Nos han metido en un furgón. Somos cuatro. Creo que soy el más joven. Qué poco importa la edad. O mejor, ojalá fuera mayor en estos momentos. Así tendría menos tiempo del que me espera y exaspera. Es pronto para entrar en la cárcel. Vamos esposados. No vemos la carretera. Ni siquiera a los policías que conducen. Nuestro destino: Alcalá Meco. Allí me preguntarán mi nombre, mi edad y meterán en una bolsa todas mis pertenencias rotulando: Andrés García.
Mi madre siempre decía que acabaría mal. Si me viera ahora. De buena se ha librado. ¡Cómo sufriría! Tuvo una vida complicada al lado de mi padre. Era un borracho. Le pegaba. Siempre padeció maltrato físico y psicológico, penurias económicas y una soledad que le traspasaba el alma. Y eso, que tenía tres hijos. ¡A cada cual peor!
Murió hace dos meses. Desahuciada, abandonada y olvidada por los suyos. Ahora la recuerdo, pero entonces no pensaba en ella. Andaba liado con mis planes de futuro, los mismos que me han traído hasta aquí. Unas vecinas avisaron a la policía al no verla a lo largo de una semana. Al entrar en su casa encontraron su cadáver en el suelo de la cocina. Llevaba muerta seis días.
Un mes antes de su muerte la fui a ver. Había insistido como solo lo hace una madre para que comiera con ella un día. Me rogó por enésima vez que rehiciera mi vida. Que me enderezara. Me suplicaba con pesar: —Busca una buena chica. Forma una familia. Trabaja en algo decente. Tú, si quieres, eres un buen chico. Debes pensar lo que haces. Mira a tus hermanos. No acabes como ellos en la cárcel, decía entre un llanto entrecortado.
No se lo dije, pero estaba dando vueltas para hacer algo importante. Un atraco. Me había arrimado a un crápula como yo que también quería dar un golpe. No sé quién era más inconsciente. En vez de planificar, nos animaba nuestra suerte. Nunca nos habían detenido y habíamos hecho chapuzas varias. Necesitábamos algo especial que nos retirara durante algún tiempo. Queríamos una cantidad importante de dinero. Pero, pensábamos más en el reparto que en la forma de obtenerlo. En tres palabras: no había plan. Nos confiábamos a la improvisación y a una progresiva y galopante afición a las drogas que nos hacía ver todo mucho mejor.
Carolina tenía dos hermanas mayores. Con un buen expediente consiguió entrar en la banca. Tenía un horario envidiable. Entraba a las ocho y salía a las tres. Trabajaba solo dos tardes a la semana, y, en ocasiones excepcionales se llevaba trabajo a casa.
Tenía novio, pero les separaban 400 kilómetros. Intentaban verse todos los fines de semana. Estaba radiante. En cuatro meses estarían felizmente casados y viviendo juntos. Él esperaba el traslado de un momento a otro. Vivirían en el piso que se habían comprado y en el que ya vivía Carolina.
Tres hermanas, amigas y residentes en la misma ciudad, que procuraban verse cada semana en una comida de chicas. Sus hermanas decían que Carolina había nacido con estrella. Tenía suerte. Era guapa y lista. Todo le salía bien. Estaba siempre en el lugar adecuado en el momento justo.
Los tiempos y los negocios cambiaban, las transferencias y otras gestiones bancarias se hacían desde casa. El uso de Internet se extendía entre los clientes y el número de trabajadores en la sucursal disminuía.
Carolina se consideraba afortunada. Gestionaba las hipotecas y para eso se requería una negociación más personalizada. Encuentros cara a cara con el cliente.
Había amanecido. Carolina se despertó con un terrible dolor de cabeza. Se disponía a escribir un mensaje en su móvil diciendo que llegaría tarde, después del desayuno, pero recordó lo que le decía su madre: —Vive intensamente. No permitas que ningún dolor físico o moral te impida disfrutar de cada jornada. ¿Por qué se acordaba de ella en estos momentos? En realidad, la añoraba siempre. Se había ido demasiado pronto como lo hacen todas las madres. Saltó de la cama, tomó una aspirina y se arregló para ir a trabajar a las ocho como todos los días. Al ser viernes había que liquidar los flecos de la semana.
La jornada era tranquila. Una mañana de viernes que invitaba a tomar el sol desde las primeras horas. Enrique y ella salieron una hora antes a tomar un frugal desayuno. Quería consultarle un asunto peliagudo.
Eran amigos desde hacía cinco años. Al año de entrar, Enrique, que era el director, le propuso ser subdirectora del banco, pero declinó el ofrecimiento. Él, la consideraba inteligente, prudente y juiciosa, y le consultaba todo.
Regresaron a la hora que habitualmente salían y entraron en el despacho de dirección para intercambiar sin interrupciones los pros y los contras de la arriesgada operación bancaria. Carolina estaba optimista y alegre. Tenía cara de viernes. La sonrisa estaba grabada en su cara a pesar de sus décimas. En menos de cinco horas cogería el coche para disfrutar del fin de semana con su novio.
Tras unos gritos en la oficina la puerta se abrió sin haber solicitado permiso para entrar. Un individuo con una media en la cabeza ocultaba su identidad. Andrés llevaba en sus manos una pistola y traía un rehén. Su compinche no había aparecido. Decidió actuar solo. Estaba nervioso y drogado. Dentro del despacho soltó a su rehén y apretó la pistola contra la sien de Carolina a la que agarró.
Enrique le gritó: —Déjala. El director soy yo. ¿Qué quieres? Andrés estaba nervioso y sin saber muy bien qué hacer. El plan había sido sustituido por tres pastillas y alcohol. —La caja fuerte es de apertura retardada, le explicó Enrique. —Podemos darte lo que tenemos encima, le dijo Carolina, mientras intentaba enseñarle el bolso que todavía colgaba de su hombro. Andrés pensó que iba a defenderse y disparó. Al echarse Enrique encima, le disparó también. A continuación, salió corriendo como un zombi por el mismo camino por donde había entrado.
Los pocos trabajadores del banco permanecían aterrorizados, presos del miedo que les atenazaba, o cautivos de la histeria.
Tras su salida, solo un empleado corrió hacia el despacho del director. Carolina yacía en un charco de sangre. Enrique todavía respiraba. La ambulancia llegó en unos minutos, pero Enrique murió antes de llegar al hospital.
Andrés había entrado en la sucursal equivocada mientras su compinche esperaba en la oficina que había en la misma calle, unos metros más adelante. Tras el tiroteo salió huyendo.
La policía le detuvo media hora después. En su mochila llevaba la media con la que había cubierto su rostro y la pistola. Tenía las manos vacías, pero manchadas de sangre.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales
