viernes, enero 17, 2025
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Tres horas

Estaba ventilando y limpiando la casa cuando sonó el móvil.

—Hola, contesté. —Hola, siéntate y escucha bien lo que vamos a decirte.

—¿Quién eres?, le interrumpí. —Eso ahora no tiene importancia. Escucha bien… Tenemos a tu hija. —¿Qué dices? No, no es posible, está en la Universidad. —No, no, está con nosotros. Así que escucha bien. La hemos secuestrado.

—¿Qué dices?, pero ¿quién eres?, grité. —Déjame hablar con ella, por favor, dije llorando. —¿Dónde está? ¿Qué quieres? Quiero hablar con ella, que se ponga, imploré.

Mientras tanto, aquel hombre decía: —Escucha bien lo que tienes qué hacer, si lo haces volverás a reunirte con ella, pero deberás cumplir al pie de la letra todo lo que te digamos. Si no, nunca más volverás a verla. ¿Entiendes bien lo que te estoy diciendo? Entonces hizo una pausa. Yo volví a gritar: —Déjame hablar con ella, por favor.

Y, al fin la escuché con voz entrecortada: —Mamá, por favor, ayúdame. Hazles caso. No me dejes, mami… Ayúdame, por favor. —No te muevas o te mato, le dijeron. —Por favor, por favor, no la toquéis. Los gritos y sollozos interrumpían sus palabras de auxilio. Y le arrebataron el teléfono: —Ya la has oído. Es suficiente.

—Vale. No le hagáis daño. No la toquéis. ¿Cuánto, cómo y dónde tengo que ingresar el dinero?

—Ingresa 7.000 euros en esta cuenta. Haz un solo ingreso tras reunir todo el dinero. Quieres recuperar a tu hija entera, ¿verdad? Pues ya sabes, todo el dinero. Y recuerda, si llamas a la policía, despídete de tu hija para siempre. Solo recibirás los dedos de una de sus manos por correo.

—Por favor, dame más tiempo. —Te llega. Ya sabes lo que le ocurrirá a tu hija… Tienes tres horas si quieres volver a abrazarla.

De fondo se volvieron a oír unas voces. Mi pobre hija estaba gritando y llorando, Dios mío, ayúdame, pensé. —Por favor, no le hagáis daño. No la toquéis… Os daré lo que pedís.

La llamada se cortó. Colgué el teléfono y un silencio estruendoso se apoderó de nuestro pequeño y humilde piso. Temblaba de miedo, pero no tenía tiempo que perder. ¿Cómo iba a reunir 7.000 euros? Estoy separada, trabajo solo unas horas al día, y ni siquiera todos los de la semana. Mi hija tiene una beca para ir a la Universidad. Tenía que pensar y deprisa.

Llamé a mi exmarido, a mis padres, a mis tres hermanos, a mis primos, a dos amigas, a una vecina… ¿A quién más podría llamar? Necesitaba acordarme de alguien más. Pero ¿quién?

A todos les dije lo mismo. —Necesito dinero, mucho dinero. Ahora no puedo explicarte. —Si me quieres, déjame todo lo que puedas. Te prometo que te devolveré hasta el último céntimo. —Estoy en un aprieto, una situación muy difícil de la que no puedo hablar, pero necesito dinero. —Lo necesito, te lo ruego, no me preguntes. Hazme un bizum ahora con todo lo que puedas.

En todas las conversaciones me mordí la lengua, me di pellizcos y golpes para no llorar mientras hablaba. No podía demostrar angustia, miedo o desesperación. Nadie podía enterarse de lo que me estaba pasando. Estaba consternada. Sumida en un ataque de pánico. La vida de mi hija pendía de un hilo. Tenía que enviar el dinero o esos hombres cumplirían su amenaza.

¿Qué son tres horas? No era capaz de respirar ni de tragar la saliva. Sentía un ahogo que reventaba mi maltrecha respiración. Tengo que sobreponerme. No hay tiempo que perder. Los minutos vuelan. No puedo caer en el abismo. Tengo que salvar a mi hija. ¡Dios mío!, qué horror. Por favor, que alguien me ayude. Y rompí a llorar desesperadamente.

Y llegó el primer envío: 650 euros. Por primera vez en una hora, tragué saliva. Seguro que reuniré el dinero, pero por favor, que se den prisa. Mi móvil ardía. Escribía una y otra vez a todos. —Siento pedírtelo otra vez, pero recuerda la urgencia. Entraba en mi cuenta una y otra vez. Nada. Y, entró la segunda transferencia: 375 euros. Ya tenía 1.025. A esa cantidad podía sumar lo que tenía en el banco para acabar el mes, 187 euros. —¿Por qué tendremos que estar a final de mes?, pensé. Contaba con 1.212.

