sábado, diciembre 9, 2023

El vuelo 0110

EL COMANDANTE Jesús Pérez San Emeterio había cumplido 12.000 horas de vuelo desde su suelta como piloto de transporte y manejaba los mandos del Boeing 767 con la misma facilidad que de quien conduce un seiscientos. Tenía 49 años y su única razón de vivir era pilotar un avión, tras dos matrimonios frustrados y una pareja de hijos por cada uno de ellos.

A su lado, el rubio primer oficial Emilio Bencomo Machado parecía uno de esos hijos dejados atrás, pero realmente no era así, porque el copiloto pertenecía a una noble familia canaria que lo había metido con calzador en la compañía Air Teide, de nueva creación.

Volaba como los ángeles,  a pesar de sus 25 años recién cumplidos.  Bencomo Machado abandonó, por radio, el Control Sevilla, a treinta mil pies de altura, en la ruta Madrid-Tenerife de cada día, y comunicó con el Centro de Control de Casablanca.

Un adormecido funcionario magrebí le respondió en un inglés abominable, ordenó variar ligeramente la ruta y la altura del 767, vuelo 0110, ofreció, sin que nadie le preguntara, una vaga información meteorológica y pidió a Bencomo que anotara la frecuencia en que se comunicaría con él en los próximos minutos. Emilio escribió rápidamente las instrucciones recibidas en una hoja blanca, trabada con una grapa en el centro de los cuernos de su mando, a la derecha del comandante. El copiloto repitió, en un perfecto inglés aprendido en Padworth, cerca de Londres, las indicaciones de la torre de Casablanca. El moro se despidió con un “OK” tremendamente arrastrado.

“Llevo veinte años haciendo esta ruta”, dijo el comandante, “y el jodido moro siempre parece el mismo. Debe llevar ahí desde la Primera Guerra Mundial; me gustaría verle la cara”.

“Los moros son todos iguales; y mentirosos”, respondió Bencomo, “yo conozco uno de Marrakech, fañoso y feo el hijoputa, que conduce una de esas tartanas asquerosas para turistas, Si fuera verdad todo lo que dice tendría ahora más o menos 150 años”.

El comandante echó a reír.

“Cuando volábamos a Melilla en los DC-3”, recordó, “y se metía neblina, nos guiábamos, a la hora de tomar tierra en aquel erial, por dos puntos de referencia: un moro que araba la tierra junto a la cabecera de pista, indefectiblemente, a las tres de la tarde, y el burro que dejaba atado a un árbol cien metros a la derecha. Esas eran nuestras coordenadas. Y jamás nos fallaron”.

“La historia de la aviación en Canarias está llena de anécdotas muy curiosas”, volvió a comentar San Emeterio, “no recuerdo el nombre de aquel piloto que hacía la ruta Tenerife-Las Palmas y que, cuando veía el día un poco raro, se subía a la azotea del albergue de Los Rodeos, oteaba el horizonte y decía: “Hoy no salgo”. ¡Y no salía aunque lo mataran!”.

“Mi padre”, recordaba el copiloto, ”que fue presidente del Aero Club, me contaba la historia del  Fokker 27 que casi se precipitó al mar en El Hierro; nadie sabe por qué, llegó a rozar las olas con su panza, y fue levantado de allí, con toda la potencia de sus motores Rolls Royce, por el comandante Álvaro González Tarife, uno de los brahmanes de la aviación canaria”.

“Tarife era amigo mio”, abundó San Emeterio, “un enorme profesional. Yo creo que fue él quien recomendó que los Fokker 27 llevaran a bordo un dispositivo con aguametanol para reforzar la potencia de sus motores, sobre todo en los despegues en la pista de El Hierro, antes de la ampliación. Y a algunos DC-3 les incorporaron un cohete, que funcionaba en caso necesario, para que el avión no cayera al barranco que limitaba el viejo aeropuerto de Buenavista, en La Palma”.

“Vaya inventos. ¿Y conseguían esa potencia?”, preguntó Emilio.

“Ya lo creo. Tarife tiene algunas historias curiosas. En una ocasión, viajando como pasajero en un vuelo de Iberia con destino a Tenerife, tuvo que sustituir al comandante en plena ruta, porque a éste le dio un infarto. Ocurrió no hace mucho, a finales de los años setenta. Otra vez fue seguido su avión por un ovni; y su nombre y sus rigurosos informes figuran en los papeles desclasificados recientemente por el Ministerio de Defensa. Gran tipo. Murió el pobre, aún joven”.

No recordaba el comandante San Emeterio que González Tarife llenaba las bodegas del DC-10 que tripulaba, con destino a Malabo, de medicinas y alimentos para auxiliar a la gente que pasaba necesidad en Guinea. Ni tampoco que un día descubrió que se había montado un negocio a costa de su esfuerzo y que a partir de entonces canalizaba toda la ayuda a través del obispo de Malabo, para que fuera la Iglesia la que se hiciera responsable de la tarea humanitaria que él brindaba a Guinea Ecuatorial.

“El otro día”, indicó el comandante, “leí que un periodista de Tenerife iba a resucitar la historia de aquel accidente aéreo de El Hierro. ¿Sabes de lo que te hablo Emilio?”.

“Más o menos. Supongo que te refieres al P-3 Orion americano que se estrelló cerca de La Frontera, allá por los setenta, mientras seguía a un submarino soviético”.

“Si, afirmativo” –utilizó Pérez San Emeterio esa jerga aeronáutica que se traslada casi siempre a la conversación coloquial de los pilotos de líneas aéreas–, “pero debes conocer una anécdota curiosa protagonizada por cierto guardia civil llamado Agudo, destinado entonces en El Hierro, con relación a este accidente”.

“Ah, no sé. Cuenta”.

“Se estrella el avión, fallecen sus ocho ocupantes, bueno, siete, porque uno había llegado tarde a la base de Lages, Azores, de donde habían partido, e interviene Agudo en las tareas de rescate”.

“¿Y?”.

“Todo el mundo sabe que la Guardia Civil no habla inglés y Agudo encuentra uno de los Manual Operating del avión americano. Sospechando de una acción de alto secreto, telegrafía a sus superiores de la Comandancia de la Guardia Civil en Tenerife indicando que ha detectado la Operación Manuel, realizada en territorio español; a punto estuvo de originar un conflicto diplomático”.

“No jodas, ¿en serio, comandante?”.

“Cierto. A mi me lo contó, siendo gobernador civil, el hasta hace unos años  diputado Luis Mardones Sevilla, partido de la risa”.

“Y qué fue de los restos del P-3?, se interesó Bencomo.

“Buena pregunta; una pequeña parte fue empleada en construir tambores para grupos folklóricos de La Frontera; las pistolas de los militares muertos se hallan en poder de familias herreñas; y aún en la Curva del Mocanal pueden verse pequeños despojos del avión, que la gente se lleva como souvenirs. La mayor parte de los restos se la quedaron los americanos, incluidos los cuatro motores del aparato; bueno, lo que quedaba de ellos. Mandaron un barco a buscarlos”.

Mientras los dos pilotos charlaban entró en la cabina, como lo hacía de media en media hora, cumpliendo el reglamento, la sobrecargo, María Ilusión Fernández Álvarez; tenía 31 años. Toda la compañía estaba enamorada de ella. La culpa la tenían sus interminables ojos verdes, su sonrisa perfecta, su metro setenta de estatura, su busto exacto y su inconfundible acento cordobés, todo lo cual despertaba pasiones entre el personal masculino de vuelo y de tierra. María Ilusión era para todos un misterio. No se lo conocía relación formal con mortal alguno y ningún compañero de trabajo le había puesto la mano encima.

“¿Cómo está la tropa, Lusi?”, preguntó San Emeterio.

“Cenando, comandante, sin problemas, ¿a qué hora estimamos tomar tierra?

“Diles que a las veintiuna cuarenta”, interrumpió Bencomo, tras consultar con sus notas. “¿Por cierto, ¿qué vas a hacer esta noche?”.

“Dormir, Emilio”. Y cambió de conversación: “Dos niños desean ver la cabina”.

“Pues que pasen contigo y me los despachas cuanto antes”, concluyó el comandante.

Lusi trajo a los pequeños, que hicieron preguntas tan inteligentes sobre la ruta y sobre las particularidades del avión que los pilotos se asombraron de sus conocimientos aeronáuticos.

“Saben más que tú, comandante”, dijo Bencomo, riéndose.

Uno de los chicos citó, incluso, con no disimulada admiración, una novela muy bien escrita de un colega de los dos aviadores, ya fallecido, el comandante José Antonio Silva, autor de “Bomba a bordo”.

