Que impresionante y maravilloso es nuestro planeta. No habíamos dado la vuelta completa, pero sí conocíamos los cinco continentes. Siempre había admirado su grandeza, pero ahora, se volvía contra mí. Solo veo lo gigantesco e inabarcable que es, se me escapa de mis insignificantes manos.
Cómo voy a encontrar a nadie en tantos millones de kilómetros cuadrados. La cifra me asusta.
El dolor me retuerce y la angustia no me permite pensar ni respirar, pero, tengo que seguir buscando. Sacaré fuerzas de mi flaqueza y debilidad. Me sobrepondré al desaliento y a la desesperación.
Ahora estoy drogada por las muchas pastillas que me dan los médicos. Tres psicólogos me asisten las veinticuatro horas del día. Si no fuera por su ayuda no sé si me hubiera quitado la vida. Nunca pensé que se pudiera sufrir tanto. Es un aquelarre. ‘Vivo sin vivir en mí’. ¿Podré aguantar? ¿Cuánto tiempo más resistiré?
Después de veinte años casada, mi marido y yo decidimos tener un hijo. Dos años después, tuvimos una niña maravillosa. Morenita, grandes ojos negros, nariz chata, labios carnosos. Se llama Almudena.
Derrochamos tanto amor que se nos gastó, lo agotamos. Toda nuestra felicidad la acaparó nuestra hija. Las cosas empezaron a ir mal entre nosotros. Transcurridos tres años iniciamos el camino hacia el divorcio. Pedro no admitía que una mujer tomara la decisión de dejarle. Nuestra relación había sido buena. Sufrimos los altibajos normales que se dan en la mayoría de los matrimonios.
Pero, al salir de casa, Pedro decidió convertir mi vida en un infierno. Llamadas a medianoche con número oculto. Mensajes agresivos sin firma. Recados a través de los que eran amigos comunes. Era tal el odio y la inquina hacia mí que asustaba a los que nos conocían. No me perdonaba. Todo valía para él. Mientras tanto, los papeles de nuestro divorcio se aburrían de esquina en esquina en el juzgado.
En las medidas provisionales, a la espera de la decisión definitiva, se establecía que yo me quedaba con Almudena durante la semana. En fines de semanas alternos, nuestra hija iba con su padre.
Durante los primeros meses todo fue bien. La niña iba contentísima cuando Pedro llegaba a recogerla. Eso me inspiraba cierta confianza y me tranquilizaba.
Sin embargo, la relación conmigo iba de mal en peor. La persecución y acoso la trasladó a mi trabajo. Mi teléfono de la oficina no dejaba de sonar, llamaba a mis compañeros. Mi abogado estaba al tanto de todo cuanto sucedía. Archivaba los mensajes y me instaba a guardar las facturas del teléfono para acreditar todo ello ante el juez.
A final de curso, Almudena cumplía cuatro años. Le preparé una fiesta infantil a la que fueron todos los compañeros de su clase. Estaba feliz. Había sido su primer año en el colegio de mayores. Ya no iba a la guardería. Quería que todos vinieran a su fiesta. Se reía con todos y se divertía con cualquier cosa. Era una niña feliz. Estaba radiante. Pedro se acercó para felicitarla, y le regaló su primera bicicleta.
Llegó el verano, y podría disfrutar sin reloj del descanso, la tranquilidad y la paz en compañía de mi niña. Habíamos decidido que yo me la llevaría la primera parte del verano y Pedro, la segunda.
Almudena y yo nos fuimos a la playa. Estuvo con los primos de su edad. Se bañaba en el mar, jugaba en la piscina, en los columpios. Todas las noches cenábamos fuera. Al volver a casa protestaba porque era muy pronto. —Mamá, todavía no son las dos de la mañana, decía convencida.
El último día, Pedro se acercó a nuestra casa de la playa a recogerla. Almudena no se quería ir. Prefería quedarse más días con los primos y conmigo.
Tuve que hablar con ella: —Ahora, tienes que ir con papá, pero muy pronto, volveremos a estar juntas en la playa. Accedió.
