Había salido de trabajar como cualquier día, aunque hoy anunciaban que los cielos se desplomarían en cualquier momento.
Durante las comidas, mi marido y yo teníamos un tema recurrente desde hacía meses. —¿Has pensado en tu jubilación? Te olvidarías para siempre de los problemas. Ya has luchado bastante. Podremos disfrutar juntos, hacer más planes.
—Me quedan solo dos años, y llegará… Tendrás todo el tiempo del mundo para disfrutar de mí, le contesté.
Descansamos después de comer, y charlamos un largo rato.
A las seis de la tarde encendimos la luz. El color gris del cielo amenazaba con dejar caer la Dana anunciada. Al levantarme del sillón cerca de las siete, mi marido volvió a la carga: —No vayas hoy a misa, me dijo.
—Volveré enseguida, no te preocupes. Supongo que hoy será más rápida de lo habitual. Será ir y volver. Le di un beso en la frente: —Ya queda menos para que estés conmigo veinticuatro sobre veinticuatro. Supongo que podrás vivir sin mí treinta minutos más, le respondí riendo.
Al salir dejé al niño que volvía a tener en casa desde que se jubiló. Todo el tiempo le parecía poco a mi lado.
En la pequeña iglesia había menos gente del ya escaso número que asiste a la misa diaria. Yo era la más joven de las feligresas y tenía sesenta y tres. Nuestro sacerdote, de cuarenta años, atendía esta iglesia y las de dos pueblos limítrofes.
A los cinco minutos empezó a entrar agua en la iglesia. Inmediatamente don José o José, como le gustaba que le llamemos dijo con tono grave: —Es mejor que nos vayamos. No sé si será prudente que regreséis a vuestras casas.
Podéis quedaros aquí en la sacristía. Llamad a vuestras casas…
Pregunté a dos señoras mayores si querían que las acompañara, pero declinaron mi ayuda. Sin pensarlo dos veces me dirigí a casa. Solo pensaba en mi marido. Tenía que llegar, pero no pude.
La calle de pronto se convirtió en un río. Una riada terrible me arrastró. Recordé las palabras de mi marido: «No vayas hoy a misa», ¿por qué no le haría caso?
Intenté agarrarme, pero no podía. El agua me arrastraba con una fuerza descomunal. Luchaba para que no me engullera.
¿Por qué no le hice caso?, volvía a preguntarme. Los cubos de basura discurrían a gran velocidad. Los coches parecían de juguete y corrían hacia el abismo. Algunos iban con gente subida sobre ellos. Gritaban desesperados. Todos pedíamos ayuda mientras navegábamos sin sentido hacia el precipicio. En la dura travesía solo había choques. Los choques contra las casas devolvían al torrente más y más objetos. Golpeábamos contra todo. No era una riada, era un sunami de agua y barro. Un infierno.
¿Cómo era posible que pudiera pensar en estas circunstancias? ¿Qué debía hacer? Luchaba por mantenerme a flote, y de pronto, un árbol salió a mi encuentro. Conseguí agarrarme. Me abracé a él. El frío, el miedo y la congoja me impulsaban.
Tenía que aferrarme a algo o moriría. El agua me golpeaba duramente. Lloré. Grité. Pedí auxilio a los cielos. Había dejado solo a mi marido. ¿Dónde estaría? El miedo volvía. La angustia me arrebataba la paz de mi espíritu. Estaba aterrada, pero no podía dejarme llevar por el pánico. Había ido a misa en vano. El árbol seguía en pie, pero se me acaban las fuerzas. Mi energía desaparecía mientras el cansancio y el agotamiento me invadían. Mis ánimos se desvanecían. La resistencia tocaba a su fin. Mi debilidad era extrema. Sentí cómo la impotencia me invadía. El colapso me acariciaba.
Y cuando me abandoné al último aliento de mi vida, un policía me salvó. Llevaba cuatro horas aferrada al árbol. Estaba desnuda, llena de arañazos. Me agarró y me puso a salvo. —Gracias, gracias, le dije tras darle un abrazo. Estaba viva, pero ¿dónde estaba mi marido?
Pasé la noche en un polideportivo. Busqué a mi marido. Pregunté. Nadie sabía nada.
Al día siguiente vagué por las calles. Mi casa estaba inundada, pero mi marido no estaba allí. Antes de que anocheciera encontraron su cadáver.
Por la noche vi a José. Enterado de la muerte de mi marido se acercó a mí y me abrazó: —No te culpes. No sabías lo que iba a ocurrir. No conocemos el tiempo de nuestra partida. Seguro que pensó en ti los últimos momentos de su vida.
Dos días después, mientras trabajábamos en el polideportivo José quiso hablar conmigo. —Debo hacerte una confidencia.
Actué mal y no puedo dormir. Defraudé y traicioné a quién más quería. Al salir de la capilla, dejé el sagrario. Y cuando volví a recogerlo ya era demasiado tarde, el agua se lo había llevado.
Entonces le dije: —No sabes cuanto me alegra lo que dices. Me consuela. El propio Dios fue acompañando a mi marido y a todos los que arrastró la riada mortal. En medio del miedo y la desesperación me imagino a Jesús diciéndoles: —No temáis. No tengáis miedo. Esta noche estaréis conmigo en el paraíso.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales