cosa: Necesitaba de mí, necesitaba de mis tejidos para salvar su vida. Sin embargo, nada referente a mí le importaba. No tenía ningún interés en lo qué era, lo qué pensaba, lo que sentía. Ignoraba qué o quién me hacía llorar, con quién disfrutaba de la vida, las cosas que me hacían reír sin límite, quién me gustaba, cuántas veces me había enamorado…

Rechazaba saber nada de mí en estos momentos de su vida, en los que su existencia pendía de un hilo. Ni siquiera, sabiendo que dependía de mi voluntad, de mi donación.

Y fui consciente del mucho tiempo que había malgastado pensando en él. Días y noches obsesionada con sus miradas, sus palabras y caricias. El amor de un padre a su hija. Ese amor generoso e inconmensurable. Ese amor único, no equiparable a ningún otro.

Recordé el corazón de mi madre roto en mil pedazos. Solo existiría una diferencia. El mío lo recompondría.

Accedí a la donación para salvarle la vida, pero desde entonces no volvería a verle ni a pensar en él nunca más.

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

 

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