miércoles, noviembre 5, 2025
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Mi mejor legado

Se trataba de una separación de tantas. Pero, no para mí. Eran mis padres los protagonistas. Y mis hermanas y yo, los efectos colaterales.

Yo era el menor de tres hermanos. Muy descolgado de mis hermanas mayores. Ellas nunca causaron el menor problema. Yo, por el contrario, impaciente y nervioso desde mi nacimiento, les causé más de un disgusto a mis padres.

Inquieto desde niño, en el colegio me disipaba. Era un investigador nato de las moscas. Mosca que revoloteaba, mosca que era sometida a un insondable y profundo escrutinio por mi parte. Los suspensos se acumulaban en mi pequeño expediente. Mis profesores me consideraban revoltoso y alborotador.

Cuando mis padres se separaron se produjo un hito en mi corta existencia.

Mi abuelo materno, viudo desde hacía un año, me propuso que hiciéramos juntos el camino de Santiago en los comienzos del periodo estival.

Quería salir de mi casa. Me sentía mal. Triste. Decepcionado. Solo entre mujeres. Pero, ¿qué iba a hacer yo, un niño de diez años, con un señor entrañable de setenta y seis?

Hicimos el camino primitivo. 110 kilómetros nos separaban del Santo Patrón. Sin preparación física y con muchas dudas, emprendimos el viaje.

El primer día salimos a las siete de la mañana. Anduvimos veinte kilómetros. Los silencios prevalecieron en toda la jornada. Siempre habíamos hablado de todo, pero superficialmente. Circunspectos. Los mutismos reinaban entre nosotros. La segunda etapa no se diferenció de la anterior.

En la tercera jornada aparecieron las ampollas. Tras la cura, nos sorprendimos mutuamente por la noche. Hablamos como amigos.

Le conté mi sensación de soledad y de pena por la separación de mis padres. Mi escaso interés en los estudios. Mi desapego y alejamiento respecto a mis hermanas mayores…

Mi abuelo empezó a contarme su infancia. Lo hizo como nunca lo había hecho hasta ese momento.

Me enteré entonces que sus padres se habían casado por sorpresa. La madre de su madre al ver cómo tonteaba con su padre, le ofreció una pulsera de brillantes muy valiosa para que le olvidara. Ella, tomó la joya. Parecía que el problema se había solventado.

Sin embargo, sólo unos días después, en complicidad con dos primos, acudieron todos los miembros del complot a la iglesia de Santa María de Cacabelos. Los novios unieron sus manos al recibir la bendición que ponía epílogo a la misa del jueves. Lo hacían en presencia de sus dos primos que actuaban como testigos. Salieron de la Iglesia casados.

Primero nació su hermano, y diez años después nació mi abuelo. Sus padres no fueron muy felices. La guerra causaba estragos en la España de la época. Tener un hermano mucho mayor y las circunstancias de penuria que sufrieron, le hicieron madurar de forma precipitada. Mi abuelo decidió que sería un hombre de bien.

Fue un buen estudiante. Hizo sus oposiciones con éxito. Conoció a mi abuela. Se casó y tuvieron tres hijas. Mi madre, la mayor. La vida le golpeó duramente con la muerte de mi tía, la hermana pequeña de mi madre, y la muerte de mi abuela, la que era el sostén y razón de ser de su vida.

Tras sus muertes, y con inmenso dolor, decidió que su vida volvería a empezar. Tenía que seguir luchando por lo mucho que las quería. Por lo mucho que las había querido. Por ellas, y, por las personas que le alentaban para seguir viviendo.

—Tú eres importante para muchos, me dijo. —Para mí, una de mis razones de vivir. Mi único nieto. El hijo que nunca tuve. Uno de los motivos por los que me levanto de la cama. Lucho. Rezo. Me renuevo. Río. Lloro. Me preocupo. Me desvelo.

