martes, octubre 15, 2024
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Juegos peligrosos

Sentía desde pequeño una pasión irrefrenable: el juego. Lo había visto en su casa. Su padre era un jugador empedernido. Murió muy joven. A decir de quienes jugaban con él, fue un infarto de miocardio. Sucedió el día que se arruinó y dejó sin nada a su adinerada mujer y a sus hijos.

Él, y no su hermano, heredó su pasión, su afición y su adicción, en caso de que ésta se transmitiese.

Chapas, monopoly, cartas… cualquier juego le entusiasmaba durante los recreos del colegio y durante el fin de semana, siempre que se jugara el poco dinero que tenía.

Disfrutaba con la innata habilidad que poseía para desplumar a todos sus compañeros y amigos.

En el comienzo de su adolescencia la muerte de su mentor provocó en él la necesidad de emularle. Se identificaba miméticamente con quien había admirado tantos años. Necesitaba jugar.

Aprovechando su corpulencia y su barba se hacía pasar por mayor de edad dos años antes de serlo introduciéndose en partidas de profesionales en las que se jugaban importantes cantidades de dinero.

El día que cumplió dieciocho estrenó con poderío y orgullo su entrada por derecho en el Casino de Montecarlo. Consiguió una plaza para jugar una importante partida de póker en un reservado.

A los veintiséis se casó con una jugadora que conoció en el Casino de Madrid. Ella se retiró dos años después, al nacer su primer hijo.

La responsabilidad y especialmente el saberse cabeza de familia y con mujer e hijo a su cargo le indujeron a profesionalizarse aún más.

Durante los cuatro años siguientes al nacimiento de su hijo viajó sin cesar por los más reputados casinos europeos y en los dos años siguientes por casinos de otros continentes, especialmente por los americanos y asiáticos.

Ante la insistente disyuntiva planteada por Covadonga de que ejerciera como marido y padre, o que no volviera nunca más, Gonzalo plegó velas y prometió adaptarse a la sosegada vida de familia que disfrutaban su mujer y su hijo. Pero, su hijo le esquivaba. Solo conocía su imagen a través de foto y vídeo y su voz a través del teléfono.

Poco duraron las promesas de un hombre apasionado y entregado al juego en alma, vida y corazón.

A la espera del nacimiento de su segundo hijo salió a jugar. Ansiaba apostar. Necesitaba inhalar hasta lo más profundo de sus pulmones el ambiente del juego, del azar y la suerte.

Y volvió a jugar. Su mujer le llamó al sospechar que el parto le llamaba sin retardo. Gonzalo no pudo contestar la llamada en ese momento. Era una ronda esencial de la partida.

Cuando terminó la llamó, pero ya era demasiado tarde para satisfacer las urgencias de su mujer. Su hijo ya había nacido. Como la partida había terminado salió disparado en dirección al hospital.

Conoció a su hijo, pero su mujer no estaba para bromas. Visiblemente enfadada y con su hijo recién nacido presente, le dio un ultimátum: —Elige: el juego o tu familia. Él contestó de inmediato: —Qué cosas tienes mujer. No hay nada que pensar. Lo primero y principal sois vosotros, mi familia. Sois lo que más quiero.

La vuelta a casa volvió a ser nueva. Un bebé recién nacido siempre la hace diferente. Jaime, de seis años se celaba de su hermano recién nacido. Solo quería estar con su madre y rechazaba la presencia de su padre con el que apenas había convivido. El recién nacido sufría cólicos del lactante y Covadonga se multiplicaba para atender a todos.

Los días que siguieron no fueron fáciles para ninguno de los cuatro miembros de la familia.

Gonzalo acusaba la falta de agitación, inquietud y palpitación en su vida. Añoraba la emoción y entusiasmo de envidar y ganar. Y recordaba con nostalgia el reto y desafío que suponía tener que empezar de nuevo cuando perdía.