“Qué gran persona y qué gran compañero era José Antonio”, dijo San Emeterio, “a la aviación le hacen falta escritores que hagan justicia a este trabajo, aunque sea a base de ficción”.

Los niños abandonaron la cabina de mando.

“Bueno, vamos a Control Canarias”, dijo el copiloto, que no conocía la novela ni a su autor:”Atención, Control Canarias, aquí vuelo Air Teide cero uno uno cero, ¿me escucha?

Silencio. Nadie respondía.

“Están dormidos”, se quejó. Y repitió la llamada.

Nunca se explicó por qué a Jesús Pérez San Emeterio no le gustó aquel silencio. Los pilotos poseen un sexto sentido, que se agudiza con las horas de vuelo. Los antiguos comandantes de Iberia decían que para aterrizar bien “hay que tener culo”. Es decir, una especie de sensación en las nalgas que te dice cuándo te vas a posar como un águila real o cuándo vas a poner a prueba el tren de aterrizaje. San Emeterio se lo había escuchado al mítico comandante Manuel Marañón. Cuentan que el comandante Marañón, en México D.F., despegando a los mandos de un DC-8/63, vio que un indito cruzaba la pista con su burro, levantó ligeramente el avión, sobrevoló al indígena, volvió a dejar caer el DC-8 y continuó como si nada hubiera sucedido su carrera de despegue, con 200 pasajeros a bordo, a tope de combustible y sin daño para el avión ni para sus ocupantes. Cuentan también que el indito, ajeno a todo, saludaba desde abajo.

Sexto sentido el del comandante Santiago Abril que a bordo de un Fokker 27 procedente de El Hierro, se metió tanto en el cráter del Teide que estuvo a punto de aterrizar en él, en medio del entusiasmo de los 44 pasajeros, varios de los cuales, incluido el autor de este cuento, tomábamos fotos como locos del cono nevado del volcán. En un momento dado, Santi Abril se dio cuenta de que la montaña lo estaba atrayendo con su magia, levantó el morro del avión y salió de allí a toda leche.

Sexto sentido y sangre fría los del comandante Alberto Cerezo, que presenció como pasajero, sin mover un músculo, el secuestro de aquel aeroplano alemán en Mogadiscio, resuelto antes de que tuviera él mismo que empuñar los mandos del avión, ya que los secuestradores pretendían matar a los pilotos alemanes en pleno vuelo.

Sexto sentido el de Nacho, un famoso y gran mecánico, aún en activo, que arreglaba el hidráulico del Caravelle R-10 dándole un golpe con la llave inglesa en un determinado lugar del avión.

Sexto sentido el del viejo ingeniero de vuelo Amador, a quien no le gustaba las montañas del Atlas, y engañaba a los comandantes con los datos de altitud, volando mucho más arriba de lo necesario, “para no rozarlas”. Al comandante Pérez San Emeterio no le gustó aquel silencio. Y pidió a Bencomo que insistiera.

“A ver si por otra frecuencia…”

“Atención, Control Canarias, Air Teide cero uno uno cero para aproximación”, repitió Emilio.

Nadie respondió a su llamada. El avión continuaba su marcha hacia el aeropuerto de Los Rodeos. Casablanca había quedado lejos, ya no se divisaban sus luces blancas y amarillas a la izquierda de la ruta. Mucho antes habían dejado la Península por el Coto de Doñana. María Ilusión y sus compañeros recogieron las bandejas de la cena y servían licores a los pasajeros de bussiness class.

“¿Qué coño le pasa a Control Canarias?”, preguntó, de nuevo en vano, el comandante.

“La radio no es; todo me da correcto”, dijo Bencomo.

“¿Escuchas otros tráficos en la zona, Emilio?”.

“Negativo, comandante, silencio absoluto”.

El sexto sentido, precisamente, hizo que Jesús Pérez San Emeterio consultara los niveles de combustible. Suficiente keroseno para el aeropuerto alternativo, Tenerife-Sur, suficiente para el segundo alternativo, Gando, del todo insuficiente para intentar volver a Casablanca en emergencia.

“Ponme la frecuencia de la compañía”, ordenó a su segundo.

“Aquí Air Teide, cero uno uno cero para compañía, ¿me escuchan?”. Silencio. Un sudor frío recorrió la espalda de los dos pilotos. María Ilusión entró en la cabina y preguntó, ingenuamente:

“¿Da tiempo de servir otra copa a los de bussiness?”

Nadie contestó. Los bellos ojos verdes de la joven quedaron clavados en el perfil del comandante.

“¿Problemas?”.

“Canarias ha desaparecido, Lusi”, dijo el mayor de los pilotos.

La sobrecargo palideció.

“Emilio, a ver si sintonizas una emisora de radio comercial de Tenerife”, reiteró el comandante.

“Nada, Jesús. No contesta ni el jodido moro de Casablanca. Estamos incomunicados”.

“Joder, ¿se los ha tragado el mar? No veo nada allá abajo, no diviso las luces de Arrecife, ni tampoco la silueta de Gran Canaria, no aprecio la sombra del Teide; llama a Sevilla, a ver si responde”, ordenó el comandante.

“Atención, control Sevilla, Air Teide, cero uno uno cero en emergencia, ¿me escucha?”.

La voz del controlador aéreo sonó alta y clara: “Aquí Sevilla, buenas noches, ¿qué ocurre Air Teide, cero uno uno cero?”

Los dos tripulantes gritaron a la vez: “Por fin!”, pero no supieron qué responder. Sevilla insistía:

“Diga lo que sucede, cero uno uno cero”.

Emilio Bencomo Machado llevaba puesta la misma gorra con la que volaba desde sus tiempos no lejanos del Aero Club. Era una especie de mascota que sólo usaba en el interior de la cabina. Sin darse cuenta, la prenda había dado dos vueltas sobre su cabeza. Las mismas vueltas que dio sobre su cabeza aquella avioneta, el 8 de abril de 1984, tripulada por el campeón de España de acrobacia, Agustín Gil de Montes, antes de estrellarse a tres metros de él, todavía un niño, llevándose por delante en su recorrido de muerte a niños, mujeres y hombres, con el trágico saldo de cuatro muertos y docenas de heridos. Ocurrió durante una exhibición aérea en el aeropuerto de Los Rodeos y a Emilio, de 5 años, lo había llevado su padre para que tocara con sus manos el ala de un avión.

“Qué espectáculo más terrible”, pensó, “y ahora nos puede pasar lo mismo a nosotros, pero en el mar”.

Jesús Pérez San Emeterio apretó la mano izquierda de María Ilusión Fernández Álvarez, que había puesto las suyas en sus hombros. Ella no pronunció palabra. Se limitó a observar los indicadores de combustible y los semblantes preocupados de los hombres que controlaban perfectamente el aparato. María Ilusión se dio cuenta de que, fuera, en el aire, reinaba una tranquilidad extraña, un silencio no habitual. El avión parecía deslizarse sin motores por en medio de una inmensa esfera negra. La sobrecargo intentó aferrarse a un momento feliz de su vida, pero en ese instante se dio cuenta de que había perdido la noción de sus sentimientos. Su pasado parecía un túnel vacío, sin recuerdos. Sintió la mano mojada del comandante sobre la suya e interrumpió su rápida meditación de condenada a muerte la voz agitada del controlador de Sevilla:

Air Teide, cero uno uno cero, aquí control Sevilla, ¡responda!”.

Pérez San Emeterio hizo un gesto a Emilio, ordenando que contestara:

Air Teide, cero uno uno cero para Control Sevilla. Parece increíble, pero ¡Canarias ha desaparecido!”.

En la radio se hizo un silencio que a los tres pareció eterno. El controlador, Nicolás de Bustos Pulpón, 27 años, nieto de un famoso representante de artistas sevillano, se sentía desbordado por el trabajo de una noche infernal de tráfico aéreo. Pensó que el estrés la había jugado una mala pasada. Y dio aviso al coordinador:

“Un avión de Air Teide nos reporta que Canarias ha desaparecido”, dijo, sin poderse creer del todo sus palabras. El coordinador, Domingo Pantoja, 55 años, veinte y tres de servicio, se frotó los ojos e intentó aclarar la situación: “Nicolás, tú no bebes, yo tampoco, al menos hoy no he tomado ni una gota de alcohol, ¿qué coño te pasa?”

“Ven, compruébalo tú mismo. He llamado a Casablanca y me dicen que han soltado el avión para Control Canarias y que nadie responde. Y hay más de cien tráficos en la zona en la misma situación”.

“Joder, llama a Madrid; avisa a la base de Gando, que se pongan en prealerta. Déjame a mí el avión”.