Y, continuó: —Tú y yo haremos un pacto secreto a imitación del que mis padres rubricaron cuando se casaron. Un pacto de sangre. Uniremos nuestros destinos en la ayuda y comprensión mutua. Caminaremos siempre juntos. Aunque no me veas en el colegio estaré a tu lado. Igual que cuando te diviertas, estés triste o preocupado. Y si ríes y estás feliz yo disfrutaré también. Cuando llores me entristeceré contigo. En todos tus momentos vitales estaré a tu lado. Silencioso. Apoyándote. Orgulloso. Satisfecho de tu comportamiento y actitud. Seré tu sombra. Aunque no me veas, nunca te abandonaré.

El último día de nuestro camino, entramos en Santiago. Cansados. Felices. Lo habíamos conseguido. Un viejo y un niño consiguieron su objetivo sin preparación. Coronaron su primer camino a Santiago. Habíamos fraguado una relación tan especial que nunca se rompería.

Regresar supuso un corte durísimo. Me invadió un fuerte sentimiento de pena. Por la noche lloré en mi cama. Qué pena no verle. No hablar con él. Me había acostumbrado a su presencia.

A partir de entonces, cada noche, evocaba sus diálogos cuando ganábamos el objetivo del día al cumplir los kilómetros previstos. Con estos recuerdos me mantenía vivo. Tendría que conformarme con verle y tocarle como antes de nuestra aventura. Tan solo una vez a la semana.

Aunque no nos viéramos, él me llamaba con frecuencia. Me wasapeaba continuamente. Siempre una pregunta que me llegaba al alma. Un testimonio de preocupación. Una palabra de interés. Una confesión propia de camaradas.

Añoraba su presencia y ánimo. Con una frase sabía transmitirme confianza. Sus palabras, seguridad. Sabía mantener mi esperanza. Estimulaba mis anhelos. Avivaba mis ilusiones.

El comienzo del curso fue distinto. En el horizonte estaba su promesa. Repetir el camino al año siguiente. Tenía una meta. Debía mejorar, aunque sólo fuera un poco. Sentí su aliento. Su ánimo. Su vigor. Su impulso. Gradualmente cambié mi actitud y mis resultados. Las moscas pasaron a segundo plano hasta perder todo mi interés.

El verano siguiente hicimos los últimos 120 kilómetros del camino francés. Es curioso. Seguía siendo mi abuelo, pero solo cuando estábamos con terceras personas. Dejé de percibir nuestra diferencia de edad. Nuestros pies se resentían de las caminatas. Nuestros espíritus estaban cada vez más unidos. Concluimos una vez más el camino elegido hasta abrazar al apóstol. Y así fue también, al seguir el camino costa norte, el portugués y el andaluz. El sexto año me propuso hacer el camino ignaciano. Después emprendería el bachillerato en el nuevo curso. Éramos ya uña y carne.

Las fatigas del camino habían hecho mella en nuestras vidas. Confidencias impensables con las diferencias de edad que existían entre nosotros. Físicamente seguía siendo un roble. Los dos últimos días me sorprendió con comentarios un tanto extraños. No cabe duda de que estábamos cansados. Ya tenía ochenta y dos años. Regresamos, como era costumbre, cada uno a su casa.

Las pruebas a las que se sometió unas semanas después me enfrentaron con la dura y terrible realidad. Mi abuelo padecía Alzheimer. Ese mismo día, cambié el rumbo de mis estudios. No sería veterinario. Sería médico. Me especializaría en Neurología. Lucharía contra la enfermedad que me impediría desde entonces disfrutar de uno de mis seres más queridos a lo largo de mi vida.

Cuando acabé mi carrera de medicina y terminé mi especialidad, me dediqué además de la consulta en el hospital, a la investigación. No ha habido un día que no haya pensado en él. Esté donde esté, se enorgullecerá y disfrutará conmigo por lo que hizo por mí. ¡Le debo tanto!

Enriqueció mi vida. Me dignificó. Me serenó. Me enseñó a tomar el rumbo, el destino de mi propia vida. Sin duda, una de las mejores relaciones de mi vida.

Él olvidó quién era. Olvidó quién era yo. Yo nunca le olvidaré. Mi abuelo. Mi amigo. Mi héroe.

Caminante no hay camino, se hace Camino al andar. A. Machado.

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

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