jueves, noviembre 6, 2025
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¡Un niño!

Mi recuerdo es auténtico, aunque muy lejano. Es lógico, soy una mujer centenaria. Conservo, según mis amigos y conocidos, mis facultades intactas.

Mi abuela me contaba que cuando era joven los paseos eran bulliciosos. Las avenidas estaban alborotadas. Eran ruidosas. Las bicicletas, triciclos, patinetes y patines competían por el espacio urbano mientras se deslizaban por las vías. Salían y te sorprendían tras las esquinas. Las pelotas cruzaban en vuelo rasante entre los paseantes. Provenían de partidos de fútbol, baloncesto…

Los parques estaban llenos de niños. Había columpios en zonas reservadas para ellos. Allí acudían con sus padres. A veces, con sus abuelos.

¡Qué distintas eran las calles en mis tiempos de juventud! Ya habían cambiado su fisonomía.

La mayoría de los que paseaban por las aceras eran adultos e iban solos. Otros iban acompañados de sus mascotas. Ha habido y hay muchas más y mucho más variadas.

Algunos, las llevaban subidas en una silla parecida a la que dicen utilizaban los niños, pero más reducida de tamaño. Los perros, muchos pequeños al estar tratados genéticamente, iban sobre sus cuatro patas. También los gatos.

Otros paseaban a animales exóticos: loros, serpientes, iguanas, hurones. No había restricciones ni prohibiciones para tener cualquier animal.

Algo ha pasado. Ahora nadie lo duda, pero la paulatina sucesión de los hechos no inquietó a la mayoría. Algunos anunciaban el fin del mundo y presagiaban que se acercaba, mientras que otros les acusaban de catastrofistas y respondían con insultos. Una batalla campal, una guerra de ideas y de insultos, de reproches y reprimendas.

Los hombres y las mujeres jóvenes de mi época no queríamos hijos. ¡Ya habría tiempo para pensarlo!

Los trabajos demandaban un esfuerzo sobrehumano, y las vacaciones estaban para disfrutar al límite. Nada ni nadie podía interponerse en el merecido descanso.

Al volver al trabajo, alguno se planteaba la necesidad de que la humanidad viviera una generación más, pero casi siempre contaba con alguien enfrente con la sensatez suficiente para aplacar esas ínfulas. Yo misma lo hice, y finalmente desistí por las muchas dificultades que introduciría en mi vida de relax y sosiego. La que he tenido. De la que he disfrutado.

Y de esta forma, la sabia naturaleza fue acomodándose a las circunstancias que demandábamos. Los cuerpos empezaron su lenta, parsimoniosa y paulatina adaptación.

Hombres y mujeres cambiamos.

Las mujeres disminuimos gradualmente el número de óvulos que albergaban nuestros ovarios, y la ovulación que se producía cada veintiocho días en las mujeres de mis antepasados se espació hasta los sesenta o setenta días. La calidad de los óvulos mermaba haciendo más difícil y complicada su fertilidad. La fertilidad de la mujer desaparecía a pasos agigantados ante el silencio de la sociedad.

También el esperma de los hombres bajaba en cantidad y calidad de día en día. La reducción del número de espermatozoides era vertiginosa. En pocos años se pasó de 1.100 millones a tan solo 49 millones. La infertilidad se propagaba silenciosamente entre los hombres.

El mutismo de la humanidad la condujo lentamente a su mutación.

Hombres y mujeres habían acomodado sus cuerpos a sus deseos, a sus almas y espíritus.

Hoy salí a la calle. Sola como siempre desde hace cincuenta años.

Después de un largo paseo callejeando entre parques y jardines vi un niño. Volví mi mirada para creerlo. Incluso disimulé y cambié la dirección de mis pasos siguiendo a los padres y su bebé durante cinco minutos. El niño iba en una silla y miraba a los padres. Hablaban con él y de vez en cuando le hacían carantoñas.

Regresé contenta a casa. Qué bellos recuerdos evocaron en mí la bonita escena.

Después de comer sola me eché una siesta en el sofá.

Durante la cabezada tuve un sueño maravilloso: los niños volvían a poblar la faz de la tierra.

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

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