Sara cumplía sesenta años. Miguel y sus dos hijos le habían preparado una fiesta sorpresa en una casa de turismo rural en Alameda del Valle. Congregaron a sus mejores amigos y familiares más cercanos. Cada invitado escribió una entrañable anécdota protagonizada con Sara a lo largo de su vida.
Finalizada la celebración se retiraron a su habitación. Sara creyó estar en el paraíso. Miguel había llenado su habitación con ramos de flores. Cada ramo escondía una nota de amor celebrando los años que habían pasado juntos. Y ya llevaban treinta y dos.
Se conocieron y se casaron con veintimuchos. Habían sido inmensamente felices. Tuvieron dos hijos, que con el paso de los años dejaron el hogar.
Con sesenta eran unos profesionales que habían alcanzado el éxito en sus profesiones. Tenían ante sí un momento vital prometedor. Una segunda oportunidad para volver a vivir unos años solo para ellos y sus locuras, bien subvencionados y libres de preocupaciones y responsabilidades.
En obras públicas hubo un traslado. Un nuevo ingeniero de caminos. Era su nuevo subordinado. Sara lo recibió con su carácter abierto y acogedor. Y cada uno se dedicó a sus tareas.
Un puente trastocaría todos los planes del servicio. El diseño presentó problemas sucesivos: estructura, dilatación… Todas las horas eran insuficientes y las visitas a la obra inexorables.
La amistad entre ellos se afianzó con el paso de las horas y los días.
Un día comiendo en el bar de carretera cerca de la obra charlaban amigablemente. La camarera llegó con los platos del día confundiéndolos. Él, de inmediato, cambió los platos rozando su mano. Ella se sonrojó. Uno y otro continuaron como si nada hubiera pasado. A su vuelta a Segovia se despidieron y cada uno volvió a su casa.
La noche de Sara fue interminable. El roce de su mano le estremeció. No durmió. En las horas de vigilia repasó la escena una y otra vez. Se sentía muy a gusto con su nuevo compañero. Demasiado confortada.
Al día siguiente estaba tensa, pero de nuevo feliz. Desde entonces se comportaban como niños nerviosos, buscándose más de lo que ya exigía las labores comunes que compartían. Los intensos días de trabajo se sucedieron. La amistad y el regusto por estar juntos también crecía.
Ganaron confianza. Se contaron sus vidas. Se confesaron sus problemas. Intercambiaron decepciones y frustraciones, sus anhelos y lo que les quedaba por vivir. Hablaron sin cesar. Las horas transcurrían rápidamente al hilo de sus conversaciones.
Juan se quejaba de la mala suerte de no haberse conocido de jóvenes. Se compenetraban. Parecían hechos el uno para el otro. El destino se había equivocado, aunque rectificó a tiempo su error. Se habían conocido y podían estar juntos. Sara decía no con la boca pequeña y, Juan le decía: —Prométeme que al menos lo pensarás. Somos adultos. Sara asintió.
En el transitado bar de carretera convertido en su segundo comedor, Juan brindó por el trabajo concluido y le propuso una salida fuera del horario de oficina para celebrar el fin de tan complicada obra.
Los horarios volverían a existir. De vuelta a casa, su marido Miguel suspiró y se alegró con el fin de la pejiguera obra que había tenido a Sara tan apartada de su hogar.
Le propuso un fin de semana en una acogedora casa de turismo rural en la sierra de Francia.
Los motivos de Sara para tan propicio escenario eran muy distintos. Se preparaba para contarle lo sucedido con Juan. El inesperado rumbo que iban a tomar sus vidas. La difícil, complicada y dolorosa decisión que había tomado. Seguía queriendo con locura a Miguel, pero se había enamorado perdidamente de su compañero.
Sus pensamientos se interrumpieron abruptamente cuando Miguel le dijo: —Tenemos que hablar Sara. No te he dicho nada para no preocuparte más con los enormes problemas por los que has pasado. —Hace semanas, prosiguió, decidí ir a visitar al neurólogo que trató a mi padre. Quería que me confirmara si mis sospechas eran o no ciertas. Por desgracia, lo son y nos encontramos en una difícil encrucijada vital. Tengo ELA. Pero, somos jóvenes. Con sesenta años nos quedan muchos años deliciosos por vivir, y no tengo derecho a que los pierdas a mi lado. Ya sé lo que nos prometimos. Mantenernos unidos en la salud y en la enfermedad, pero, esas promesas se hacen cuando uno es joven y cree que nunca le van a tocar estas cosas.
Miguel se acercó y besó tiernamente su frente despejada. Los ojos de Sara se inundaron. La fuerza de sus lágrimas hizo que discurrieran por sus mejillas, sin poder evitarlo. —No llores, mi niña. ¡Qué haría yo sin ti! Mi vida no vale nada si no estás a mi lado. Soy el hombre más afortunado del mundo desde que te encontré. No cambiaría un minuto de mi vida a tu lado.
Sara lloraba con más intensidad. Cómo era posible que estuviera viviendo una historia de amor. Había protagonizado una historia única. Irrepetible. Y ahora, ¿qué estaba pasando? ¿Cómo era posible que volviera a vivir una experiencia exclusiva por segunda vez en su vida?
