Estaba plenamente convencido de lo que hacíamos cuando me subí a la furgoneta. Teníamos miles de kilómetros por delante. Nuestros móviles nos guiarían. –Mi mujer está feliz, me dijo Antonio. –Dice que, si todos hicieran algo, los ucranianos encontrarían el descanso y el sosiego mínimo para subsistir en esta cruel, injusta y devastadora invasión que ha conducido a una guerra infame.
–¿Está contenta Sabela?, me preguntó. –Bueno, no le he contado todo. –¿Qué le has dicho? –Que iba a ayudar a traer a gente a Lugo para ser acogida. La conozco bien, y estará feliz con lo que vamos a hacer.
Los kilómetros iban cayendo. Nos turnábamos para conducir. Nuestras mujeres nos habían preparado viandas suficientes para tres viajes. Para dormir y descansar habíamos habilitado en la parte de atrás de la furgoneta dos colchones con sacos de dormir.
Atravesábamos distintos países. Nunca los habíamos visitado. Merecía la pena el esfuerzo.
Todo había surgido por una clienta de toda la vida: Uliana, la ucraniana de la Puebla de san Julián, nuestro pueblo. Uliana entraba llorando en la panadería. Su bonito país era un infierno. La paz había sido sustituida por misiles y bombas. Sollozaba y sufría por sus compatriotas. Conocía a cientos de ellos que esperaban a que alguien les tendiera una mano. Y, tras discutirlo Antonio y yo, decidimos echarla nosotros. Habíamos solicitado dos días de permiso más los dos de libranza que nos tocaban.
Y llegamos a Wlodzimierz, Polonia, muy cerca de la frontera con Ucrania. Habían transcurrido treinta y cuatro horas desde nuestra salida. –¿Crees que los encontraremos?, le dije a Antonio. –No pensé que hubiera tanta gente reunida. Hay miles y miles de personas, le contesté. –Llamemos a nuestro contacto, insistí.
Chapurreando en no sabemos cuántos idiomas y gracias a la ubicación enviada a nuestro móvil nos reunimos. En principio, recogeríamos a cinco personas, pero nos rogaron que nos llevásemos a dos más. Se trataba de una joven madre y su bebé recién nacido. Tras verlos, no pudimos negarnos. Anotaron sus nombres y los nuestros. Les tomaron sus huellas dactilares, nuestra dirección en España. En once horas, cumplidos y resueltos todos los trámites, podíamos emprender nuestro viaje de regreso a España.
Previamente, habíamos calentado los caldos preparados por nuestras mujeres que bebieron con fruición nuestros nuevos pasajeros. Los niños con sus peluches nos miraban tímidamente. Las tres mujeres agradecían sin cesar cada gesto.
Al terminar, se tumbaron todos juntos en los colchones de la furgoneta. Se daban calor con sus frágiles y extenuados cuerpos. Dolor, sufrimiento, cansancio, tristeza y soledad acumulados serían sustituidos por un halo de esperanza. Antonio pasó y les cubrió con todas las mantas que teníamos.
El silencio reinó durante los más de tres mil kilómetros. Hasta el recién nacido permaneció silencioso con su madre-niña. El abatimiento y la desolación flotaban en el aire.
Antonio, casado con Iria, se llevaría a una de las madres y a sus dos hijos. Ellos tenían dos hijos de seis y once años.
Nosotros nos haríamos cargo de la otra mujer y sus dos hijos y el añadido de última hora, la joven madre y su bebé de días. Contábamos con más espacio en casa.
A pesar de la locura de mi mujer por los niños, en más de quince años de matrimonio no habíamos conseguido tenerlos. No lo decía, pero tenía una espina clavada en su inmaculada alma.
Dejamos a Iria y Antonio felices con su nueva familia.
Tenía que enfrentarme, ahora sí, con Sabela. Salió de casa a recibirme. Sabía que llegaba. Cuando le dije que los ucranianos que había en la furgoneta se quedarían en casa me llamó de todo: –Espera, le dije. Nos necesitan. Hay tres niños, de siete y tres años y un recién nacido. Vienen con sus desconsoladas madres que han dejado a sus maridos luchando por su país. Nadie sabe si algún día se reunirán de nuevo. Si serán errantes y vagabundearán el resto de sus vidas. Si conseguirán reunirse con otros familiares. Si podrán dar de comer a sus hijos, procurarles una educación, una casa, unos cuidados, una familia…
–Tú derrochas amor con los que te rodean. Pensé que sería bueno para ti, para nosotros, y por supuesto, para ellos. Imagina por un momento que nos hubiera sucedido a nosotros.
Sabela gritaba: –Estás loco, ¡no sabes lo qué dices!
Se acercó a la furgoneta y miró por la ventana. Vio a las dos madres y a los tres niños asustados en un rincón de la furgoneta. Entonces, me miró con cara de profundo arrepentimiento, me pidió perdón, y corrió a abrir el portón sacando a los niños y abrazándolos.
En seguida les hizo pasar a nuestra casa. Les dio ropa de abrigo y los paso directamente a la cocina donde les preparó una gran merienda.
–Mi mujer es extraordinaria. Tengo tanto que aprender de ella. Un auténtico testimonio de vida. Generosa hasta un límite imposible de trazar. Ni una mala cara, ni una queja, ni una lamentación, ni un enfado, ni un descanso, ni un amago de rendirse ante las dificultades durante el año y medio cumplidos desde que los cinco ucranianos viven con nosotros. Ahora, somos mucho más ricos. Atesoramos grandes vivencias en nuestros corazones. Guardaremos para siempre risas, emociones, sentimientos, agradecimientos, ternura, afectos, actos de amor infinitos. Compartimos con ellos sus penas, aflicciones, pesadumbres y congojas.
Somos una gran familia. Mi mujer tiene dos hermanas y por fin, tenemos descendencia. Tres niños caídos del cielo. Tres hijos acogidos. Sacados del infierno y la miseria, y trasladados al paraíso de la confraternidad y el amor generoso. Los lazos son tan fuertes que, aunque regresen y eso deseamos, nunca dejarán de añorar, querer y visitar a su madre española, a su madre del alma en los momentos más difíciles de sus cortas vidas.
Mi mujer abrió su corazón sin reservas cumpliendo así su sueño de ser madre.
Doctora en Derecho. Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales
