Le conocí una noche en la discoteca a la que acudíamos todos los jóvenes de los pueblos de los alrededores. Me pareció un tipo que sabía lo que quería. Era extrovertido. Conocía y hablaba con todo el mundo. Había llegado mi hora. Por fin conocía a un chico del que pudiera enamorarme.
Después me enteraría que trapicheaba con droga. Por eso se relacionaba con cualquiera y lo hacía en tono amigable para reclamar y ganar la atención de todos.
Meses después aprendí que era mejor no enfrentarse a él. No tenerlo como enemigo. No toleraba una ofensa. En realidad, él consideraba agravios cualquier cosa que se dijera en contra de sus ideas. En esas ocasiones manifestaba su verdadero rostro. Me asustaba ver el odio que rezumaba.
Pero ni siquiera entonces hubiera podido imaginar de lo que podía ser capaz.
Cada vez que teníamos opiniones diferentes, incluso sobre insignificancias, organizaba una trifulca. Estaba en posesión de la verdad. No había fisuras en sus razones. En todo y por todo tenía razón. ¡Quién iba a atreverse a llevarle la contraria!
Los problemas y las peleas me acuciaban. Era imposible vivir con él.
Tras una bronca monumental decidí marcharme.
—Es mejor que lo dejemos. Nos pasamos la vida discutiendo. Me doy por vencida. Tiro la toalla.
Me miró entonces con unos ojos que me taladraron el alma. Irritado y con una violencia inaudita gritó: —Si no eres para mí, no serás para nadie, ¿te enteras? Y continuó: —Algún día te arrepentirás de haberme dejado, ¿cómo te atreves? —Te voy a destrozar esa cara tan bonita que tienes. Nadie volverá a mirarte. Nadie te deseará nunca más. Desearás no haber nacido.
Al irme mis ojos se inundaron. —¿Quién me mandaría salir con él? La cantidad de vueltas que había dado para salir con un chico. Pero, ahora la pesadilla había terminado. Tenía que olvidar todo lo vivido.
La primera noche, a pesar de mi liberación, no conseguí dormir. Soñaba que me lo encontraba tras las esquinas: en el súper, en la calle, en la discoteca… —Me estoy obsesionando. Si le tengo miedo, el miedo me atenazará. Es un tipo violento, pensaba. Lo combatiré armándome de valor.
Al día siguiente fui a comer a casa de mis padres. En cuanto mi madre me miró a los ojos, me tomó suavemente por el brazo y me invitó a acompañarla a la cocina. Estaba terminando el cocido que íbamos a comer. —Dime qué te pasa. Y te prohíbo que me digas que no es nada. Te conozco bien, y esa cara delata una angustia que no quiero descubrir nunca en tu rostro. Eres buena y muy guapa. No debes estar preocupada, me decía en tono suave e inmensamente tierno y cariñoso. Y continuó: —¿Qué tienes, hija? Lloré amargamente. No era capaz de parar. Hablamos, nos abrazamos, lloramos y finalmente reímos…
Salí nueva. Más tranquila. ¡Qué afortunada era al tener una madre tan extraordinaria! Salí decidida a rehacer mi vida. Me fui a vivir con Paz, mi amiga de la infancia. —No me dejas ir sola ni siquiera al cuarto de baño, le decía riendo. Permanecía siempre a mi lado, pendiente de mí. Me sentía protegida. —Así es imposible sentir miedo, pensaba.
Aquella mañana salimos de compras en mi coche. Charlábamos quitándonos la palabra. Estábamos felices. Los planes se nos acumulaban. Nos detuvimos en un semáforo. Una moto paró a nuestro lado y el motorista hablaba con su casco puesto. —¿Le entiendes?, pregunté a Paz. —Ni caso. Tú y yo a lo nuestro, me contestó. El hombre insistía y tras mirar a mi amiga con cara de no entender nada de lo que decía, bajé el cristal de la ventanilla. Entonces, a gran velocidad, el hombre me tiró por el hueco abierto el líquido de una botella que tenía en la mano.
Eso es lo que recuerdo. Hasta aquí, hasta ese momento mi vida fue normal. Desde entonces me sumergí en el infierno. ¿Cómo alguien puede negar su existencia? Estuve y estoy sumergida en él. Al entrar en el hospital oí que me habían arrojado ácido sulfúrico. Claro que sabía de su existencia, pero no conocía sus efectos.
No era dolor. Cuando se habla de dolor supongo que es una experiencia o sentimiento soportable. Ni siquiera en medio de una hoguera se podía sufrir tanto. Ese líquido devoraba mi carne. Piel, músculos y huesos se disolvían. Mi carne desaparecía como un azucarillo disuelto en un líquido. Mis brazos, mis piernas, mi pecho, mi cara… me desmayé. No pude mirar a mi amiga Paz. No supe si a ella le había afectado, aunque imaginé que sí porque la oí gritar, o ¿gritaba al verme?
Han pasado desde aquel día más de veinte meses. Me han sometido a doce operaciones. He vivido, vivo y viviré un horror el resto de mi vida. Nada imaginable es tan terrible. Ni siquiera tuvo el valor de hacerlo él. Convenció a un yonqui que le debía dinero del trapicheo. Saldó su cuenta si cumplía el encargo de arrojarme el líquido de la botella. El miserable que lo hizo ni siquiera sabía lo que hacía. No conocía los efectos. Él sí. Él sí conocía las consecuencias. Ejecutó su venganza de forma cobarde. Una represalia violenta, infinitamente odiosa e infamante. No hay palabras que puedan expresar el horror que vivo.
Desde mi cama he pensado en que si en algún momento hubiera tenido hijas y con lo que he aprendido les hubiera prevenido del alcance de nuestros actos. Y también de cómo puede cambiar nuestras vidas un día o una noche cualquiera.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales