Por fin dejarían de vigilarnos cómo si fuéramos crías. Habíamos terminado el colegio. Mis padres creían que era demasiado joven para ir al instituto, pero yo estaba emocionada.
Algunos chicos eran mayores. Nosotras nos habíamos convertido en chicas dejando de ser niñas. Faltaba tiempo para que me llegara la regla, pero me consideraba mayor. Muchas de mis compañeras ya la tenían, incluso desde hacía tiempo. También había chicos que habían desarrollado.
Todos los chicos miraban a las chicas nuevas.
No habían llegado las vacaciones de Navidad y ya estaba saliendo con Alberto. Tenía doce años. Los mismos que yo, pero parecía mayor.
Aunque salíamos en un grupo grande del instituto, Alberto y yo nos perdíamos en el parque, en un rincón de la cafetería, o en los soportales de las calles.
Los de mi clase decían que Alberto era un afortunado. Un privilegiado. Ser rubia y con los ojos azules me hacía ser una de las más deseadas de la clase.
Mi vida había cambiado. Por primera vez pensé en llevar falda corta o un jersey que dejara mi tripa al descubierto. Mis padres protestaban: —¿La tripa al aire en invierno? —Cogerás frío.
Cuando se lo contaba a mis amigas todas coincidían: —Los padres se pasan el día rayando. —Nos corrigen por todo. Andrea siempre me decía: —No les hagas caso, son viejos. Es imposible que nos entiendan. Nunca lo hacen.
Durante las vacaciones de Navidad nos vimos todos los días. Les había pedido a mis padres como regalo de reyes mucha ropa. Así cada día podría ir vestida distinta.
El primer día que Alberto me vio la tripa al aire le encantó. Estaba todo el tiempo acariciándome la tripa y la espalda. Lo mismo ocurrió un día que llevaba unos pantalones muy cortos que permitían ver mis piernas casi enteras.
Todo iba bien hasta el día que un chico se quedó mirándome. Alberto le insultó y después, sin razón alguna, la tomó conmigo. Me gritó como un histérico. —Yo no he hecho nada, le decía. —Solo se ha vuelto y me ha mirado. Alberto me cogió del brazo y tiró de mí arrastrándome debajo de los soportales. Me puso contra la pared y mirándome fijamente me dijo: —Pero tú, ¿qué haces? ¿A qué aspiras?
Desde ese día empezó a vigilarme la ropa que me ponía.
Un día que bajé de mi casa con un traje muy corto me mandó subir de inmediato: —Cámbiate de ropa. No pretenderás ir así. Parece que vas desnuda. No puedes enseñar tanto las piernas. —¿Qué crees que van a hacer los demás cuando te vean?
Al entrar en casa mi madre me preguntó: —¿Qué pasa? ¿Por qué te cambias? No decías que te encantaba ese vestido. —Me gusta, pero no quiero ponerme mala. No sé si habré cogido algo de frío, le contesté. —Pues ponte inmediatamente el termómetro. —No, no. No me pasa nada. Hace frío y no me apetecía ir con las piernas al aire. Tras cambiarme, me fui.
Me acostumbré a mensajearle antes de salir: —¿De qué color quieres que me vista? —¿Quieres que me ponga pantalones cortos o largos? —¿Prefieres una falda corta?
Cuando nos veíamos siempre veía algo que no le gustaba. —Los pendientes que llevas son muy llamativos. —¿Para qué te pones tantas pulseras? —¿Por qué te has puesto esa blusa transparente? —El color azul no me gusta. —Esa ropa te marca muchísimo.
Decidí entonces probarme la ropa antes de salir y mandarle una foto. Las discusiones disminuyeron.
Un día, nada más vernos sonó mi móvil y lo miré. De inmediato me dijo: —Déjame ese móvil, a ver que es tan urgente que tienes que atenderlo antes de darme los besos que estoy esperando.
Miró el mensaje que acababa de recibir. Era mi hermano mayor y un amigo suyo. Empezó a gritar creyendo que eran unos chicos del instituto. Cuando intenté explicarle que era mi hermano y su amigo me arrancó el móvil de la mano. —Devuélvemelo por favor. El móvil es mío. E insistí: —Dámelo, te digo. Sin embargo, en vez de devolvérmelo se puso a revisar todos mis chats. Cada vez que leía algo se ponía como una fiera. —¿Por qué le has dicho esto a Elena? —Y ¿por qué le has enseñado esto a Paloma? Nos pasamos toda la tarde discutiendo.
Desde entonces no hubo un día que, en el instituto o en la calle, no me cogiera el móvil. Yo le explicaba todo para que no me obligara a entregárselo, pero de nada valían mis palabras. — Estamos saliendo. ¿Quieres seguir o no? —Pues si quieres, ya sabes lo que tienes que hacer.
Las notas del segundo trimestre fueron muchísimo peores. Dudé en falsificarlas para no tenérselas que entregar a mis padres. Cuando las vieron, me amenazaron con castigarme sin salir si no corregía los resultados.
Seguí saliendo con Alberto, pero tenía que hacer y decir lo que él quisiera. Le rendía cuentas de todo lo que hacía y pensaba para obtener su aprobación.
Un sábado mientras comíamos mi hermano mayor contó que su amigo Jacobo se había enfrentado con su novia porque manipulaba su móvil. Mi madre saltó como una loca: —Tu padre no se hubiera atrevido jamás a hacer eso. Tampoco yo se lo hubiera permitido. Mi padre asintió: —Es increíble que ahora muchas chicas se sometan a los chicos. Y de pronto, me subió un calor enorme. Mi cara se recalentó. ¡Me ardía! Creí que todos me miraban. ¿Notarían el color de mis mejillas? Mi madre seguía clamando, pero dejé de oírla. —¿Qué estoy haciendo?, me preguntaba.
Al terminar de comer salí con Alberto. Al cogerme el móvil intenté resistirme, pero fracasé.
Cuando por la noche me despedí de Alberto en el portal me devolvió el móvil. Mi hermano nos vio, y al subir entró en mi habitación: —Deja a ese tío. Es un enano que no te conviene.
Las voces atrajeron a mi madre: —Contadme qué sucede antes de que vuelva papá. Y continuó: —¿Qué pasa con Alberto? Mi hermano le contó lo del móvil. Cuando mi madre empezó a gritar entró mi padre. —Ya dije que era muy niña para ir al instituto. —Tienes que dejar a Alberto, terció mi madre. La conversación se prolongó hasta bien entrada la madrugada.
Han pasado seis años desde entonces. Dejé a Alberto después de mi enfrentamiento con mis padres y hermano. Decidí entonces no volver a salir con nadie.
Solo ahora soy consciente del abuso que sufrí creyendo que tenía que aguantar esas salidas de pata de banco. Muchas de mis amigas siguen viviendo situaciones parecidas. Lo peor de todo es que les parece normal. —Tuve mucha suerte, muchísima suerte de que mi hermano viera la escena. Me libré de una buena. Y yo que me sentí enormemente desgraciada.
—Mañana empiezo la Universidad. He recorrido un dificilísimo camino durante seis largos años en los que salía siempre en grupo, pero con ningún chico en particular. He madurado y sé lo que quiero. Ya soy mayor.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales
