Como cada día salí de casa quince minutos después de que lo hiciera mi mujer. Confundió su móvil con el mío y al tomar el suyo me enteré de que me engañaba. Leí con rabia, indignación y odio lo que nunca hubiera querido leer.
A la vuelta del trabajo la esperaba en casa. La discusión fue violenta. Terrorífica. Después de gritar e insultarla con todos los calificativos que sabía me despedí con un portazo. Recogería mis cosas al día siguiente mientras ella no estuviera en casa.
Los insultos y alaridos alertaron a la comunidad. Varios vecinos se ofrecieron para prestar declaración en el juzgado en caso de que hubiera querido denunciarme por violencia de género. Cristina pidió disculpas por el barullo, agradeció su ayuda, pero les dijo que no presentaría denuncia.
Salí de mi casa como un loco llevado del mismo diablo. ¡Cómo es posible que me ponga los cuernos! Cinco años casados y cómo lo celebra. ¡Vaya mosquita muerta! No era capaz de entender nada. Me quedé tocado. Obsesionado y desquiciado.
Un día que trabajaba en la oficina recibí un mensaje suyo. El primero en catorce meses. Preferiría no haberlo leído: “Por favor, necesito verte. Deja a un lado tu agresividad. Recupera la cordura y ¡ven! Te espero a las seis”.
Dudé en contestarle. Mi cerebro se calentó y se recalentó toda la mañana. —Me engaña con otro, me da puerta y ahora quiere hablar… y ha esperado catorce meses, me decía.
—Que hable con otra persona. Que hable con su amante. Pero ¿qué querrá? Necesito saberlo. Creo que iré, pero antes le diré con calma lo que pienso de ella. Le diré que estoy enfadado. Ha destrozado mi vida: “Iré a tu casa a las seis. Espero que me digas rápido lo que quieres y me dejes tranquilo. Ni somos amigos, ni lo seremos nunca. Solo quiero perderte de vista y no volver a verte nunca más”.
Oía los cuartos del reloj mientras llamaba a la puerta de mi antigua casa. Cristina abrió. Llevaba un traje vaporoso de color rojo. Estaba más guapa y arreglada que nunca. Más rubia y con el pelo más largo. Había ido a la peluquería. Un poco más delgada. Sensual y provocadora. Era una mujer enormemente sexi.
Pasamos al salón y me invitó a sentarme. —No te haré perder tiempo. Veo que sigues enfadado. —Y, ¿para qué me haces venir? —Tienes razón, sigues siendo un inmaduro. —Y tú, ¿qué eres?, dije gritando: —Eres una zorra. Te mataría. ¿Qué quieres de mi ahora?
Y como si hubiera prendido la chispa, de pronto salió todo el odio y resentimiento acumulados durante los catorce meses. Enloquecido y envuelto en una espiral de violencia tiré lo que había encima de la mesa, arrastré los sillones y arrojé contra el suelo las sillas. Cristina gritaba: —¡Para, para! No lo hagas. ¡Vete! Me equivoqué. Te odio. Déjame vivir. Déjame. No sé para qué te he llamado. Sigues igual. Los hombres sois violentos y agresivos. Nooo, gritaba mientras duró mi arrebato tirando todo por el aire.
Entonces me marché.
Coincidí con la vecina de arriba a la que no reconocí. Iba blasfemando contra todo y especialmente contra Cristina: —Hija de perra. Ya se acabó. No volverá a darme la lata nunca más. Se acabó todo. Que descanse en el infierno.
Unas horas después llamaron a la puerta de mi apartamento. Abrí y ante mi asombro primero y mi consternación a continuación, la policía me leyó mis derechos. Me acusaban de matar a mi exmujer.
En la comisaría negué y volví a negar que la hubiera matado. A continuación, me presentaron ante el juez, y sin creer lo que me estaba pasando me enviaron a la cárcel: prisión preventiva comunicada y sin fianza.
Unos meses más tarde me juzgaron. A pesar de los esfuerzos de mi abogado parecía que el jurado había decidido su veredicto antes de comenzar. Creí vivir un sueño aterrador y espeluznante. Era una infame pesadilla.
Mis antiguos vecinos pasaron por el tribunal declarando haber oído todo tipo de amenazas contra Cristina. Reprodujeron mi bronca cuando nos separamos y la existente, minutos antes de que acabaran con su vida. Recordaban los ruidos de los muebles. La policía encontró la casa patas arriba. Otra vecina me vio salir irritado y encolerizado. Encontraron mis huellas en el salón, en todos los muebles, mis pelos y varias colillas de tabaco. Acreditaron mi hora de salida…
—Pero ¡yo no la maté! ¡Lo juro!, lo decía y lo repetía.
Alguien la había agredido sexualmente y acabó con su vida con un cruel y feroz ensañamiento. Yo expliqué que Cristina me había contado que Raúl, su amante, era un tipo violento y agresivo, bebía demasiado, y Cristina pensaba dejarle. Tenía miedo de lo que pudiera hacerle.
Raúl tenía una coartada perfecta. Casi quince personas habían estado con él aquella tarde. No le echaron de menos a excepción de sus frecuentes visitas al cuarto de baño. Se estaba preparando para la cauterización de unos pólipos que tenía en el colon.
Desde joven había creído en la justicia, pero el veredicto del jurado y la posterior condena me hicieron cambiar de opinión. Grité como un loco. Me expulsaron de la sala y me sacaron esposado y arrastras.
Durante más de veinte años me repetí una y otra vez todas las palabras pronunciadas. Palabras que mal interpretadas me habían privado de mi familia y amigos, de mi trabajo, de mi libertad.
Más de veinte años aislado entre cuatro paredes. Arrinconado en un calabozo, enclaustrado, recluido e incomunicado. Sin relaciones ni trato con nadie. Una existencia monótona y desesperada, y sobre todo viviendo el horror de un encierro injusto, indebido, improcedente e inicuo. Escandaloso porque yo sabía que había sido condenado por error. Era inocente pese a que las apariencias se habían confabulado contra mí.
Más de veinte años después un hombre malogrado, fracasado, anulado, destruido y hundido… salía a la calle. Un hombre mayor, cercano a la tercera edad. Mi juventud y madurez se habían malgastado entre cuatro paredes. Salí, pero había perdido mi vida.
Más de veinte años dando vueltas a mi enfado y a mis gritos, a mi violencia y amenazas, a mi arrebato y fanatismo, a mi excitación y furor desatado.
Analicé una y otra vez la dureza de mis palabras, su estridencia y crueldad.
Unas palabras mal dichas y peor interpretadas me habían arruinado la vida. El verdadero asesino anda suelto, y lo peor de todo es que nadie me ha creído nunca.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales
