miércoles, noviembre 5, 2025
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Un puñado de dólares

Era septiembre, y las lluvias incesantes no habían llegado. Tras una niña y un niño nacía el tercer hijo de Oilda y Emmannuel, de la etnia de los tukanos.

El pequeño nació con una parálisis cerebral espástica que afectaba a sus extremidades, reduciendo su movilidad. Su deformidad demandaba más amor todavía y en ello se empeñaron y comprometieron. A los catorce meses nacía otra niña. Y después vinieron cuatro más.

La tierra que los acogía en el departamento de Miraflores era de exuberante vegetación, pero no les rentaba lo suficiente para mantener a su extensa familia a pesar de las sucesivas prácticas agrícolas implantadas. Sin embargo, vivían felices y dichosos con todos sus hijos.

Ese año, la adversa climatología se convirtió en el peor enemigo de la familia. La cosecha se arruinó y la devastación asoló a la aldea. No había nada para llevarse a la boca. Estaban abocados a la muerte sin remedio.

Entonces aparecieron unos hombres. Pareciera que eran enviados por los buenos espíritus. Eran hombres de la ciudad de San José del Guaviare. Entendidos. Sabios. Les hablaron de las dificultades de sacar a todos sus hijos adelante. —Y ¿el pequeño enfermizo? Si nos lo confiaran, nosotros podríamos proporcionarle un futuro mejor. Una familia que lo acogiera y le proporcionara los cuidados que necesita. En la selva es imposible su tratamiento.

Los padres pidieron unos días para pensarlo. Cuando por la noche se reunieron en la choza lloraron amargamente. Querían a su hijo con todo el corazón. Pero, dudaban qué sería mejor para él.

El dolor de la posible separación y las extremas dificultades que vivían no les permitían discernir con claridad. —Quizá sea un regalo que una buena gente se hiciera cargo de él. Si le van a ayudar, ¡qué mejor regalo para nuestro hijo! Nosotros no podemos ayudarle. Necesita una familia que le ame tanto como nosotros lo hemos querido. Que mejore sus expectativas de vida. Que remedie o alivie sus limitaciones.

Para compensar su tristeza y abatimiento les ofrecieron dos gallinas. Con ellas podrían dar de comer algún día al resto de sus hijos.

Accedieron. Carlos Andrés partiría hacia un destino mejor.

Habían sido engañados. Carlos Andrés iba a ser vendido para extraer sus órganos.

A 1.200 km de la aldea, al otro lado del río Guaviare, Javier, misionero, se afanaba. ¡Debía reunir 25.000 dólares! Pocos segundos se tarda en pronunciar la cifra. Tenemos una semana. Siete días a contrarreloj para reunir casi una fortuna: 25.000 dólares. Ese es el precio de Carlos Andrés, de solo diez años.

Era de noche cuando nos adentramos en lo más profundo de la selva. Juan Camilo, mi mano derecha y compañero de fatigas conducía. Oriundo de los indígenas Nukak cumpliría 38. Conocía los vericuetos y caminos por los que discurríamos, y chapurreaba distintos dialectos de la zona.

Estábamos nerviosos y no lo disimulábamos. Era una operación peligrosa para unos novatos, inconscientes e insensatos.

Creíamos haberlo hablado todo, pero cerca de la realidad reconocimos no saber dónde estábamos y, menos aún, en dónde nos íbamos a meter. Permanecíamos callados.

Amanecía, pero la oscuridad ganaba la partida al avanzar por el camino. Con dificultad, la pequeña y destartalada furgoneta se abría paso entre los árboles y las ramas que se cerraban dificultando nuestro tránsito.

Y de repente, una estrepitosa explosión nos levantó de los asientos. Aterrados y descompuestos soltamos una carcajada nerviosa tras comprender que había sido una gran piedra que había chocado con los bajos de la furgoneta.

—¿Estás seguro de que es por aquí?, pregunté. No había terminado de hablar y, de pronto, entramos en un sorprendente e inesperado claro.

Allí estaban. Cinco hombres corpulentos y mal encarados sostenían sus kalasnikov. Los acompañaba Carlos Andrés. Un niño de aspecto frágil, escuálido y depauperado. Parecía de menos edad. Su tembloroso cuerpo asomaba entre la inmensa ropa que lo cubría. Su diminuta cara estaba palidecida y desencajada.

Me dirigí al que parecía el mandamás. —Hola. Venimos a por éste, le dije. —¿Traéis el dinero?, respondió. —Sí, claro. ¿Cuánto quieres por él? —Lo convenido: 25 bucks, respondió. Juan Camilo me empujó y revolvió en su bolsillo. Sacó 24 dólares y 80 centavos. Me pidió nervioso los 20 centavos que faltaban.

Con los ojos ensangrentados y cargado de coca hasta el tuétano el tipo soltó un bramido aterrador. Dio una fuerte patada al niño y nos amenazó: —La próxima vez os cobraré dos dólares más. Si no los traéis, mataremos al niño delante de vosotros y no os servirá de nada. Marchaos antes de que os pegue un tiro a cada uno.

Eso hicimos. Cogiéndole por un brazo le empujamos hacia la furgoneta para irnos de allí cuánto antes. Interceptado el negocio nos colamos antes de que los traficantes compraran al niño. No tardarían en llegar.

Carlos Andrés se resistía. Descompuesto y desfigurado conseguimos meterlo, no sin empellones. Al entrar en la furgoneta se hizo pis. Lloró desconsolado. Conocía su destino.

Juan Camilo conducía a toda velocidad. No miramos hacia atrás. —Habían hablado de 25 y creímos que eran 25.000. Tu intervención, Juan Camilo, ha sido brillante. 25 dólares es el precio de este pobre muchacho. Sus órganos, se hubieran vendido en el mercado negro alcanzando un precio exorbitado.

Cuando entramos en el colegio, Carlos Andrés seguía asustado. Temblaba y lloraba. Hubo que sacarlo del coche y arrastrarlo de nuevo.

Comió en un rincón. No quería contacto con nadie, ni siquiera con otros niños.

Arrancado de su familia, no conocía nuestras intenciones. Nos miraba con terror. —Nada debes temer. A partir de ahora, vivirás tranquilo en compañía de otros niños como tú. Nadie te hará daño nunca más, le dijimos.

Pero, los días pasaban, y Carlos Andrés seguía huyendo de todos. Renunciaba a cualquier contacto físico. Siempre en un rincón. Amedrentado. Lloroso. Cabizbajo y meditabundo.

Cinco semanas después del rescate, salía de la capilla. Alguien me abordó por detrás. Era Carlos Andrés. Balbuceando me dio el abrazo más tierno, delicado y emocionante que he recibido en mi vida. Abrazados, lloramos un largo rato.

Desde entonces, se cosió a mis pantalones y se fundió con mi sombra. Ya nunca se separaría de mí. Había ganado un amigo. Un verdadero amigo. Un amigo para siempre.

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

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