En la sala se produjo un revuelo. La noticia de un aeroplano en peligro corrió rápidamente entre los controladores, que miraban fijamente sus consolas, instaladas en la cómoda estancia del barrio sevillano de San Pablo, muy próximo al aeropuerto.

“Domingo, la base de Gando tampoco responde”.

“¡Díos mío! Avisa a la alerta aérea de Morón. Diles que es muy grave, que localicen al coronel jefe; que es una emergencia”.

El jefe del Centro de Control de Sevilla tomó el micrófono de la radio y pulsó el interruptor:

Air Teide, cero uno uno cero, responda, aquí control Sevilla”.

“Aquí Air Teide, cero uno uno cero, habla el comandante Pérez San Emeterio, le escuchamos. ¿Qué está pasando?”.

“Comandante, soy Domingo Pantoja, coordinador de servicio. Escuche atentamente; no sabemos lo que está ocurriendo, sólo deseamos conocer su situación porque el 767 no aparece en nuestro radar, ni en el control europeo; dígame si tiene combustible para llegar a un aeropuerto de la Península”.

“Negativo. Sólo hemos cargado para los dos alternativos de las islas. Como mucho, y agonizando, llegaríamos a Casablanca, pero el moro tampoco responde. En este momento estamos sin instrucciones de tierra, manteniendo la ruta habitual”.

Domingo Pantoja había puesto el altavoz en la posición “on” para que el resto de sus compañeros del Centro de Control escucharan su conversación con el comandante del avión en peligro y evaluaran también la situación. Aquellos hombres cansados se miraron unos a otros, con expresiones de impotencia. Pantoja reaccionó: “Comandante, hemos alertado a la base de Morón. Dos F-18 van a despegar en los próximos minutos hacia su situación. No pierda la calma, debe tratarse de un problema de comunicaciones”.

“No, no, señor. Es que no vemos las islas. En este momento volamos casi sobre la vertical de Los Rodeos, no detectamos las señales de los VOR; las luces del aeropuerto tampoco aparecen, Control Canarias no responde; es como si nos halláramos dentro de un agujero negro”.

Ninguno de los 149 pasajeros del Boeing 767 era consciente de la situación. Es más, sentían una extraña sensación de placidez. Un niño correteaba por los pasillos con un avión de juguete en la mano, en clase turista. Una enjoyada señora de bussiness terminaba una novela de Vázquez Figueroa, “Ciudadano Max”, que había comenzado a leer al principio del vuelo. Un ingeniero industrial manejaba su pequeño ordenador Toshiba, casi de bolsillo, con permiso de María Ilusión, en la primera fila de la clase preferente. Dos mujeres negras encajadas en sus asientos de la clase económica peinaban a la hija de una de ellas con un extraño trenzado. El insensato pasajero de la fila 12 F manipulaba un teléfono móvil, a pesar de la prohibición estricta de hacerlo en vuelo, intentando, sin éxito, hablar con su mujer residente en El Escobonal, Tenerife.  Las luces de cinturones obligatorios se encendieron.

“Habrá que decir algo a los pasajeros”, dijo el segundo.

“Espera, ¿por qué anticiparles la tragedia?”, respondió, angustiado, el comandante.

Lusi entró de nuevo en la cabina y se apoyó, otra vez, en el asiento de Pérez San Emeterio. El piloto sintió su aliento fresco y agitado en el cuello. Se estremeció. En otro momento hubiera improvisado un piropo.

“Cabina asegurada, comandante”, dijo la sobrecargo, con voz firme.

“Lusi, te juro que no sé de qué estás hecha”, comentó, por fin, el responsable del avión.

“De carne y hueso. Te aseguro, Jesús”, lo tuteó la joven, “que si salimos de ésta te echo el  polvo más redondo que nadie haya podido imaginar jamás”.

“Te tomo la palabra”, respondió amargamente San Emeterio, “llevo años intentándolo.

“¿Conocen tus compañeros la gravedad de lo que pasa?”

“Sí, Auxi y Norma están tranquilas, dentro de lo que cabe; Michelle, Joaquín y Pedro aguantan y Carmen sufre un ataque de nervios. Está metida en un baño con Auxi, nadie se ha enterado.

La voz de Domingo Pantoja se escuchó, de nuevo, en el pequeño altavoz de la cabina:

Air Teide, cero uno uno cero, aquí Sevilla. Efectivamente, las comunicaciones telefónicas y por radio con las islas están cortadas, no hay constancia de que las Canarias existan en este momento. Parece como si se las hubiera tragado el mar. Hemos dado órdenes a todos los aviones en ruta que se desvíen a aeropuertos de África y la Península. Viren y pongan rumbo a Casablanca”.