Llamaron a la puerta. Utilicé la mirilla y vi a mi vecina. Tenía que actuar como si no pasara nada. Nadie podía enterarse de lo que estaba sucediendo. Abrí. —¿Qué te pasa, Vanesa? No tienes buena cara. —Hola Pili. No, no me pasa nada. Tengo un apuro económico. Solo eso. Ya te contaré. Ahora solo necesito el dinero. —Toma. Esto es todo lo que puedo darte. Y abriendo la mano me entregó 130 euros. Ya tenía 1.342. —Muchas gracias, Pili. Ya hablaremos. Ahora no puedo atenderte. —Gracias otra vez, le dije cerrando la puerta.

Con el móvil en la mano noté un leve sonido: había recibido una nueva cantidad. Ya tenía 2.102. —Muy bien, pero qué es eso al lado de los 7.000 que tengo que reunir.

Y volví a escribir a todos los que todavía no habían enviado el dinero. Volvía a pedirles perdón, pero era urgente. Necesitaba el dinero.

Mi primo Carlos me preguntó: —¿Estás bien? ¿Te están atracando? ¿Alguien te está extorsionando? —No. Estoy bien, en casa, pero estoy muy apurada con un pago pendiente. Gracias, Carlos. Envíame lo que puedas que te lo devolveré. —Ok. Ahora te hago un bizum de 350. —Gracias, le contesté. —Por Dios, que me envíen más, me decía. He reunido 2.452.

Un sonido detrás de otro me permitió una nueva inspiración: 280 y 600 euros más. —No he llegado siquiera a la mitad. ¿Qué hago? Llamé de nuevo a mis hermanas. —Por favor, no me preguntes, pero envíame todo lo que puedas. Cuando colgué, recibí 500 y 800 de una y otra. Tenía 4.632. —Todavía me falta una fortuna, pensé. ¿De dónde puedo sacar dinero? Entré en la habitación de mi hija y me puse a revolver. —¿Dónde guardaría el dinero? Dentro de un libro encontré un billete de 50. Había alcanzado una cifra récord: 4.682, pero ya había gastado una hora y cuarenta minutos del tiempo que tenía.

Mi madre me llamó: —Vamos, dime qué te pasa. —Nada, mamá. Solo necesito dinero. Por favor, dame todo lo que puedas. Llama a tus amigas para que te dejen algo. Veinte minutos después recibí un mensaje que me confirmaba un nuevo ingreso de 480. Me faltaban 1.838, pero solo disponía de una hora. El resto del tiempo lo necesitaba para hacer la transferencia en el banco.

Esperaría frente a la oficina bancaria. No tenía tiempo que perder. Ya cerca del edificio resonó un silbido emocionante. Dos nuevos envíos: 590 y 400. Solo me faltaban 848. Repasé todas mis peticiones. Había alguna pendiente. Dos nuevos tintineos me elevaron a los cielos: 470 y 390… —¡Lo había logrado! Tenía 7.012 euros.

Entré precipitadamente. Me sequé las lágrimas. —Buenos días. Tengo que hacer un ingreso en esta cuenta. Compruebe bien los números. No se equivoque. Ponga el nombre de Sara Fernández González. —¿Quiere realizar alguna otra operación? —No, nada más. Deme el recibo, por favor.

Salí de la oficina. —Lo había conseguido. Había pagado el precio exigido. Tenía que volver corriendo y esperar a que cumplieran su palabra. Las manos me temblaban al meter la llave en la cerradura.

Ya en casa, me tocaba esperar. Ahora el tiempo pasaba tan despacio que me desesperaba más. Las dudas entraban en tromba en mi cerebro. Las preguntas se multiplicaban. ¿Cumplirían su palabra? —Por favor, que la suelten. Que la traigan ya. Mi corazón se me salía del pecho. Las manos me sudaban. Temblaba de frío e inmediatamente después rompía a sudar. Estaba desesperada. Creía que había pasado lo peor, pero no. Mis nervios estaban desatados. No resistía más tensión y angustia. Paseaba por las habitaciones. Me sentaba. Me levantaba. Iba a la cocina. Salía a la escalera. Volvía a entrar. No podía más, pero tampoco podía bajar a la calle. Ya me habían advertido.

A las 14:30 oí el ascensor y me lancé a la puerta. Llorando y presa de un ataque de nervios abracé a mi hija Sara mientras todavía no había salido del ascensor. —Hija mía, ¿qué te han hecho? ¿Estás bien?, le dije mientras la estrechaba entre mis brazos. —Pero ¿qué te pasa?, mamá. —Gracias a Dios estás bien. ¿Te han golpeado? —Estoy bien. —¿Y los secuestradores? —Mamá, tranquila. No sé de qué estás hablando. Escúchame, he estado toda la mañana en la Facultad, me dijo levantando la voz. —Entonces, ¿no te han secuestrado? —¿De qué hablas, mamá? Te repito. He estado en la Facultad, tenía clase. —Pero… ¿entonces?… No entiendo nada…

Después de abrazar a mi hija una y mil veces, entendí que nada había sucedido. Mi hija estuvo en la Facultad toda la mañana. Yo había sido víctima de un falso secuestro exprés.

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

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