Intentaba convencerse vanamente de que era imposible lo que le estaba sucediendo. Era una pesadilla, un mal sueño que había venido a inquietar la paz, el sosiego y la tranquilidad de su vida. Era inmensamente feliz. ¿Qué había ocurrido? Había conseguido algo más que un sueño. Una vida felicísima. De ensoñación. La vida le había dado más de lo que ella le hubiera pedido. Y, ahora…
—Sara, no llores, por favor. Perdona que te lo haya dicho así, de golpe, bruscamente. Llevo muchos días pensando cómo hacerlo. Dime tú, prosiguió, qué querías decirme. Esta conversación la continuaremos otro día. Nos quedan muchas cosas por decir, comentar, pensar… Por favor, dime ¿qué te pasa? Has pasado por una época muy difícil, noches de preocupación y un trabajo descomunal con una grave responsabilidad que pendía sobre ti. Por favor, no llores. Desahógate conmigo. Confía en mí como siempre lo has hecho. No te entristezcas. Dime qué te ocurre. Por nada del mundo quisiera verte así. Eres vital, alegre y feliz y así quiero verte o recordarte siempre.
Sara no dejaba de llorar. —No es nada, añadió. —¿Es seguro el diagnóstico? ¿Cómo no me has dicho nada? ¿Desde cuándo lo sabes? —Catorce semanas, dijo Miguel. Pero no podía hundirte con mis problemas. Bastantes tenías tú.
—Mi morenita guapa, dime qué querías contarme. —No, no era nada. Que han sido meses de mucho agobio y estrés, aquellos que ya no te esperas a estas alturas de la vida…
Se fundieron en un abrazo. Se besaron apasionadamente. Miguel empezó a acariciarla. —No sé todavía durante cuánto tiempo podré hacer el amor. ¿Si quieres ahora? Quiero demostrarte una vez más lo profundamente enamorado que estoy de ti. Sigo siendo uno de los hombres más afortunados del mundo. Ya pensaremos en el futuro.
Entre lágrimas, Sara accedió y se fundieron como si fueran uno.
Miguel había reservado una cena en la que cuidó hasta el último detalle incluyendo todo aquello que a Sara le gustaba. Después, salieron a dar un paseo por los imponentes alrededores a la luz de un cielo vibrante y estrellado.
Al volver, se acostaron y tras un sinfín de besos y abrazos, Miguel se durmió.
Sara comenzó a llorar otra vez. No podía pensar. No podía ver claro. ¿Qué harían ahora? No podía abandonar a Miguel. Tampoco quería dejar de vivir una historia de amor que ella jamás hubiera buscado, pero que había llegado sutilmente a su vida. Estaba profundamente enamorada de Juan. Los sollozos los interrumpía con un carraspeo forzado. Los cortaba. Pero, brotaban de nuevo. Miguel no podía enterarse. No podía oírle llorar…
El fin de semana llegaba a su fin.
De vuelta a casa, otra noche en blanco. Empezaba a convertirse en rutina.
En la oficina se mantuvieron distantes sin traslucir ninguna emoción. Habían quedado en irse en el coche de Juan, aparcado a tres calles de la oficina.
Sara deseaba decirle que se iría con él. Que no cabía en sí de emoción. Quería sentir el roce de su cuerpo por primera vez contra el suyo… Ansiaba esa nueva vida excitante, renovada, distinta a la feliz y sosegada que había tenido hasta entonces. Juan estallaría de alegría. Fue él quien había llevado la iniciativa. Habían actuado con lealtad. Habían reprimido sus sentimientos, no permitiéndoles brotar con libertad. Ahora podrían hacerlo. Sara rebosaba felicidad.
Al salir de la oficina de forma apresurada, Sara se tropezó. Cada paso que avanzaba estaba más cerca de su soñado futuro con Juan. Su corazón bombeaba la sangre con tal ímpetu que oía sus latidos con tal fuerza que aumentaba su nerviosismo. Estaba emocionada como una adolescente.
Por fin, llegó a la calle. Vio el coche, y a Juan esperándole con su mejor sonrisa. Estaba de pie con la felicidad reflejada en su rostro. Se dirigió hacia él a toda velocidad y al llegar le besó por primera vez en su mejilla. Él la besó también en su mejilla sonrojada.
Al sentir los labios todo su cuerpo se estremeció. Felicísima, su imaginación voló. Fueron solo unas décimas de segundo. Imaginó el inmenso placer que experimentarían cuándo, ¡por fin!, se entregaran sin reservas y se poseyeran el uno al otro. Apenas se deleitaba en pensamientos tan placenteros, una llamarada de fuego atravesó su mente y su espíritu.
Entró en el coche y lloró. Se disculpó. Lloraba otra vez. Lloraba amargamente. Comprendió que no podía dejar a Miguel tirado. Él nunca lo hubiera hecho.
Hasta ese momento creyó que era imposible resistirse al amor, la ilusión, la emoción y la pasión que sentía por Juan. Pero en la lucha encarnizada con el cariño, la lealtad, el compañerismo, el honor y la palabra dada… no había opción en su alma.
Una inmensidad de lágrimas volvió a inundar su rostro, tal y como era su costumbre en las últimas semanas. Conteniendo a duras penas la respiración le dijo: —Juan, siempre te agradeceré que me hayas devuelto a lo mejor de mí misma. Prometo que jamás te olvidaré.
Cerró con inmenso pesar y dolor la puerta del coche y se dirigió por la empinada calle sin volver la vista atrás.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales