martes, octubre 8, 2024
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Apocalipsis

Jaime, José, Pablo y Javier, compañeros de colegio y amigos desde la infancia, eran conocidos como ‘los cuatro jinetes del Apocalipsis’.

Fueron los típicos hijos de su generación. Recogieron sus largas melenas con gomas. Se pusieron pendientes y piercing en contra de la opinión de sus padres, y se vistieron con la ropa más provocadora. Habían vivido adolescencias plenas y satisfactorias.

Estudiaron sus carreras en la ciudad de Salamanca, en donde era difícil marcar un antes y un después. Ellos lo hicieron con un historial interminable.

De vuelta a Madrid, cumplidos los treinta, se transformaron en serios profesionales.

Lo único que permanecía intangible eran sus juergas. El tiempo se había detenido en lo tocante al género femenino. No salían del cascarón de la adolescencia. A una historia complicada con una chica le sucedía otra más difícil todavía.

Sus familias les dieron por imposible perdiendo la esperanza. No madurarían nunca.

Aquella noche, como muchas otras, la bebida no dejó de fluir, y el grupo había crecido hasta reunir a más de veinte.

José había liderado la jornada. Estaba más alegre de lo habitual. Se enrolló de forma escalonada, pero sin pausa, con distintas amigas. Incesante con sus bromas y buen humor.

A las ocho de la mañana se sentaron en la escalinata de la iglesia de los jesuitas de Serrano apurando los últimos sorbos de alcohol.

Una mujer de edad avanzada subía la escalera ayudada por un bastón. Jaime se dirigió a sus amigos y les dijo con voz potente: —Dejad pasar a la vieja. Entrad con ella a rezar. Todos soltaron una carcajada. —Yo también voy, dijo Pablo. —Yo rezo con mi abuelita todos los viernes, repuso Javier. José se incorporó y cambiando su rictus dijo: —Dejad a la señora en paz. Me voy a hacer cura. Todos contestaron —Yo también; —Y yo; —Y yo…

Tras duros esfuerzos para mantenerse erguidos, cada mochuelo regresó a su olivo.

El lunes todos acudieron a sus respectivas oficinas. José no lo hizo.

Tras la jornada laboral, José no se reunió con sus amigos, como era su costumbre. No explicó el porqué. Tampoco lo hizo al día siguiente. Ni al otro. Ni en los siguientes… El fin de semana se ausentó de la juerga porque tenía muchas cosas pendientes.

Un mensaje de siete palabras fue su única comunicación excusándose de su asistencia a todas las reuniones.

Sus amigos no entendían qué pasaba. Rehuía las explicaciones y su presencia a pesar de las llamadas y mensajes.

Jaime, Pablo y Javier lo habían intentado todo. Su móvil estaba apagado. Parecía haber sido engullido por una zanja de Madrid. También sus padres estaban muy preocupados por su extraño comportamiento, incluyendo sus ‘vacaciones’ en su puesto de trabajo.

Transcurridas tres semanas, el lunes por la mañana José convocó a sus tres amigos en su apartamento. Era una cita por WhatsApp. Por fin, recuperaba el móvil y daba señales de vida. El parco mensaje sólo los emplazaba a su casa a las ocho de la tarde.

No contestó a los miles de preguntas que le hicieron de inmediato sus tres amigos, aunque les explicaría, en persona, todo lo sucedido en el paréntesis vivido.

Preparó un arsenal de cervezas y unos pinchos. La reunión se preveía larga.

Los tres llegaron juntos. Abrazaron a José con cierta desconfianza. La tensión entre ellos se palpaba. Sentados frente a sus cervezas, José oyó las quejas de sus amigos. No entendían qué le había pasado. No comprendían su actitud reservada y distante. Aún menos su secretismo y su falta de comunicación. Creían ser sus inseparables amigos. Con paciencia escuchó sus críticas y reproches.

Inmediatamente después llegó la segunda remesa de quejas. Parece mentira que ninguno recibiera una llamada o un mensaje. Estuvieron preocupados. Alarmados incluso. No había justificación alguna en su actitud egoísta.

Aguantó sin rechistar la nueva embestida.

Con los ánimos más sosegados, y tras casi dos horas de reproches, José tomó la palabra. Sus amigos aguardaban expectantes. Tras un largo sorbo de cerveza dijo: —Estas tres semanas han sido trascendentales. Sin duda, las más importantes de mi existencia. Estoy organizando la que será mi nueva vida, añadió.

Fuisteis testigos de cómo me enrollé con varias tías la última vez que salimos. Después se produjo otra escena aparentemente intrascendente, la de aquella mujer anciana que se acercaba a misa para iniciar su día… —¡Me encantaría conocer su nombre! Morirá sin saber que ha cambiado mi vida. Fue la actitud de aquella pobre mujer la que hizo virar el rumbo de mi existencia. Viajaba en un tren, me bajé y voy a tomar otro, con una dirección diferente y el destino que os cuento.

De nuevo, hubo protestas, quejas y algún insulto solapado. Ahora, José proseguía firme con su declaración. Había hablado con un sacerdote conocido desde niño. Analizado, según su costumbre, los pormenores de las distintas opciones. Y, había meditado, sopesado y tomado ya su decisión. Sería misionero en África. Se había puesto en contacto con el obispo de Níger. Allí iría al seminario. Ellos eran los primeros en saberlo. Ni sus padres ni su hermana lo sabían todavía.

Sus amigos se lanzaron sobre él. —Tío, de qué hablas. —¿Qué dices? —¿Qué te pasa? —Siempre fuiste un capullo, pero ahora, estás tarado, dijo Pablo. —Y, preocupante. Tú lo que necesitas es un psiquiatra. ¿Vas a dejarlo todo por esa gente a la que ni siquiera conoces?, añadió Javier.

Él solo decía: —Es una decisión firme, inesperada e imprevista. Lo sé, pero nunca he estado tan convencido en mi vida de nada de cuánto he pensado, dicho o hecho. He cambiado de tren.

Jaime empezó a increparle enfadado: —No nos puedes hacer esto. Somos un grupo. Nuestra unión se sustenta al ir todos a lo mismo. No puedes dividirnos.

Una nueva oleada de reproches. En esta ocasión, José justificaba su postura frente a las imprecaciones de sus amigos.

La tensión disminuía suavemente con el paso de las horas.

A las seis y media de la mañana decidieron dar por terminada la batalla campal.

Cada uno acudió a su trabajo. Estaban citados de nuevo con José cuatro días más tarde. Sería su despedida antes de partir hacia África. Los acontecimientos se precipitaban vertiginosamente.

Quedaron la noche anterior a su partida. Fue una noche especial. Una noche para recordar. Bebieron como en sus mejores tiempos. Hablaron con libertad. Rieron sin límite. Cantaron con entusiasmo. Se divirtieron. Grandes, pero todavía con alma de niños.

La despedida fue entrañable. Habían sido y eran magníficos amigos. Los recuerdos vividos estuvieron presentes toda la velada. La sombra de la despedida también. Hubo momentos para la alegría, la nostalgia y la tristeza por el adiós inminente.

Nada se parecía a la noche en la que les había comunicado su decisión vital. Habían aceptado, aunque no comprendido su decisión.

Las consecuencias de lo ocurrido no se hicieron esperar. El shock sufrido por el viraje dado precipitó sus decisiones vitales. La decisión de uno influyó en la vida de los otros.

En solo seis años, sus tres íntimos amigos contrajeron matrimonio.

Jaime retomó una novia que había tenido diez años antes casándose con ella. Pablo conoció a una mujer con la que contrajo nupcias tan solo un año después. Y, Javier contrajo matrimonio con una vieja amiga, con la que había afirmado que jamás tendría con ella un proyecto de vida en común.

José volvió de África para presidir cada una de las decisivas celebraciones de sus íntimos amigos. Volvieron a retratarse, como siempre habían hecho, en los grandes acontecimientos vitales.

Los derroteros de la vida los habían llevado por caminos distintos. Por fin, habían madurado. Lo que siempre permanecería era su amistad y ser conocidos como ‘los cuatro jinetes del Apocalipsis’.

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

 

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