Recientemente he presenciado una imagen, por desgracia, menos insólita cada vez. La de un ciclista atropellado gravemente al borde de la carretera mientras su frágil bicicleta, hecha un ocho, reposaba abandonada en la cuneta. El accidente se produjo en una curva muy abierta y con límite de velocidad a noventa kilómetros por hora en una carretera comarcal de doble dirección por la que suelo circular habitualmente. En cualquier caso, me pareció apreciar una imagen piadosa digna de elogio en medio del caos provocado por cuanto el joven ciclista, -con sus zapatillas blancas en el extremo de sus largas piernas depiladas, su vistoso maillot de vivos colores así como su rostro completamente ensangrentados-, reposaba inmóvil, extendido y ligeramente ladeado, entre los brazos de algunos buenos samaritanos que habían descendido a toda prisa de sus respectivos vehículos para socorrerle y consolarle junto a la cuneta mientras esperaban impacientes la presencia de una dotación de policía y a esa esperanza amarilla que supone la aparición inmediata de una ambulancia con los primeros auxilios.
Resulta difícil imaginar cómo un ciclista, circulando a no más de cincuenta kilómetros horas por su derecha y equipado con un maillot de vistosos colores bajo un luminoso cielo de un primaveral día de febrero y una nítida visibilidad hasta el mismo horizonte, haya podido ser alcanzado en tales circunstancias favorables por un vehículo a motor, conducido con toda seguridad por un auténtico irresponsable. Ignoro como pudo haberse producido el accidente pero de lo que no me cabe la menor duda es que no habrá sido provocado por el deportista.
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¿Cuántas veces hemos presumido de los triunfos logrados por nuestros ciclistas españoles en competiciones de la categoría del Tour, el Giro o la vuelta a España, etcétera? Y sin embargo, cómo se quejan tantos automovilistas, también españoles, del tiempo que dicen que pierden en evitar, mientras conducen, la presencia de un solitario y silencioso ciclista o de un apretado pelotón jadeante, entrenándose a conciencia, bajo el sol, la lluvia o a merced del viento reinante por esas largas y solitarias carreteras comarcales de la geografía española para con sus triunfos luego conseguidos en competiciones tanto nacionales como internacionales, otorgarnos el privilegio, el gusto y el placer de poder, -palillo entre dientes, en la barra de un bar cualquiera de pueblo, ante una fresca jarra de cerveza bien fría y frente a un televisor de no sé cuántas pulgadas-, alardear y presumir sin ningún escrúpulo a su costa.
Enorme contradicción, ¿no creen?
Precioso artículo, que comparto por completo. A ver si nos sirve de atención a todos.
Yo siempre les respeto, porque creo que hay que salir a la carretera respetándo, que es la forma más cívica y fácil de convivir.
Gracias Zoilo, es usted una buena persona además de excelente escritor-narrador.
Saludos