Desde niño fue resuelto y emprendedor. Un negociador nato. Terminados sus estudios, Manuel fundó su propia empresa. De ella había vivido muy bien hasta que una crisis económica acabó con su sueño y su forma de vida.
Había que reciclarse. La edad era un inconveniente más. Empezar de nuevo no era fácil. El mercado local no ofrecía nada que se adaptara a su perfil. Las únicas ofertas fueron una empresa de zapatos en Alicante, y la asesoría económica de una cadena hotelera en Baleares.
Preocupación, fatiga y contrariedad se daban la mano. Enfrascado en deliberaciones y debates, un viejo amigo le habló del asilo de ancianos de la ciudad de Lugo.
—¿Dirigir un asilo de ancianos? Conozco a pocos mayores. Mis padres murieron jóvenes, no conocí a mis abuelos, y, nunca jamás pensé dirigir una institución con octogenarios y nonagenarios…
No le quedaban otras alternativas que no fueran rupturistas con su vida anterior. Aceptó gustoso. Dispuesto a afrontar un gran reto profesional, pero sobre todo personal. Los longevos eran personas nuevas y desconocidas en su vida.
Paula era inasequible al desaliento. Su piel mudaba cada año. También lo hacía su cerebro y su corazón. Su movimiento era incesante por dentro y por fuera. Buscaba siempre campos nuevos. Retos distintos. Era su carácter. Renovarse interna y externamente.
En su madurez se lanzó al gran proyecto profesional de su vida. Lo propuso con una ilusión denodada. Fue atrevida, brava y audaz en su planteamiento. Contra todo pronóstico el proyecto se frustró y no salió adelante.
El disgusto le duró un cuarto de hora. No había tiempo que perder lamentándose. Tendría que buscar otros planes. Otros propósitos. Otra ilusión.
Sin entender nada, sabía que lo importante era seguir su ruta. Y ahora, se preguntaba, qué más sorpresas le reservaba el futuro.
El mundo es muy grande y había que seguir explorando. Decidió dar un giro a su vida. Se iba de la ciudad. Lo haría en seis meses, tras el verano. Reiniciaría el curso escolar en su ciudad natal. Antes tenía que resolver un asunto familiar.
Visitaba a su anciana tía con frecuencia. Estaba impedida y ese era el menor de sus problemas. Le aconsejó ir a vivir a una residencia de ancianos. No podía vivir sola. Tampoco tenía medios para vivir con la ayuda que requería.
Tras largas conversaciones aceptó ingresar en el asilo. Un último favor le pedía a su sobrina, que gestionase su entrada. Acababan de sustituir al director. El nuevo se llamaba Manuel.
Pese a llevar viviendo casi treinta años en la misma ciudad, Paula nunca había oído hablar de él. No le había visto, ni sabía quién era. Ni les habían presentado, ni habían coincidido jamás.
Se entrevistó con él tal y como le pidió su tía. En la reunión le contó la situación de la que deseaba ser una interna más de la residencia. La conversación fue cordial. Quedaron otro día para rematar los asuntos pendientes.
A la semana siguiente, Manuel le preguntó sobre la situación familiar de su tía. Quería saber más sobre las personas que formaban parte de su vida. Cuando Paula se mencionó a sí misma, la conversación cambió. Manuel quería saber más sobre ella, sus inquietudes, sus proyectos.
Cerrado el expediente su tía fue admitida y Paula la acompañó en su traslado. Ese mismo día Manuel le dijo a Paula: —Hoy no, porque estoy con mucho lío, pero cuando vengas a ver a tu tía pásate por mi despacho y te digo cómo va. Y si quieres tomamos una café o un vino mientras charlamos.
Quedaban sólo cinco meses. Paula continuaba los preparativos de su marcha. Volvía a la ciudad que la vio nacer.
Agotaba las últimas visitas a su tía. Un día, coincidió con Manuel en el pasillo. —Supongo vas a ver a tu tía. Antes de irte, ven a mi despacho.
Ya en el despacho le ofreció un café. Declinó la invitación. Demasiado tarde para un café. Entonces salieron al bar de la esquina. Se sentaron en una mesa y las cañas fueron cayendo una sobre otra. Miró el reloj, y tras una exclamación de sorpresa, Paula le dijo: —Gracias por las cañas. Ya nos veremos. Y salió corriendo…
En la siguiente visita experimentó muestras del pasado ya olvidadas. Una legión de hormigas se refugió en sus manos, mientras otras se agitaban en su estómago. Las manos le temblaban. Volvieron los sonrojos propios de la adolescencia.
Las visitas se sucedían con más frecuencia. Entraba esperanzada y ansiosa. No era su tía quien le provocaba tales síntomas. Se recreaba al entrar y salir en el asilo. Se detenía por los largos pasillos. Se asomaba con disimulo a las estancias comunes. Se entretenía mirando los patios interiores desde las ventanas. Se estremecía de arriba a abajo cuando le veía en algún pasillo. ¿Qué le estaba sucediendo? No acertaba a comprender por qué se estaba enamorando de él. Apenas habían hablado unas cuántas veces.
Cuando se encontraban, él la invitaba a tomar un café, una caña o un vino. Ella aceptaba gustosa. No había experimentado minutos más cortos en su vida.
Su tía estaba encantada. Nunca disfrutó de tantas y tan seguidas visitas. Estaba claro. A Manuel le gustaba Paula, pero no daba un paso en firme. No se decidía.
Ella sí estaba decidida. Se iba de la ciudad, tal y como había planificado. Había alquilado un apartamento.
Dos meses después tomó el autobús, no sin mirar atrás. Era la primera vez que lo hacía. Le pesaban las piernas. Camino de la estación, las arrastraba. Pero la decisión estaba tomada. Nada le retenía, salvo una ilusión vana y pueril.
Era el momento de proseguir su camino. Con pesadumbre y desconsuelo subió al autobús. Desde su asiento miró por la ventana. Buscaba algo que la retuviera. No hubo nada. Todo había sido un sueño. Un espejismo. Una entelequia.
Primera parada: Ponferrada. Tenía que pasear. Sentía un fuerte estrés. Estaba nerviosa. Se llevó un café. Veinte minutos después subió de nuevo.
Dormitó en su asiento. Ojeó el periódico. En dos horas llegaron a La Bañeza. Estirar las piernas otra vez. Veinticinco minutos. No más café. A la vuelta del paseo apretó el paso. Se había despistado y volvía tarde. Perder el bus no estaba entre sus planes.
Apresurada oyó su nombre. —Paula, Paula. No se dio por aludida. A nadie conocía en la localidad. Volvió a oír su nombre. La voz le era familiar.
Al volverse le vio. Su corazón se aceleró. Estalló nerviosa de alegría. Emocionada murmuró: —¿Qué haces aquí? —No llegué a Ponferrada, respondió Manuel, y prosiguió: —El autobús salió antes de mi llegada. Justo hoy, tuve asuntos inaplazables. No he dormido en toda la noche. ¡Paula, no puedes irte! Soy un hombre sin rumbo. Mi vida no tiene sentido sin ti. Vamos, baja tus maletas. Tenemos que hablar de muchas cosas. De nosotros. De nuestras vidas. De nuestro futuro.
Con las manos entrelazadas dijeron adiós al autobús. Cargaron las maletas en el coche y emprendieron un viaje sin retorno. Nunca más volverían a separarse.
Todos los enigmas de sus vidas se resolvieron. Sus éxitos y fracasos les habían conducido a su destino.
Comprendieron cómo a lo largo de sus días se habían dirigido resueltamente el uno hacia el otro para vivir juntos los últimos años de sus vidas.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales