- La COP29 puede ser la última ocasión para cambiar las reglas del juego en la gestión de la emergencia climática que sufre especialmente el continente africano
¿Se imagina que usted tuviese que pedir un préstamo para arreglar los daños de un accidente que usted no provocó y que, además, le resultó especialmente perjudicial y oneroso? ¿Se imagina que esta situación le sobreviniera estando en paro y sin ahorros a los que recurrir? Este es el dilema al que se enfrentan muchos países africanos en relación al cambio climático. A pesar de que el continente solo genera el 4% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, es el que más sufre los efectos devastadores del calentamiento global. En artículos anteriores y con motivo de la celebración de las COP precedentes, ya pusimos de relieve que sequías extremas, inundaciones, procesos de desertificación y otros desastres naturales azotan diferentes zonas del continente africano, poniendo en peligro la vida, los medios de subsistencia y el futuro de millones de personas. Encima, las deudas para lidiar con estas catástrofes o simplemente para existir y sobrevivir llevan a las naciones africanas al borde del abismo, mientras nosotros nos permitimos, en Occidente, dar lecciones y nos aprovechamos de su vulnerabilidad a través de préstamos que disfrazamos de bondad desinteresada o de una cooperación que pretende acallar nuestras conciencias en vez de apoyar cambios estructurales efectivos, como una condonación de esa deuda que limita enormemente la capacidad africana de acción y desarrollo.
Esta introducción viene a cuento de una pregunta que me formulo de cara a la COP29 que se está celebrando en Bakú (Azerbaiyán) y que se refiere a quién paga la factura del cambio climático. La respuesta más rápida y sencilla es, indudablemente, África.
Sabemos que tres cuartos de los desplazados forzosos del mundo viven en países altamente vulnerables a los peligros climáticos y que el número de personas que huyen de conflictos se duplicó en la última década, alcanzando los 120 millones, de los que 90 millones se encuentran en países con alta exposición a riesgos climáticos. Nos vienen a la mente casos como los de Sudán, Chad o Sudán del Sur, presentes en los medios de comunicación en estos días y que nos recuerdan que el cambio climático son personas, historias y vidas. Los conflictos, las migraciones forzadas, la contaminación ambiental y el cambio climático conforman un cóctel terrible que hipoteca el futuro de países como los que acabo de mencionar.
Para afrontar una crisis ambiental que no crearon, los países africanos se ven obligados a depender de la financiación externa, que en su mayoría llega en forma de préstamos. Estos préstamos, aunque a veces ofrecen tasas más bajas de interés o plazos más largos de devolución, se suman a la enorme deuda externa del continente, que ya alcanza los 1,12 billones de dólares. De los 8.000 millones de dólares que las instituciones financieras multilaterales otorgaron a África en 2022 para la acción climática, 5.400 millones fueron préstamos.
La falta de financiación para la adaptación obliga a los países africanos a priorizar el pago de la deuda, situándolo por encima de necesidades básicas como la salud y la educación de sus ciudadanos. Además, solo la mitad de la financiación climática recibida por África en 2022 se dedicó a la adaptación, mientras que el resto se destinó a la mitigación, una prioridad del norte global. Al no invertir lo suficiente en adaptación, los países desarrollados contribuyen a la debilidad de África, obligando al continente a depender de la ayuda humanitaria en momentos de crisis. Se estima que, si no se detiene la emisión de gases de efecto invernadero para 2050, África podría perder 50.000 millones de dólares al año y sufrir 250.000 muertes anuales entre 2030 y 2050.
En el contexto del cambio climático, la adaptación y la mitigación son dos estrategias complementarias que, aunque a menudo se usan indistintamente, tienen significados distintos y abordan diferentes aspectos del problema.