Se iba quince días. Dos semanas completas: los días y sus noches. Se me partió el corazón de pensar que no iba a verla durante tantos días seguidos. Contaba las horas para que regresara a mi lado.
El día antes de su entrega Pedro me llamó. Me lancé al teléfono ingenuamente. Esperaba que, con un poco de suerte, quisiera entregármela un día antes. Sin embargo, se me heló la sangre cuando le oí decirme que nunca más volvería a ver a Almudena.
—¿Dónde estás?, le pregunté. —¿De qué me estás hablando? Entonces, pasó el teléfono a Almudena y le dijo: —Bonita, dile adiós a mamá. Almudena dijo: —Hola mami, y mientras, se oía la voz de su padre que insistía: —Dile adiós, dile adiós. Entonces, Almudena añadió: —Adiós. Y, la comunicación se cortó.
Llamé. Volví a llamar, y repetí con insistencia. Así pasé toda la tarde, llamando y volviendo a llamar. Pero, la contestación fue siempre la misma: ‘Apagado o fuera de cobertura’.
Tres palabras, solo tres palabras.
Al día siguiente estuve en casa sin moverme esperando su llamada. No quise hablar con nadie por teléfono para que la línea estuviera libre. No podía leer, no podía trabajar. Era incapaz de hacer nada, salvo llorar. Todo mi ser pendiente de oír la puerta, el teléfono o el anuncio de la vuelta de mi hija conmigo. Sin embargo, nada de eso sucedió. Ni un mensaje. Ni un WhatsApp. Llamé a mis hermanas que intentaron tranquilizarme a kilómetros de distancia. —No te preocupes, es un rebuzno más. Todavía no ha llegado el plazo. Espera a que lleguen las ocho de la tarde.
Nunca había creído en ese sexto sentido del que hablan algunas madres. Sin embargo, estaba nerviosísima porque me temía lo peor. Como si una gran hecatombe se cerniera sobre mí. A las siete de la tarde era incapaz de mantenerme quieta, no podía sentarme, pero, tampoco estar de pie, iba de un extremo de la casa al otro. Ni un sonido más que el de mis pisadas.
Y, por fin, las ocho campanadas sonaron. No hubo otro ruido. Mi dolor y sufrimiento eran ensordecedores.
Acongojada, desesperada y profundamente atormentada, logré retorcerme diez minutos más y volví a llamar a la policía por segunda vez. Ahora sí se había cumplido el plazo acordado. Volví a contarles lo sucedido. —Tranquila señora. No pierda usted la calma, en cuanto tenga noticias no deje de comunicarse de nuevo con nosotros. Si en dos horas no ha recibido ninguna noticia, acérquese por la comisaría, añadió.
Mi abogado, informado desde que colgué el teléfono de la infame llamada, preparaba los papeles para urgir de inmediato la devolución de mi hija. Le había llamado varias veces. Ahora no hicieron falta las explicaciones. Mis llantos mostraban tal consternación que me dijo venía hacia mi casa de inmediato.
Juntos fuimos a la policía y al juzgado de guardia. Eso era todo lo que podíamos hacer por el momento. De regreso a casa, mis dos hermanas me esperaban. Se habían trasladado desde Murcia y León, en donde vivían.
Mi alma está herida de muerte desde entonces. En los penosos cuarenta años transcurridos, Almudena se ha apoderado de todos mis pensamientos. Ni uno solo ha dejado de protagonizarlo. He vendido todo cuanto tenía para buscarla por el mundo entero. Mi pelo encaneció prematuramente. Mis ojos se secaron tras miles de horas de llanto y dolor. Después, mi mirada quedó perdida para siempre. En mi cerebro sigue resonando su voz, sus tres palabras: ‘Hola mami, adiós’. Las últimas que escuché de su voz infantil. Nunca fui religiosa, pero nadie ha rezado por una persona como he rogado yo por mi niña.
Espero impaciente la muerte. Nada me detiene en este mundo. Solo me queda la esperanza de la vida eterna. La eternidad me parece un suspiro para decirle a mi hija cuánto la he querido y cuánto la sigo queriendo.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales
