jueves, octubre 10, 2024
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Su último movimiento

Mi madre se fue de casa el día que cumplí seis años. Me dejó un tablero de ajedrez y una carta que releí una y otra vez.

Estando solo, jugué miles de partidas en una mesa con dos sillas que había en la cocina. Jugaba contra mí. En cada lado de la mesa intentaba jugar contra mis propios movimientos previamente ejecutados y los que ya tenía previstos jugar desde la otra silla. Tenía que superarme en cada movimiento. Me exigía adelantarme dos veces.

Ahora, era yo quien me iba de mi casa. Tenía diecinueve años. Vivía con mi padre, un hombre alcohólico que acababa de darme la que sería su última paliza.

Me apunté a una competición de ajedrez. La primera noche dormí en un portal con el solo abrigo de una gabardina.

Desaliñado, entré con mi tablero de ajedrez y mi caja de fichas en el primer baño que encontré.

Más limpio y arreglado me senté en la mesa para jugar. Gané sin problema a todos cuantos se enfrentaron conmigo. Las partidas fueron tan sencillas que el día que me entregaron el trofeo y el dinero del premio se me acercó un hombre ofreciéndome ayuda. Él me introduciría en auténticas competiciones, torneos adaptados a mi gran nivel. Me ofrecía desafíos acordes a mi categoría.

Y así fue cómo de manos de mi mánager y representante ascendí a lo más alto. Nunca más volvería a dormir en la calle sino en los más lujosos y caros hoteles del mundo entero.

No tenía rival en el juego. La vida me sonreía. Las mujeres caían rendidas ante mi inteligencia. Me perseguían allá donde viajaba. No me decidía. Para qué decidir si podía quedarme con todas.

El día que conocí a Helen comprendí que había estaba enamorado de ella antes de conocerla. Nos compenetrábamos. Juntos, soñábamos y reíamos. Juntos, discrepábamos y callábamos. Sentía una profunda admiración. Por primera vez en mi vida había encontrado la ansiada paz. Su sola presencia llenaba mi interior.

Estuvimos juntos cincuenta y un meses hasta que me un día me comunicó su embarazo: —No es asunto mío, le dije.

Por primera vez la tristeza asomó en su mirada. La vi llorar.

Estaba rabioso, fuera de mí. Me volví loco. Nunca había perdido el control así. Ni siquiera cuando mi padre me pegaba unas incomprensibles palizas.

Exploté con una actitud intemperante, destemplada y grosera. Lleno de ira y odio proferí las más hirientes y agresivas palabras sabiendo que la herían como cuchillas. Mis ojos cargados de una crueldad sin límite atravesaban su alma, pero no me detuve.

—Qué engañada estaba, dijo Helen. Y sin perder la armonía de su espíritu, con paz y lágrimas en sus ojos añadió: —Ya veo que no me quieres. No volveré a molestarte nunca más. Adiós, dijo, con una dignidad que jamás había visto.

—Lárgate de aquí y no vuelvas, rematé mientras se retiraba a recoger sus cosas. Salí de casa.

Esa fue la última vez que la vi. Jamás volví a saber nada de ella.

Entonces, me sumergí en una profunda melancolía. Sentí la soledad más profunda e inexplicable de toda mi vida. Tonteé con el alcohol y las drogas.

Seguí jugando al ajedrez, pero mi mente empezó a perder la claridad de movimientos que me habían permitido no encontrar rival. Perdí mis primeras partidas. El rey del ajedrez podía perder su indiscutible y dorado reinado.

Tras mucho buscar encontré la tranquilidad en una secta. Recuperé mi juego y volví a ganar sin discusión. La secta me exigía más. Necesitaba mi dinero y seguí jugando sin pasión. Ganaba una y otra vez. Me adentré en la organización y entonces hui de todos ellos. Otra vez me tocaba volver a empezar.

Habían pasado ocho años desde la partida de Helen cuando recibí una carta. Un escrito firmado por una niña con el nombre de mi madre: Luba, seguido de los dos apellidos de Helen. Me decía que su madre le había hablado mucho de mí. Ahora que era mayor, pues tenía ya siete años, quería conocerme. Tomé la carta con un cuidado exquisito y tras leerla la guardé junto a la de mi madre. Nunca la contesté, pero desde aquel día leería las dos cartas cada noche recreándome en cada una de sus palabras.

Me volví a sentir vulnerable y ese sentimiento me perturbaba. El envanecimiento mantenido a lo largo de los años había conducido mi existencia al endiosamiento. Vivía en un pedestal. Era un ególatra petulante y vanidoso.

La realidad es que empecé a dudar de mi juego. Los nuevos jugadores aspiraban a derrocarme. Deseaban estamparme en la cara ese grito que todos llevamos dentro: —Jaque al rey.

Intenté huir. Rompí con mi mánager y con las seis personas que le sucedieron. Se dirigían a mí como si fuera uno de ellos. El último organizó una partida especial. Un reto al que no podía renunciar. Un duelo transmitido al mundo, a tumba abierta, un desafío con los dos aspirantes a ocupar mi trono.

Dudé por un momento.

Pero, no podía tolerarlo, nadie podía desbancarme de lo más alto. Era un dios y decidí no jugar, recluyéndome y apartándome del mundo.

Solo en un lujoso caserón repasé una y otra vez los miles de portadas que había protagonizado asombrando al mundo con mi inteligencia, talento y genialidad. Empachado de mi persona volví a mis dos grandes joyas: las cartas escritas por mi madre y por mi hija. Obsesivamente las leía, repasaba y contemplaba. Fue entonces cuando me pronosticaron una grave enfermedad. Sentí miedo. Mis días se acababan y me vi reflejado en un espejo.

Decidí dar un golpe, el último movimiento en mi tablero particular y escribí la carta más difícil que jamás había escrito:

“Querida Luba, te envío la que será mi única carta. Mi hola es también un adiós. Se aproxima el final de mi vida y no puedo guardar silencio por más tiempo.

He malgastado mi vida sin la compañía de las dos únicas personas importantes en toda mi existencia. No he amado a ninguna mujer en la vida como a tu madre. La quise, la quiero y la querré siempre. La perdí como te perdí a ti, por orgullo comportándome como un cobarde. Hui y no tuve agallas para reconocer mis errores.

Dicen que cuando se acerca el final ves las cosas con mayor claridad. Hoy sé que entre todas las cosas que me han rodeado a lo largo de mi vida, sólo tres han sido verdaderamente importantes: mi primer tablero de ajedrez, la carta de mi madre y, lo más importante, la carta que tú me enviaste un día y que siempre he llevado conmigo. Por eso quiero que las tengas tú.

No tengo derecho a pedirte nada, pero ojalá algún día puedas perdonarme por todo el mal que te he hecho. Espero que puedas vivir tu vida sin mirar atrás y no olvidar nunca lo que es importante.

Adónde vaya, me quedaré con tu espíritu por siempre.

Tu padre.”

 

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

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