“Demasiado tarde, amigo”, respondió Emilio Bencomo con un hilo de voz, “nos queda combustible para apenas cinco minutos. Luego, al mar”.

Los dos hombres de la cabina se apretaron las manos. Jesús Pérez San Emeterio tomó el micro y se dirigió a los pasajeros: “Señoras y señores, les habla el comandante San Emeterio…”.

El 767 de Air Teide se hallaba a unas seis millas del lugar donde debía estar la cabecera del aeropuerto de Los Rodeos. En medio de la oscuridad sólo se escuchaba el leve roce del aire en el enorme tubo. Los motores parecían haber enmudecido. Fue entonces cuando un agudo beep beep maravilloso interrumpió el silencio del momento.

“¡Coño, ése es el VOR de la Montaña de la Mierda!”, grito Emilio.

Las luces de la senda de planeo de Los Rodeos, en forma de flecha, aparecieron entonces en la distancia, con todo su esplendor. A la derecha, la dársena portuaria iluminada; allá arriba, la inconfundible hilera del alumbrado de la Avenida de La Trinidad, un poco más abajo la ciudad deportiva del C. D. Tenerife y su festival de luces, un día de entrenamiento nocturno. María Ilusión entró en la cabina, alborozada:

“Comandante, ¡hay luces, hay luces!”.

“Las hemos visto, mi niña. O estoy loco o ha ocurrido un milagro. ¡Mío el avión!, ordenó San Emeterio, y continuó su interrumpida perorata a través del micro:

“…Señores pasajeros, en unos minutos tomaremos tierra en el aeropuerto de Tenerife Norte. No doy datos de temperatura porque tengo tanta alegría en el cuerpo que sería inútil perder el tiempo con minucias… ¡Buena suerte!”.

Los pasajeros rieron la ocurrencia del comandante. El segundo piloto volvió a mirar la cartulina del Jeppessen con el procedimiento de toma de tierra en la cabecera 3-0 y recitó la maniobra con voz trémula; el avión completó su frenada en el aire como un águila majestuosa y al cabo posó sus ruedas en el asfalto de la pista, en medio del aplauso de la confiada claque.

Air Teide, cero uno uno cero, aquí Control Canarias, repórteme situación, por favor”, se escuchaba la cercana voz del controlador del Centro de Las Palmas”.

Air Teide, cero uno uno cero a Control Canarias; en este momento nos encontramos posados en la pista de Tenerife Norte, con el pasaje descendiendo del avión; estamos sanos y salvos”.

“¡Díos es grande, comandante! Ya nos contara lo que ha ocurrido”, suspiró el controlador.

“Mejor si me lo cuenta usted; son ustedes los que han desaparecido”, concluyó San Emeterio.

Detrás de su voz, y a través de la radio, podían escuchar perfectamente los gritos alborozados de los controladores de Canarias y de Sevilla y, allá al fondo, la jerga inconfundible del moro de Casablanca bendiciendo a Alá. En el aire, el estruendo de dos veloces F-18 que tomaban tierra en Los Rodeos hizo temblar la cabina. Los niños especialistas, que justamente bajaban las escalerillas del 767, se deshicieron en consideraciones acerca de la velocidad, la penetración aerodinámica y la capacidad de fuego de los ingenios militares que estaban viendo.

“¿Qué harán hoy aquí?”, se preguntaban con indudable suspicacia.

Sólo entonces el comandante Pérez San Emeterio se dio cuenta de que llevaba puesta la gorra de su segundo, con la visera hacia atrás. Y sólo en ese instante se percató de que aquella noche, en una suite del hotel Mencey de Santa Cruz de Tenerife, iba a iniciarse una imprevista historia de amor. En la puerta de la cabina de mando del 767 de Air Teide, la sonriente María Ilusión preguntaba, con dulzura:

“¿Nos vamos, comandante?”.

(A mis amigos muertos José Antonio Silva y Alberto Cerezo, que enriquecieron mis conocimientos sobre la aviación y sobre el mundo. A mi amigo vivo Paco Padrón, que me dio la idea de una Canarias que desaparecía en el mar, en un relato que él llamó “La leyenda del Garoé”)

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