La mitigación se refiere a las acciones que buscan reducir las emisiones de gases de efecto invernadero que causan el calentamiento global e implica cambios en la forma en que producimos y consumimos energía: transitar hacia fuentes de energía renovables, mejorar
la eficiencia energética y promover prácticas sostenibles en la agricultura y la industria. La adaptación se enfoca, por otro lado, a ajustarse a los efectos del cambio climático que ya experimentamos y prepararnos para los impactos futuros. Puede incluir construir infraestructuras resilientes a eventos climáticos extremos, desarrollar sistemas de alerta temprana para desastres naturales, diversificar los cultivos agrícolas para resistir sequías e inundaciones y mejorar la gestión de los recursos hídricos.
En el caso de África, como resulta evidente, la adaptación es una necesidad urgente. Estamos ante un círculo vicioso y la COP29 debería ser un punto de inflexión para cambiar realmente el rumbo. No podemos permitir que los países africanos sigan pagando más por el servicio de la deuda que por la acción climática, mientras que las instituciones financieras globales se enriquecen a costa de su fragilidad. Los países africanos necesitan soluciones concretas, no promesas vacías. Es hora de que los países desarrollados, los verdaderos responsables históricos de la crisis climática, asuman su obligación: de que cumplamos con nuestros compromisos de financiación climática y proporcionemos fondos en forma de subvenciones, no préstamos que ahoguen aún más a las economías africanas. Además, es absolutamente perentorio facilitar los procesos de solicitud de financiación, reducir la percepción de riesgo de las agencias de calificación crediticia y dejar de presionar a los países africanos para que prioricen nuestra agenda y la reducción de emisiones, incluso a expensas de otras prioridades de desarrollo.
No se trata solo de dinero. África necesita acceso urgente a tecnología e innovación para construir resiliencia y adaptarse al cambio climático. La inteligencia artificial, por ejemplo, tiene un potencial enorme para mejorar la producción de alimentos y la gestión de recursos en el contexto actual, pero la brecha tecnológica entre África y el resto del mundo sigue siendo dramática. Además, muchos nos tememos que, si las empresas occidentales controlan estas tecnologías, podrían imponer precios exorbitantes o restringir el acceso a ellas, perpetuando la dependencia tecnológica y limitando la capacidad del continente para ser autónomo en esta materia. No especulamos: lo hemos visto ya en casos como los tratamientos del VIH-sida, la malaria o el Covid.
Hoy se perfilan soluciones para equilibrar la balanza. Los mercados de carbono pueden ser una herramienta poderosa para financiar la acción climática en África, un continente que se está posicionando como un «hub» en el mercado de derechos de contaminación con la venta de créditos de carbono a países industrializados. Cierto es que, aunque esto puede generar ingresos para África, también implica que los países desarrollados puedan «comprar» el derecho a seguir contaminando, externalizando sus responsabilidades ambientales.
Pero no es menos cierto que hay propuestas interesantes en este sentido que pueden coadyuvar al progreso de los africanos. Ghana, por ejemplo, ha firmado acuerdos bilaterales con varios países industrializados para la venta de créditos de carbono. A través de iniciativas como el respaldo a cocinas mejoradas (que no consuman carbón) en áreas rurales o prácticas de cultivo de arroz que generan menos metano, obtiene recursos para financiar su desarrollo sostenible, mientras que países como Suiza pueden compensar parte de sus emisiones. Sobre el papel, al menos, parece una idea a tener en cuenta.
Otra opción prometedora es repensar la utilización de las remesas, el dinero que los migrantes envían a sus familias en sus países de origen y que además es una fuente vital de financiación para muchas comunidades. En 2022, las remesas a África alcanzaron casi los 100.000 millones de dólares, superando la ayuda oficial al desarrollo y la inversión extranjera directa. Este flujo constante de fondos podría seguir usándose como salvavidas para sociedades financiando proyectos de adaptación al cambio climático, como la construcción de infraestructuras resilientes o la inversión en agricultura sostenible.
En cualquier caso, en la COP29, África debe alzar su voz y exigir justicia climática. El mundo no puede permitir que el continente que menos ha contribuido al cambio climático sea el que pague el precio más alto. La COP29 debería ser una oportunidad para corregir el rumbo y construir un futuro más justo y sostenible para África y para el mundo entero.
José Segura Clavell
Director general de Casa África