Su carácter se agriaba con el paso de los días. Se enfadaba por todo y con todos. Los llantos del bebé le excitaban. No tenía paciencia ni con él mismo.

Un día de arrebato salió a toda prisa. Era adicción en estado puro. En poco más de cuarenta minutos entró en el casino. Todos le saludaron y se alegraron de su vuelta.

Concertó con otros jugadores partidas de póker en distintos reservados. Volvía a respirar. Lo hacía sin interferencias. Profunda e intensamente. Estaba en su elemento. Se sentía henchido, feliz.

Salió de madrugada. Dudó si volver a casa o esperar unas horas. Todavía quedó con otros para jugar otras partidas tres días más tarde. Finalmente regresó a su casa. Al entrar, su mujer le oyó llegar y discutieron acaloradamente. Durmió en el sofá.

Al día siguiente volvieron a discutir. Él salió dando un portazo.

Por la noche tenía una cita, una importante mesa en la que se jugaría fuerte. Todos los jugadores eran buenos, y, sobre todo, contaban con importantísimas cantidades de dinero. La mesa excedía de sus posibilidades, pero confiaba en su suerte y en su saber hacer.

En el comienzo de la noche la suerte estaba de su parte. Le río y sonrió. Ganaba todas las manos. Llegó a acumular más de 600.000 €. Pero igual que le había acompañado, la suerte se fue por donde había venido. Y así, en menos de dos horas se quedó con las manos vacías. En el que iba a ser el último lance de la noche, Gonzalo tenía un póker de ases. Primera mano. No tenía dinero. Sabía que era su oportunidad de recuperar todo lo perdido. Eran 600.000 € ¿contra qué? —¿Qué me puedes ofrecer a cambio?, le dijo su adversario. Gonzalo reía convencido. Interiormente pensaba: —Le voy a machacar. Sabía lo que le iba a decir, pero balbuceó. Luego, le dijo despacio: —Me juego a mi mujer contra tus 600.000 €. Todos sois testigos.

Gonzalo sacó del bolsillo su cartera y enseñó la foto de su mujer. En ese momento tenía treinta y cuatro años. La foto era de cuando tenía treinta. Se trataba de una mujer atractiva, bien parecida, alta y elegante.

—Está bien. Acepto la apuesta. Que alguien tome nota de lo que nos jugamos. Firmaremos los dos y otros dos de vosotros que actuareis como testigos.

Firmado el documento, la respiración de los presentes se aceleraba. La tensión se palpaba en el aire. Los dos jugadores disimulaban los nervios. Su sangre parecía no circular en ese momento por sus venas. Mantenían la compostura. Parecía que no fuera con ellos.

Gonzalo lleno de suficiencia y vanagloria levantó sus cartas y elevando la voz dijo: —Póker de ases. Esperó convencido a que su rival levantara sus cartas. Cuando lo hizo, con una media sonrisa, su rival gritó:  —¡Escalera real! Has perdido amigo. Entrégame a tu mujer. Iremos a ver qué cara pone.

Los presentes tuvieron que separar a Gonzalo que reaccionó violentamente llamándole tramposo.

Al día siguiente, los dos testigos y el ganador acudieron a casa de Gonzalo. Les abrió la puerta su mujer. Les hizo pasar y se sentaron para hablar de un asunto que le concernía a ella y a su marido. —Siento decirles que mi marido no está. Desde hace dos días nada sabemos de él.

Y entonces, le enseñaron el documento. Con una cara de total desconfianza y sorpresa no podía dar crédito a lo acordado. —Cómo es posible que Gonzalo me pueda hacer semejante daño. Que me cause tanto dolor y sufrimiento. ¡Se ha vuelto loco!

Covadonga lloraba desconsolada en presencia de los tres hombres cuando se oyó la puerta. Gonzalo apareció de improviso con un arma entre sus manos. Disparó a bocajarro sobre el ganador de la apuesta y a continuación se quitó la vida.

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

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